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"A los militares de hoy no les interesa la política"

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Había una frase muy popular entre los militares argentinos de hace dos o tres décadas: “El primer grado de un oficial es el de subteniente y el último posible el de Presidente de la Nación”. De aquella aspiración de poder como horizonte de posibilidad y expectativa ya no queda casi nada. “O nada. Hoy la preocupación principal de quienes integran las Fuerzas Armadas argentinas pasa por cuestiones mucho más mundanas y ‘normales’ que las que tenían las generaciones anteriores”, dice el doctor en Antropología Social Máximo Badaró. Investigador del Conicet y del Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES) de la Universidad de San Martín, Badaró pasó una década investigando cómo se ha transformado el sentir, el pensar y el vivir de las nuevas generaciones de militares argentinos. “Hubo toda una serie de transformaciones silenciosas que se fueron dando a partir de 1990 que redefinieron lo que significa ser militar hoy en el país. Luego de décadas de haber sido un actor clave en la política argentina, tuvo que asumir un rol profesional y adaptarse a la lógica política y cultural del siglo XXI”, explica el autor de Historias del Ejército Argentino (Edhasa), en el que analiza cómo las misiones internacionales, la entrada de las mujeres a la institución, la memoria de las violaciones de los derechos humanos, la educación militar, los problemas salariales y las relaciones entre la vida castrense y familiar se modificaron radicalmente.

¿Cuáles fueron las transformaciones principales en los últimos años?
La principal es un cierto proceso de secularización que se ha dado. Y vale la metáfora religiosa porque hay una redefinición de todos los valores vinculados a la mística. Eso se refleja, por ejemplo, en el hecho de que los jóvenes, los oficiales sobre todo, ya no quieren ser vistos como personas diferentes al resto de la sociedad. Quieren ser vistos como ciudadanos “normales”. Algo que a la mayoría de las personas en cualquier otra profesión no le resulta un planteo, para un militar de hoy lo es, porque si hay algo que caracteriza su proceso de socialización es la transformación en un ser diferente al resto. Así fue históricamente. Y eso que antes era un valor, ser diferente al resto de la sociedad, hoy ya no. Pero a la vez eso tiene el riesgo de la banalización de la institución. Entonces, mientras  ganan en “ciudadanización”, es inevitable una redefinición de esa idea de trascendencia y mística definitoria que tiene la institución militar.

¿Cuánto tuvo que ver la última dictadura militar con el fin de esa mística?
Hay varias cosas que convergen. Sin duda, la dictadura militar determinó la imposibilidad de sostener la idea de que las Fuerzas Armadas son la reserva moral de la Nación; que empieza a resquebrajarse con la muerte, la tortura, la desaparición forzada y el robo de bebés. A eso se le agrega los juicios contra los responsables de la dictadura, los levantamientos militares, el caso Carrasco; y, en medio de todo eso, los sacudones económicos: ¿Qué mística puede haber cuando están viendo cómo llegar a fin de mes? Y este es un tema central, porque justamente lo que yo sostengo en el libro es que estos cambios y transformaciones no fueron tanto producto de estrategias de defensa o políticas de Estado, sino las propias transformaciones sociales de estos últimos 20 años: el daño en el bolsillo repercute en el daño de la imagen y el prestigio de la institución directamente.

Usted marca tres procesos muy distintos en cuanto al vínculo del Estado con la institución militar: sostiene que Carlos Menem mantuvo una estrategia de seducción, Fernando de la Rúa de complicidad y Néstor Kirchner de disciplinamiento.
Lo interesante de esto es que casi no hubo políticas de Estado de orden constructivo, sino que en todos estos gobiernos, la política fue de orden reactivo-defensivo: es decir, impedir que las Fuerzas Armadas se transformen en una amenaza. Recién en los últimos años, a partir de la asunción del ministerio de Defensa por Nilda Garré, hubo intentos de modificar esta lógica y de tratar de involucrarlas desde un proceso más positivo en el sentido de que sean actores de la democracia y no de evitar la amenaza. En el caso de Menem, que es quien inicia este proceso porque es el que más los destruye económicamente, hubo una estrategia de seducción en el sentido de que al mismo tiempo que les dio los indultos, no le tembló el pulsó en firmar la represión a Seineldín, con el cual había transado antes. Menem hizo con las Fuerzas Armadas lo mismo que con el Estado: les vendió todo; hasta les privatizó fabricaciones militares, que desde la lógica industrial era un pilar de su poder. Y les redujo drásticamente el presupuesto. Con De la Rúa se puede hablar de complicidad en el sentido de que les permitió una reconversión de su autonomía, básicamente en cuestiones de orden simbólico como era permitirle a un jefe del Ejército opinar sobre decisiones económicas, cosa que sucedía en tiempos de Ricardo López Murphy como ministro de Defensa. Y después vino Kirchner y les marcó bien la cancha; primero sobre todo como una cuestión de orden punitivo: no se trataba de proponerles nada sino de limitarlos en lo que no quería que hicieran o hasta dónde podían hacer; les cerró ese juego con los límites a los que estaban acostumbrados. Recién en los últimos años entonces aparece esto de una cuestión más participativa.

