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El ojo clínico de una niña

Periodista:
Sin Autor
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Seguramente es más fácil para un niño imitar a un adulto que para el adulto realizar la operación opuesta. Ya lo advertía Silvina Ocampo: los chicos son simples y directos, y por más que uno se esfuerce es difícil alcanzar esa perfección. Laura Alcoba, sin embargo, logra con La casa de los conejos -su ópera prima- ubicarse del lado de la excepción. Como en las películas de Yasujiro Ozu, en donde la cámara invariablemente se coloca a la altura de los ojos de un niño, la autora es capaz de sostener a lo largo de la novela el registro infantil sin que le tiemble la voz.

En La casa de los conejos , Alcoba narra su experiencia de vida clandestina junto a su madre y un grupo de peronistas revolucionarios de izquierda durante fines de 1975 y principios del 1976. La historia está enmarcada por una suerte de prólogo o carta de intención y por un "epílogo" en el que se resume de manera escueta el destino de los personajes. Una verdadera crónica de muerte anunciada de la que ella y la madre pudieron azarosamente escapar.

A pesar del fuerte valor testimonial del relato -la protagonista vive varios meses en el domicilio que ocultaba la principal imprenta de los Montoneros-, la novela no cae en la predecible idealización de la lucha armada ni en la demonización de la dictadura. Hay más bien un ojo clínico, o de entomóloga en ciernes, capaz de diseccionar la realidad con una crudeza pasmosa. Por ejemplo, cuando visita al padre en la cárcel, acompañada por sus abuelos, a la niña la impresionan más que ninguna otra cosa los senos de la abuela durante la requisa. "Es verdad que se parecen más a bolsas que a pechos de mujer y que a uno le cuesta creer que semejante masa sea solo de carne." Pero esto no significa que estemos frente a un monstruo prodigio. Se trata de una niña perfectamente normal, honesta, egoísta ("Entiendo todo muy bien, pero no pienso más que en una cuestión: la escuela. Si vivimos escondidos, ¿cómo voy a hacer para ir a clase?") a la que le ha tocado lidiar con el peso del secreto, la reclusión, la identidad mentida y el terror a ser descubierta. "Me pregunto cómo hemos podido entendernos tan mal", se lamenta la protagonista en el capítulo primero haciendo referencia a sus padres, esos padres militantes que la obligan a conciliar la merienda con la limpieza de armas: magistral puesta en abismo del problema mayor (la infancia y la revolución bajo un mismo techo) que podría inclusive enriquecer el catálogo de modos de convivencia que Roland Barthes propuso en su seminario Cómo vivir juntos .

La nacionalidad de la autora, el lugar -La Plata- en que transcurre la historia y la ajustada traducción de Leopoldo Brizuela invitan a olvidar por completo que La casa de los conejos fue escrita en francés. Sin embargo, tanto la elección de narrar en su segunda lengua como la de hacerlo desde la perspectiva de una niña de siete años no son temas menores sino una manera eficaz de tomar distancia y ampararse en el ecuménico terreno de la ficción. Y esa distancia, a veces brutal, convierte de algún modo a la protagonista en una extranjera que por momentos, en su incorruptible literalidad, trae a la memoria a aquellos corresponsales de las falsamente inocentes Cartas persas de Montesquieu. Claro que mientras estos últimos no podían escapar de las limitaciones propias del género epistolar, aquí el ritmo ágil de la prosa, las astutas elipsis, los personajes apenas delineados, el suspenso, el narrador como "detective" que termina por descubrir al delator y el flirteo con "La carta robada" de Poe acercan La casa de los conejos al género policial. Con la diferencia de que en las novelas policiales casi nunca quedan cabos sueltos y en este libro, en cambio, el final no puede ser más abierto: Clara Anahí Mariani, la recién nacida que desapareció el día que la imprenta cayó en un operativo del Ejército y sus moradores fueron asesinados, aún no sabe quién es.