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El asombro ante la existencia

Periodista:
Diana Fernández Irusta
Publicada en:
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Un hombre desciende al remoto silencio de las cuevas de Chauvet, imponente receptáculo de las pinturas rupestres más antiguas que se conocen (realizadas 15.000 años antes que las de Lascaux o Altamira). El hombre se llama John Berger y porta unas hojas de papel absorbente japonés y una lapicera con tinta negra. Rodeado de una oscuridad sin tiempo, se para frente a dos renos dibujados sobre la roca e intenta copiarlos. "Me pregunto mientras dibujo si mi mano, obedeciendo al ritmo invisible de la danza de los renos, no estará bailando con la mano que los dibujó por primera vez", escribirá más tarde. Y es en ese gesto, el de comunicarse, descubrir y entregarse a lo inefable del mundo a través de los trazos de un dibujo, donde reside lo mejor del Berger escritor, pintor, poeta, activista. Esencia que se traduce en dos magníficos libros: Sobre el dibujo y El cuaderno de Bento, compendio de artículos que giran en torno del acto de dibujar entendido como ejercicio de develamiento de la mirada propia y la de los otros. Pero, también, apasionada celebración del encuentro con aquello y aquellos que nos rodean.

 

 

Asi como en su incursión en las profundidades de Chauvet (relatada en Sobre el dibujo) el autor dibuja para ver lo que vieron los ojos de un hombre de Cromagnon, en El cuaderno de Bento lo hará para establecer un vínculo con el pensamiento vitalista de un filósofo del siglo XVII: Spinoza. A partir de un dato sencillo -el creador del Tratado de la reforma del entendimiento y la Ética siempre llevaba con él un cuaderno de dibujo que, al contrario de lo que ocurrió con sus cartas, manuscritos y notas, no pudo ser rescatado tras su muerte-, Berger engarza textos y obras pictóricas propias con fragmentos de la Ética. Logra así un libro de ritmo cada vez más ajustado que, hacia el final, recrea la "fusión" entre los dos autores bajo la forma de un diálogo imaginario. "Vivo en un estado de confusión habitual. Enfrentándome a la confusión a veces alcanzo cierta lucidez. Tú nos enseñaste a hacerlo así", le dirá a su interlocutor nacido cuatro siglos atrás.


Es que Berger escribe como dibuja: en un permanente estado de asombro ante la existencia. Su mirada se detiene, con honda intensidad, tanto en el florecimiento de un lirio como en una chaqueta de bebé o en la historia que encierra la bicicleta de un humilde trabajador de los barrios periféricos de París. Aun en sus escritos más políticos, su modo de aproximarse a lo real siempre encierra conmoción, ternura, piedad y deseo.

 

Quizá por eso logra análisis de obra tan inspiradores como el del ensayo "Vincent" que se puede leer en Sobre el dibujo. Allí se sumerge en Olivos en Montmajour, obra realizada por Van Gogh en 1888 que, para Berger, encierra el secreto de la enorme pregnancia de los trabajos del pintor holandés. En el uso de los pigmentos, en el manejo de las distancias, en los trazos y corrientes de energía de donde brotan matas de tomillo, arbustos, rocas y olivos, encuentra gratitud y, fundamentalmente, la concreción de un acto de amor. Pronuncia sobre Van Gogh palabras que podrían aplicarse a su propia relación con la plástica: "Para él el acto de dibujar o de pintar era una forma de descubrir y de demostrar por qué amaba tan intensamente aquello a lo que estaba mirando".


De modo similar, en El cuaderno de Bento analiza un aguafuerte de Käthe Kollwitz titulado Obrera (con pendiente), 1910. Lo hace bajo el influjo de su amistad con Erhard Frommhold, un editor alemán atravesado por las máximas tragedias del siglo XX, y por la voluntad spinoziana de distinguir entre lo adecuado y lo inadecuado.

 

En el retrato plasmado por Kollwitz, entonces, Berger encuentra la luz que ilumina el rostro, los rasgos que le otorgan nobleza, las líneas negras que salen de la oscuridad circundante y forman los rasgos de la mujer. Pero también descubre, en el modesto aro de la retratada, "una pequeña declaración de esperanza". La misma que, en su amigo Erhard, encarnaría la "entereza que era el resultado de asumir la Historia, una entereza que garantizaba una continuidad pese a la obstinación de la Historia".


El acto de dibujar -tanto el propio como el que le devuelven los otros artistas- es, para Berger, un registro de obra privada. A diferencia de las esculturas o las telas "acabadas", los bocetos o estudios tienen algo de autobiográfico; dan prueba de una búsqueda, permiten reconocer el esfuerzo por aprehender aquello que se está observando. Brindan, además, la oportunidad de poner en suspenso la frenética carrera del tiempo. Así como Spinoza aseguraba que no había modo de entender aquello que sí se podía percibir (la unión del alma con el cuerpo), Berger acepta que no hay modo de explicar el instante en que algo del mundo circundante expresa una zona de enigma. Revelación a la que sólo se puede responder de modo visceral, intuitivo, por fuera de la lógica habitual: a través de un lápiz y un papel. "[Cuando dibujo] soy consciente de una compañía lejana y misteriosa -afirma-. Casi tan lejana como las estrellas."

 

© Diana Fernández Irusta, ADN La Nación