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Héroes y víctimas en la tragedia moderna

Periodista:
Michael Krüger
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Qué mueve a un crítico a interesarse por algunas obras, autores, temas o problemas? Si la respuesta a esa pregunta suele llevar a algunas fórmulas estereotipadas, la originalidad de Raymond Williams consistió en responderlas desde la propia experiencia, aun cuando eso significara ir a contramano de los moldes académicos institucionales. Eso explica que un libro sobre la tragedia moderna pueda estar escrito en primera persona y que un pequeño desastre, una pérdida familiar, una carrera destruida o un choque en la calle funcionen como disparador inicial para preguntarse por esa “clase especial de arte dramático para el cual se puede trazar una complicada continuidad histórica de veinticinco siglos”. Un sistema de valores que coloca en primer plano las experiencias vitales explica la estructura de Tragedia moderna (Edhasa) libro que relega a la segunda parte el análisis de las obras literarias, es decir, las tragedias. En efecto, la tensión entre experiencia trágica y literatura trágica es el núcleo fundacional de su planteo. Remontar la continuidad histórica de la tragedia a lo largo de varios siglos, interpretar textos clásicos y modernos no es, por lo tanto, para Williams un problema estético o histórico sino una exigencia vital, la necesidad de una respuesta a los interrogantes a los que nos enfrenta la vida.

Esa tensión es también la del crítico cultural y el crítico literario que conviven en Williams. Como en Cultura y Sociedad , en Tragedia moderna Williams aborda obras literarias canónicas con el objetivo de discutir las interpretaciones que la crítica literaria ha asumido como válidas. Desde Ibsen a Miller, desde Strindberg a Tolstoi, pasando por O’Neill, Tennessee Williams, Lawrence, Chéjov, Pirandello, Ionesco, Becket, Camus, Sartre y Brecht, el libro acumula lecturas críticas de autores notables. Si en Cultura y Sociedad recorre la historia de la literatura inglesa, aquí adopta un punto de vista que desborda la narrativa nacional para ubicarse en el origen de la tragedia moderna y su devenir histórico. Pero en ambos libros se ubica en el punto de inflexión entre crítica literaria y crítica cultural. Si la primera tiene como principal función la conformación o discusión de un canon, la segunda pone en suspenso las jerarquías estéticas con el objetivo de restablecer las relaciones entre literatura y sociedad.

Resulta notable que un libro de estas características se traduzca por primera vez al español, casi cincuenta años después de su primera edición inglesa. Como lo hace su traductora y prologuista Camila Arbuet Osuna, cabe preguntarse en qué medida este olvido voluntario se debe a la incomodidad del texto. Williams discute una hipótesis recurrente que sostiene la imposibilidad de la tragedia en el mundo moderno como consecuencia de la secularización del destino y del conflicto entre las formas sociales primitivas y el nuevo orden social. La paradoja entre una teoría que niega la posibilidad de la tragedia y una experiencia que demuestra la vitalidad de la literatura trágica a lo largo del siglo XX, es para Williams consecuencia de una ideología que esgrime un cuerpo de obras del pasado como un arma para rechazar la cultura actual. La incomodidad, por lo tanto, tendría su origen en cómo Williams denuncia el carácter fuertemente ideológico de una crítica que rechaza la aceptación de nuevas obras en nombre de valores arraigados en un conjunto de obras del pasado. Pero también es posible imaginar la incomodidad que puede producir entre los lectores habituados a pensar a Williams como uno de los fundadores de los Estudios culturales británicos, al constatar el modo en que sus reflexiones más personales se aplican aquí a los objetos de más alto valor simbólico y no sólo a la incorporación de objetos culturales novedosos o bastardos.

La traducción de este libro completa un arco de intereses muy amplio que incluyó novela, drama, prensa, tv y medios. Y también permite discutir la hipótesis de que la operación de los estudios culturales consistió en un movimiento inclusivo, de incorporación de las “otredades culturales”. Williams no se limitó a incluir nuevos objetos al campo de análisis cultural, sino que se propuso revisar las hipótesis con las que se habían interpretado los objetos considerados por la crítica.

 

Conflictos en el tiempo


Williams hace un intento por revisar la historia de la tragedia desde el mundo clásico hasta el siglo veinte, a partir del presupuesto de que se trata de una tradición –y en tanto tradición, activa en el presente– en la que se expresan las disputas ante los cambios en las estructuras del sentir de cada época. De allí que la tragedia griega resulte inimitable ya que pertenece a una determinada estructura del sentir que ya no es la nuestra. Y el único período en el que parece haber desaparecido fue durante la Edad Media, cuando la tragedia se comprendió antes como narrativa que como drama. La narrativa clausuró la acción y no puede haber tragedia en un mundo inmutable.

