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La corte suprema

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La aplicación de la ley, los dilemas de la justicia, la omnipotencia de decidir sobre el destino de los otros, los jueces como rutilantes u opacos personajes literarios y los escritores que como Bernhard Schlink o Héctor Tizón efectivamente son o han sido jueces, fiscales, magistrados, abogados, hombres de ley, en suma, constituyen sin dudas un abanico de opciones más que atractivas para la narración. Se trata, en definitiva, de la oportunidad de llevar al hombre hasta el borde mismo de lo primigenio, ahí donde el culpable y el inocente no difieren mucho uno de otro y sólo los separa un hecho irremediable, una fatalidad, un cambio de destino, una educación diferente. Cualquiera puede matar si las circunstancias se alinean mal. Cualquiera puede ir a parar a la cárcel. Cualquier juez que tiene que resolver un dilema, debe saber que en su fallo habrá siempre un residuo de injusticia, de arbitrariedad y también, una pizca de razón, de luz. Honda, el juez de Caballos desbocados de Mishima, por poner un ejemplo que en forma invertida no es ajeno a esta nueva novela de Ian McEwan, se ha convertido en triste representante de todo aquello que implica el fin de la inocencia, del incendiario mundo romántico de la juventud. Y sin embargo, eso no lo convierte en el reverso del inocente, es decir, en culpable. Y cuando deba juzgar la actitud del joven Isao en el que se ha encarnado el ideal samurai y el de toda su generación idealista, deja de ser juez para defenderlo como abogado, aunque sabe que sólo resta dejar que la condición humana se despliegue por sí sola, que fluya el destino hasta el fin.

A esta altura no se puede negar que la inocencia es uno de los estados existenciales que más interesan al gran escritor británico Ian McEwan. Podría decirse que su jueza, la por varios motivos inolvidable Fiona Maye, no ha leido, o por lo menos no ha prestado atención a la inocencia fatalista según Mishima. En La ley del menor, por el contrario, trata lisa y llanamente de tomar una postura intervencionista para resolver el dilema –bastante clásico ya–, que le ha tocado en suerte, el de los testigos de Jehová que no quieren recibir una transfusión de sangre y por ello ponen en riesgo una vida. En el caso que le toca fallar, el “menor” está a punto de ser mayor de edad y sus padres se niegan a que reciba la transfusión. El chico tampoco quiere recibir la sangre extraña, por las mismas razones religiosas que esgrimen sus padres. La “ley del menor” del título del libro indica que “cuando un tribunal se pronuncia sobre cualquier cuestión relativa a la educación de un niño (...) el bienestar del menor será la primordial consideración del juez”.

El mismo día que su marido, un académico progre a la inglesa, le comunica que va a tener una aventura por fuera del matrimonio antes de cumplir 60 años, la jueza debe decidir en tamaño intríngulis.

A partir de la decisión de la jueza Fiona Maye sobre vida y destino del joven Adam Henry, a la que el lector llegará en forma bastante rápida y directa, con el vértigo de los mejores relatos de juicios y abogados, la novela de McEwan se abre a nuevas y diversas direcciones, sutiles, atractivas, mórbidas. Es decir, un regreso que si bien no es a toda la salvaje criminalidad anti familia y pro sexo de sus primeros libros (Jardín de cemento, Primer amor, últimos ritos), trae aquel perfume iniciático (a pesar o justamente por tratarse de una novela sobre los estragos de la madurez) y eso nos alegra sobremanera. Hay antifamilia, morbo y ambigüedad sexual entre Fiona y Adam, niño tan evangélico como aventajado. La conexión entre ellos tiene todo lo que le falta al calculado affaire del progre académico que quiere vivir su vida al margen de la ley marital pero avisando lo que va a hacer, quizá para aliviar su conciencia, quizá para hacer visible su desquite, su reclamo. Pero el vínculo entre la jueza y el muchacho, una vez que éste alcance la mayoría de edad (y, podría suponerse, empezara a dejar de gozar de los privilegios de la ley del menor) no puede sino volverse complejo y retorcido, sobre todo si nadie se aparta de su rol: su señoría quiere ser siempre la mujer llena de privilegios que, a lo sumo, la hace condescender a proteger a los débiles; el muchacho, una vez arrojado a los brazos de la Vida, no se apartará de su rol de arquetipo del Joven Total, en cierta forma, de lo que se espera de un ser inmaculado, de un inocente en toda la línea. Entonces, otra vez la justicia deberá vérselas con la actitud intacta, soberbia y bastante imbancable, de quien se arroga superioridad porque no ha sido todavía esmerilado ni mancillado por el paso del tiempo. Podría decirse: se trata aquí de un brutal choque entre la experiencia y la materia fresca.

La novela de McEwan maneja los nudos del relato de manera impecable pero se agradece que esa perfección sofisticada a la que tiende el escritor no nos prive de una fuerza arrebatadora y cruda cuando es necesario. Es que, en rigor, el destino de los personajes de La ley del menor se juega en el terreno de la sangre y de la carne, no en el de la letra de la Ley o de la Literatura, logrando mucho más que un divertimento intelectual o una comedia con arrebatos negros.

Y, sobre todo, queda grabada la memorable aventura de una heroína que cuenta con toda nuestra simpatía a pesar de que podría haber contado con toda nuestra resistencia, antipatía y nuestro resentimiento contra los privilegiados jueces que seguramente no deben pagar ganancias: Fiona, la que siempre cumplió con su deber, la que siempre falló con sensatez y una noche, en un instante, tal vez, transgredió la Ley porque decidió cumplir a rajatabla, quizás con un exceso de rigor o de literalidad o de celo, con la ley del menor.