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La vida de un revolucionario

Periodista:
Fabio Wasserman
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Juan José Castelli suele ser recordado por algunos hechos vinculados a la Revolución de Mayo que coincidieron con los últimos años de su vida: su alegato en el Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810 que le valió ser conocido como “el orador de la revolución”; su participación como vocal en la Junta de Gobierno elegida tres días más tarde; el fusilamiento en Córdoba del ex virrey Santiago de Liniers; la dirección política del ejército que en la batalla de Suipacha logró el primer triunfo del nuevo gobierno permitiendo además la ocupación del Alto Perú a fines de 1810; la abolición del tributo y la prédica a favor de la emancipación de los indios que tuvo su momento culminante en la ceremonia realizada en Tiahuanaco el 25 de mayo de 1811; la derrota de Guaqui pocas semanas más tarde que provocó la desintegración del ejército y la pérdida del Alto Perú; el cáncer de lengua que lo llevó a la muerte mientras esperaba poder defenderse en el juicio que se le sustanció tras haber caído en desgracia.

Se trata sin duda de los sucesos más significativos y dramáticos que lo tuvieron como protagonista y que por sí solos ameritarían un estudio biográfico. Su vida, sin embargo, no puede ser reducida a esos pocos años de gran intensidad en los que conoció la gloria y el ocaso casi sin solución de continuidad. De ese modo tendríamos una versión mutilada de su existencia, pero sobre todo nos perderíamos la posibilidad de acercarnos a un problema mayúsculo que involucró a buena parte de sus contemporáneos: el proceso por el cual un súbdito de la corona española se convirtió en un revolucionario que promovía la creación de una nueva patria regida por valores y principios no menos novedosos, entre ellos el derecho a tener un gobierno propio basado en la soberanía del pueblo.

Castelli, que tuvo la desdicha de morir antes de que esa transformación hubiera terminado de producirse y cuando el futuro que se cernía sobre la revolución era incierto y su nombre execrado por propios y extraños, había sido uno de los primeros y más decididos en atreverse a explorar esos nuevos horizontes. Al menos fue uno de los primeros en hacerlo en esa orgullosa capital virreinal en la que se había convertido Buenos Aires a principios del siglo XIX. Su vida permite por lo tanto seguir los tanteos que algunos fueron dando en esa dirección que, debe decirse de entrada, no estaba predeterminada sino que se fue construyendo al calor de los sucesos, además de estar plagada de dudas, ambigüedades, incoherencias y contradicciones. Es por eso que su biografía permite mirar desde un ángulo privilegiado el proceso de crisis y desintegración de la monarquía española que en América devino en una extensa guerra y en una revolución de independencia tras la cual ya nada volvería a ser como antes. Es que si bien es cierto lo que planteaba Alberdi cuando advertía que la revolución sólo puede comprenderse examinando sus causas estructurales, “la acción general de las cosas”, no parece menos cierto lo que Andrés Rivera le hizo escribir en un cuaderno a ese extraordinario personaje de novela que es su Castelli: “No hay revolución sin revolucionarios…”. (...)

La educación: de Buenos Aires a Córdoba

De la infancia de Castelli sólo se sabe que cursó sus primeras letras en la escuela agregada al convento de los jesuitas que, como otras instituciones educativas, había pasado a manos de los franciscanos tras la expulsión de la orden. A los trece años ingresó al Real Colegio de San Carlos que había sido inaugurado poco tiempo antes por el virrey Juan José Vértiz, procurando satisfacer una necesidad imperiosa pues en la ciudad no existían establecimientos de esa índole. Castelli sólo permaneció poco más de dos años en esa institución, durante los cuales recibió clases de lógica y de física por parte de Pantaleón Rivarola, aunque no llegó a rendir el examen para aprobar esta última asignatura.

No son claras las causas por las cuales sus padres lo retiraron del colegio y es probable que no hubiera una única razón. Quizás no se sentían del todo conformes con la educación que estaba recibiendo o se asustaron por los problemas de disciplina que aquejaban a esa institución y que constituyeron durante algún tiempo la comidilla de la sociedad porteña. Pero, tal como lo recoge una tradición familiar, lo más probable es que el cambio se haya debido a la intervención de un allegado que habría legado un dinero a la familia con la condición de que fuera destinado a que uno de sus hijos se ordenara como sacerdote. Sus padres debieron considerar que Juan José era el señalado para cumplir con ese mandato ya que una de las estrategias empleadas por las familias para posicionarse socialmente y preservar su patrimonio era el ordenamiento como clérigo del primogénito. Fue entonces que decidieron enviarlo a la Real Universidad de Córdoba del Tucumán para que estudiara teología y filosofía. Esta decisión, que sería de gran importancia en su vida, implicó por lo pronto que durante varios años debió alejarse de su ciudad natal y de su entorno familiar.

En octubre de 1780, y tras dos semanas de viaje, Juan José llegó a Córdoba. Si bien no era una ciudad muy grande (tenía alrededor de ocho mil habitantes, de los cuales seiscientos eran vecinos), se trataba de un importante centro intelectual y religioso, que a la vez era sede de la universidad y del obispado. El hecho de estar habitada por numerosos clérigos y estudiantes y de tener varias iglesias y conventos hacía que buena parte de su vida social girara en torno de esas instituciones que aún sentían los efectos provocados por la expulsión de los jesuitas.