Si la inestabilidad y el cambio son uno de los problemas clave del libro, el otro es el de las jerarquías sociales. El rango en la tragedia permitía que el destino de un hombre coincidiera con el destino del reino. En la persona de Agamenón o Lear el destino de una casa real estuvo literalmente actuado, dice Williams. En el mundo antiguo, además, el reino era al mismo tiempo una institución social y metafísica, de allí que resultara inevitable que esta definición fuera rechazada por la sociedad burguesa donde el individuo no era ni el Estado ni un elemento del Estado, sino una entidad en sí misma. Pero la idea de que unas muertes importan más que otras –las muertes del esclavo o el criado ciertamente no eran trágicas– era inaceptable para la cultura de clase media desde la que Williams escribía. La extensión de las categorías trágicas a una nueva clase en ascenso generaba rechazo porque era una sociedad donde la tragedia del ciudadano podía ser tan real como la tragedia de un príncipe. En este proceso, Williams ve tanto una pérdida como una ganancia: por un lado, el sufrimiento del hombre sin rango podría ser observado más seria y directamente pero, por otro lado, al poner el acento sobre el destino de un individuo se perdió el carácter general y público de la tragedia. El cambio y la estabilidad afectan el orden porque el orden, en la tragedia, es el resultado de la acción y no meramente el fondo sobre el cual las acciones se desarrollan. ¿Cómo afecta esta hipótesis a las diferentes etapas que atraviesa la tragedia? En el siglo XVIII, por ejemplo, se concibió la naturaleza humana como estática. El error moral se expresaba en la gran tradición del pensamiento cristiano y humanista, pero dentro de los limitados dogmas de una expansiva y complaciente sociedad de clase media.

Sin embargo, la gran tragedia no parece ocurrir, ni en períodos de estabilidad ni en períodos de conflicto abierto y decisivo. Para Williams, su contexto histórico más común es el período que precede a la ruptura y transformación sustancial de una cultura importante. Su condición es la tensión real entre lo viejo y lo nuevo (una frase que rememora el modo en que Williams interpreta la puja por incorporar las novedades técnicas en sociedades con costumbres muy viejas). En la tradición de la izquierda se desarrolló además la idea de tragedia como la encarnación concreta del conflicto entre las formas sociales primitivas y el nuevo orden social. Así, la tragedia renacentista apareció como el símbolo del conflicto entre el feudalismo agonizante y el nuevo individualismo. Pero no todos estos conflictos conducen a la tragedia. Sólo cuando cada lado encuentra necesaria la acción.

Para Williams el tiempo de la revolución es un tiempo de violencia, dislocación y sufrimiento extendido que nuestra sociedad tiende a naturalizar como una tragedia. A pesar de todo, cuando los acontecimientos devienen historia, son observados de forma bastante diferente. Muchas naciones buscan bajo sus revoluciones su propia historia como una era de creación y vida, ahora mucho más preciosa. En ese caso, el suceso de la revolución deviene épica y no trágica y se convierte en un valorado modo de existencia porque es el origen del pueblo. Cuando el sufrimiento se rememora, en ese contexto, es rápidamente honrado o justificado. Aquella revolución particular, decimos, fue la condición necesaria para la vida. Pero las revoluciones contemporáneas, en cambio, son por supuesto muy diferentes. Solamente la generación posrevolucionaria es capaz de semejante concepción épica. En la revolución contemporánea, el detalle del sufrimiento es insistente ya sea como violencia o como la reorganización de la vida por un nuevo poder en el Estado: “Así como hemos reducido la tragedia a la muerte del héroe, así hemos reducido la revolución a una crisis de violencia y desorden”, observa Williams.

Ese lento proceso que da origen al título de uno de sus libros más célebres – La larga revolución – es descripto aquí como una experiencia local y esperanzadora, en el mejor de los casos pero también como una sostenida falsa conciencia, en el peor. En la Europa de posguerra –a lo que nosotros podríamos agregar sin forzar excesivamente el planteo las transiciones post dictatoriales o procesos de paz como el que atraviesa Colombia en la actualidad– la violencia es siempre una amenaza latente y “hacer la paz” se vuelve un valor fundamental para el que las sociedades que han atravesado esas experiencias traumáticas no ponen condiciones. Pero eso implica llamar paz a lo que no es paz, dice Williams: “Esperamos que el hombre brutalmente explotado e intolerablemente pobre descanse y sea paciente en su miseria porque si ellos actúan por el final de su condición ésta perturbará nuestro descanso, amenazando nuestra convivencia o nuestra vida”. Se denuncia la identificación entre guerra y revolución con peligro trágico, cuando el peligro trágico subyacente a la guerra y a la revolución es el disturbio que ponemos en acto. Así, agrega, hemos visto transformarse el héroe trágico en víctima trágica y la extensión del humanitarismo como ideología, lo que significa la reducción de lo social a lo individual. El humanitarismo expresa la simpatía y la compasión entre personas privadas, pero excluye tácticamente cualquier posible concepción de sociedad y desde allí cualquier perspectiva clara de orden o justicia. Cuando decimos que la experiencia trágica es irreparable, porque la acción cae en picada hasta que el héroe está muerto, estamos tomando a la parte por el todo, al héroe por la acción. Pensamos a la tragedia como lo que le pasa al héroe, pero la acción trágica básica es aquello que pasa “a través” del héroe.

El momento trágico para Williams es aquel en el que no podemos reconocer la crisis social como trágica, el momento en que los hechos sociales conflictivos están atrapados en una ideología que cancela el sufrimiento cuando puede ponerle un nombre o encontrar un género literario y cultural que lo exprese apropiadamente.