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El filo peligroso de las cosas

Periodista:
Débora Vázquez
Publicada en:
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pesar de haber sido condecorado con el premio Pulitzer por su novela El Día de la Independencia , Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944) es tan poco arrogante que no parece escritor. Confiesa haber llegado tarde a Chéjov, da fe de sus lagunas culturales, no reniega de haberse graduado en un taller de escritura creativa, pronuncia sin titubear los nombres y apellidos de sus influencias, venera a sus antecesores (William Faulkner, Eudora Welty) y se reconoce en desventaja respecto de compatriotas y estrictos contemporáneos tales como Philip Roth o John Updike. Además, agradece su suerte y no hace de su vocación una hagiografía.

 

 

Este dispendio de modestia puede constatarse en Flores en las grietas , una recopilación de ensayos que alterna textos memorialísticos con otros de sesgo netamente literario. Se trata de un libro que sólo existe en castellano y cuyo repertorio -a excepción de un coloquio en la Universidad de Michigan- proviene de prefacios a libros y de artículos publicados en diarios y revistas de Norteamérica.


Richard Ford no es inexacto a la hora de abordar un cuento de Chéjov ("La dama del perrito"), una novela de James Salter (Años luz), o al escribir la introducción de una antología de relatos (The New Granta Book of American Short Story). Sin embargo, el fuerte de Flores en las grietas reside en los relatos de corte autobiográfico. Aquellos que dan cuenta de su infancia en el hotel que regenteaba su abuelo materno en Little Rock, un ex boxeador presentado por partida triple en los textos "En la cara", "En recuerdo del golf" y "El hotel": "Era un gordo que jugaba al golf en invierno con gabardina plisada, cazaba codornices y practicaba billar americano. Era conocido como deportista, como miembro de la logia masónica de los Shriner, como hombre público, como ese personaje de andar inseguro y traje azul con monedas en los bolsillos y un clip para sujetar billetes".

 

A mitad de camino entre lo personal y lo profesional, "Holgazanear mientras la Musa recarga pilas" es un texto ligero y bastante cómico que se ocupa de desmitificar al escritor de tiempo completo, aquel que Ford no supo ni quiso ser. El texto también podría haberse titulado "De las bondades de tomarse largos recreos entre un libro y otro" y formula hipótesis, posiblemente acertadas, acerca del insalubre oficio de escribir en exceso: "Si hubiera escrito más y hubiera hecho menos pausas, no sólo me habría vuelto completamente loco, sino que casi con seguridad habría demostrado ser peor narrador de lo que soy".


Su propensión a no tomarse demasiado en serio se evidencia también en "¿De dónde viene la escritura?", otro texto limítrofe en el que confiesa que uno de los mejores elogios que recibió en una reseña -el modo sorpresivo y expresivo de adjetivar- provenía de una errata de imprenta: la inofensiva elisión de una "c". Para ser exactos, la "mirada de ojos viejos (old)" que ponderaba el crítico había sido en su origen lisa y llanamente una "mirada de ojos fríos (cold)".

 

Uno de los textos más breves y logrados de la compilación es "Un padre y una bicicleta". En él, con magistral economía de detalles, el autor de El periodista deportivo recuerda una tragedia doméstica ocurrida en vísperas de Navidad ("la Navidad es capaz de convertir cualquier cosa en una desgracia"), que tiene como protagonista a un cedro demasiado alto para entrar en el living de su casa. Un relato al que le cabe perfectamente el guiño fordiano, o más bien la réplica -"No todas las familias felices se parecen"- al comienzo de Anna Karenina de Tolstoi.


En "El buen Raymond" Ford rinde homenaje a Raymond Carver y a la amistad que cultivaron desde que en 1977 fueron presentados en un festival de literatura, hasta la muerte del autor de Catedral. "Las amistades literarias son un asunto complejo, tramposo, a menudo volátil y mal comprendido por sus protagonistas [...]. Lo normal es que terminen en absurdas equivocaciones, confusiones imposibles de disipar y profundas rivalidades, a menudo tan incompatibles con la amistad que nunca se corrigen." Todo esto que tan bien generaliza Ford -la amistad literaria como oxímoron- es aquello que jamás sucedió entre Carver y él. El pulso que domina el relato, más allá de la excelente descripción física y moral de Carver, es el de la certeza del autor de haber perdido a su mejor amigo. La complicidad entre ambos se hace incómodamente ostensible cuando Ford le propone a Carver matar en lugar de él al hombre que estaba fastidiando a su hija. Carver, por fortuna, no aceptó; y posiblemente Ford, que no ignoraba la innata bondad de su amigo, se haya atrevido a tamaño ofrecimiento -tamaña prueba de amistad- sabiendo de antemano cuál sería la contestación del otro. Sin embargo, esta conjetura no forma parte de la anécdota narrada y el lector se queda con la incertidumbre acerca de cómo habría obrado Ford si la respuesta hubiera sido otra.

 

En el relato inaugural de Flores en las grietas la naturaleza provocadora de Ford también se hace evidente cuando confiesa haberse definido como "el prototipo del varón blanco" en un coloquio sobre multiculturalismo llevado a cabo en Suecia. La incorrección política de Ford, que puede leerse como una libertad envidiable o un cercenado machismo según sus seguidores o detractores, tal vez sea uno de sus rasgos característicos. Antes que limitarse a lo que se puede pensar y decir, antes que caer en la apatía moral, antes que privilegiar "la conservación y el instinto de supervivencia" propios de la academia, Richard Ford prefiere transitar "el filo peligroso de las cosas", quedarse del lado del arte.

 

© Débora Vázquez, ADN La Nación