Córdoba se destacaba también por haberse constituido como un espacio articulador del tráfico comercial entre el norte y el litoral, y por contar con una campaña que era una gran invernadora de mulas, el principal medio de carga de la época. En 1783 se comenzó a implementar una de las reformas borbónicas que afectarían decisivamente al área de influencia de esa ciudad: la Ordenanza de Intendentes que, sancionada el año anterior, apuntaba a erigir un sistema de gobierno más eficiente y un orden administrativo capaz de subordinar a los Cabildos y, así, a las elites locales. Córdoba se separó de la antigua provincia de Tucumán y se constituyó en capital de una de las ocho intendencias en las que se dividió el virreinato y, por lo tanto, en uno de sus centros administrativos y políticos.(…)

El Cabildo Abierto

Varias crónicas recuerdan que ese mismo 18 de mayo Castelli y Saavedra estaban en sus quintas de San Isidro, por lo que fue necesario ir a buscarlos de apuro para ponerlos al tanto de las novedades y tomar una decisión.

Castelli llegó a la ciudad a las ocho de la noche y se dirigió a la casa del oficial Martín Rodríguez, donde estaba realizándose una reunión para acordar los pasos a seguir. Pero como Saavedra no llegaba, se decidió suspender el encuentro hasta el día siguiente. De ahí en más se sucedieron varias reuniones que en su mayoría se realizaron en la casa de Rodríguez Peña, coincidiendo en ellas el grupo de Belgrano y Castelli con los oficiales de los cuerpos milicianos cuyo representante más notorio era Saavedra. Asimismo se fueron sumando allegados a Álzaga que habían participado o habían sido cercanos al movimiento del 1º de enero de 1809, como Domingo Matheu, Juan Larrea y Mariano Moreno.

Esta confluencia de distintos grupos se puede apreciar en la distribución de tareas, comenzando por el envío de comisiones para lograr la convocatoria a un Cabildo abierto, tal como se había acordado. El día 19, Belgrano y Saavedra se entrevistaron con Juan José de Lezica, alcalde de primer voto, mientras que Castelli se reunía con Julián Leyva, el síndico procurador que además gozaba de un gran prestigio. El 20 al mediodía, Leyva y Lezica se reunieron con Cisneros, que se resistía a esa convocatoria ya que podría poner término a su mandato. Tal como lo había hecho meses antes, procuró el apoyo de los comandantes de las unidades militares. Pero ahora se encontró con una novedad decisiva: Saavedra ya no le respondía. A su juicio, el fruto ya estaba maduro y había llegado el momento de recogerlo.

Cisneros no se dio por vencido y trató de dilatar la convocatoria. Esta actitud motivó que los complotados enviaran otra comisión para hablar directamente con el virrey sin solicitar audiencia previa. Esta misión fue asignada a Castelli y Martín Rodríguez, quienes también fueron acompañados por Florencio Terrada, comandante de los Granaderos acuartelados en el fuerte que oficiaba como casa de gobierno, ya que temían ser arrestados por Cisneros si este llamaba a la tropa o a los oficiales españoles que formaban parte de ese cuerpo.

Al llegar al fuerte, Terrada se puso al frente de su fuerza, mientras Castelli y Rodríguez subieron a la sala de recibo donde sorprendieron a Cisneros, que estaba jugando a las cartas con el brigadier Quintana, el fiscal Caspe y un edecán suyo. Castelli asumió la voz cantante y le dijo que se habían allegado por mandato del pueblo y de las milicias para pedirle que dejara el cargo. Cisneros le respondió de mala manera, alegando que se estaba atropellando a la persona del rey a quien él representaba.

Castelli le dijo que lo tomara con calma, pues la suerte ya estaba echada. Caspe le pidió a Cisneros hablar en privado, tras lo cual, y ya más tranquilo, advirtió a Castelli y a Rodríguez sobre los males que sobrevendrían al pueblo como consecuencia de esa decisión, para luego preguntarles qué pasaría con su familia. Castelli le aseguró que su persona y la de su familia estaban garantizadas, pues se encontraba entre americanos.

Cuando los enviados regresaron a lo de Rodríguez Peña se hizo un brindis, mientras que una nueva comisión, integrada también por Castelli, se fue a entrevistar con Leyva. Este les advirtió que, si habían tomado la decisión de remover a Cisneros, también debían ponerlo en prisión. La respuesta fue que no era necesario, pues contaban con el favor del pueblo y con las armas, a lo que Leyva observó que no sabían el influjo que podía tener el virrey. Horas más tarde, el propio Cisneros y los oidores se entrevistaron con Leyva quien, al parecer, había cambiado de opinión, hecho que explicaría en parte su distanciamiento de los revolucionarios.

El virrey cedió a la presión y aceptó la convocatoria al Cabildo abierto, quizás confiado en que el Ayuntamiento estaría de su parte. Asimismo insistió en que la capital no podía por sí sola decidir la suerte del virreinato, ya que la monarquía era una e indivisible. El 21 de ese mes, mientras la ciudad vivía un clima de agitación con movimientos en la plaza y las tropas estaban a cargo de impedir cualquier disturbio, fueron cursadas las invitaciones para participar en la asamblea convocada para la mañana del día siguiente. En esta ocasión se invitó a más de cuatrocientos vecinos, entre los que se encontraban los funcionarios civiles, eclesiásticos y militares más encumbrados.

Esa misma noche se volvió a realizar una reunión en la casa de Rodríguez Peña para acordar la estrategia a seguir, y se decidió entre otras cuestiones que Castelli llevaría la voz cantante.