¿Sigue funcionando la verticalidad tan característica de la institución militar y tan fuerte que incluso sirvió como argumento para exculpar a responsables de muerte y tortura como ejecutantes de la “obediencia debida”?
No. Ahí hay un quiebre muy fuerte con el “caso Carrasco”, en 1994: fue un golpe institucional en términos de flexibilización de las jerarquías. Antes, las distancias entre cada escalafón eran intocables, incluso entre cadetes de años superiores e inferiores, y ni hablar entre oficiales y suboficiales. Pero no sólo se diluyeron sino que hasta dejaron de utilizarse los movimientos corporales como instrumento de castigo, algo que era absolutamente habitual; porque ahora tienen miedo de ser denunciados. Porque los jóvenes que entran ahora, si hay cualquier gesto de abuso, van y denuncian. Entonces, por pragmatismo o convicción, ya no funciona ese temor y por lo tanto ese respeto incuestionable a las jerarquías.

¿Qué cambió la llegada de las mujeres a las Fuerzas Armadas?
Básicamente contribuyó a esta misma idea de que la institución sea cada vez más una institución similar a cualquier otra. Más allá de que garantiza que las mujeres que tengan la vocación o les guste, puedan hacer también la carrera militar. Hoy son alrededor del 10 por ciento más o menos, que es el porcentaje promedio mundial. Y el vínculo entre mujeres y hombres es tan natural como en cualquier otro lado.

La investigación es sobre todo con oficiales de entre 35 y 50 años, es decir que algunos se formaron en la dictadura pero casi todos asumieron funciones ya en democracia. ¿Cómo se paran frente a la dictadura militar?
La cohesión y la homogeneidad son valores de la institución militar y uno tiende a creer que funcionan de esa manera. Pero la realidad es que no, que adentro no pasa nada diferente de lo que pasa afuera de las Fuerzas Armadas: no hay una mirada establecida y cabes opiniones tan diversas como afuera, como en la calle y en el resto de la sociedad.

¿Qué tipo de legitimidad tiene el golpismo como método de intervención política?
Acá sí se puede encontrar un consenso bastante fuerte de que las Fuerzas Armadas no quieren meterse en política. Sobre todo a los más jóvenes, no les interesa en absoluto el poder político como un horizonte. Eso es totalmente claro e incluso es lo que se ve como una de las características más homogéneas. Queda completamente al margen de su expectativa de desarrollo profesional. Antes era lo contrario. Los intereses de los militares de hoy pasan por lugares más mundanos: tener una familia, tiempo con los hijos y una economía más o menos buena. No quieren ser San Martín. Yo lo llamo proceso de “normalización”, porque es eso y así lo dicen. Pero, al mismo tiempo, están en una profesión que requiere de una mística, porque la realidad es que implica la posibilidad de perder la vida. Entonces, la lógica sacrificial como fundante del vínculo está y requiere de cierta idea de trascendencia. Si no, no se sostiene.
¿Cómo se construye esa idea de trascendencia cuando las funciones de las Fuerzas Armadas hoy tienen un papel más burocrático?
Está la idea de que los militares no hacen nada, porque cuando están haciendo algo, lo que hacen son levantamientos y golpes militares. Pero hay que entender que son instituciones burocráticas y con lógica burocrática. Por lo tanto, al no haber conflictos bélicos, lo que hacen es mantenerse: limpieza, formación constante, entrenamiento. Eso se lleva los días en general, con las diferencias de si se está en un cuartel en Campo de Mayo o en un paraje en la Patagonia o el norte del país.

Desde este conocimiento, ¿puede decir que hoy ya no sería posible un golpe militar?
No puedo decir si es posible o no, pero sí que hay una sintonía con la sociedad: la institución militar es una fuerte caja de resonancia de lo que sucede afuera. Los golpes de Estado siempre han sido expresión no de el autoritarismo de los militares, por otra parte totalmente cierto, sino que han sido expresión de deseo y demanda de muchos y amplios sectores de la sociedad. Y cuando no es así no duran ni medio día: como ejemplo, valen los carapintadas. Es muy difícil que existan militares golpistas en sociedades no golpistas.