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Un autor para descubrir: Félix de Azúa

Periodista:
Eduardo Antín
Publicada en:
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Elogio de la pedantería

Por Quintín para Diario Perfil

 

En 2010 se publicaron dos libros de Félix de Azúa. Uno de ellos, Idiotas y humillados, es la reedición conjunta de dos novelas de la década del ochenta: Historia de un idiota contada por él mismo y Diario de un hombre humillado (lo que prueba que con dos títulos ingeniosos se puede armar un tercero completamente aguado). El otro libro se llama Autobiografía sin vida y compone con los anteriores una involuntaria trilogía. Azúa (Barcelona, 1944) es un autor difícil de encasillar, pero inusualmente idéntico a sí mismo. Poeta, novelista, profesor de estética, columnista político, su prosa atraviesa los géneros sin diferenciarse demasiado: la autobiografía es ante todo una obra filosófica y las novelas son a su modo autobiografías. Pero es imposible leer una frase de Azúa sin reconocer su voz.


Ante todo, la de Azúa es una voz rotunda, arrogante, española. La pedantería es una práctica muy arraigada en la península, donde la tradición indica que cada escritor, intelectual, académico o periodista debe tener razón en cada frase que pronuncia, por lo cual el uso y abuso de la Verdad le permite al mismo individuo decir la última palabra sobre las corridas de toros y sobre el origen del universo. Azúa es un pedante a la española (y un poco también a la francesa), pero es un pedante que tiene algo interesante que decir y sabe decirlo. Tiene inteligencia, estilo y hasta se podría decir que tiene razón, además de que la gracia de los buenos fanfarrones es la escala en la que libran sus combates.

 

Azúa desprecia a sus semejantes, en especial a sus contemporáneos, lo cual lo hace de entrada un escritor atractivo. Pero su versión del desprecio no es la variante de autoayuda de un Houellebecq, sino una mucho más olímpica: aunque la obsesión que recorre su obra sea cómo salvarse de la sociedad moderna, el método que propone es filosófico y parte de la premisa de que deben archivarse los mitos con los que se crió su generación: la Revolución y el Arte.

 

En cuanto al primero, Azúa no tiene contemplaciones y lo liquida a la pasada en un párrafo mientras da cuenta de la evolución del mundo: “Nuevos y más destructivos demonios acudirán a habitar en nuestras ciudades abstractas, pero contra ellos careceríamos de defensas porque no creíamos en su existencia. En mi etapa de estudiante universitario, estaba yo persuadido de que Stalin y Mao eran humanos. Y de la facción benévola”. Con el Arte, las cosas son más complicadas. En Idiotas y humillados, Azúa muestra que el mundo de la cultura es malsano y luego que el mundo de la banalidad lumpen no es una huida que valga la pena. Pero Autobiografía sin vida condensa toda su obra y es un libro extraordinario. La tesis de Azúa siempre fue que el Arte murió de manera natural, por su propia evolución. “El Arte ha durado treinta mil años. No está mal”, dice con ironía y el libro traza en pocas páginas, precisas e inspiradas, una historia del arte desde la cueva de Chauvet en el neolítico hasta la Documenta de Kassel en 1972, después de la cual, siguiendo a Duchamp, “hay un montón de arte por todas partes pero ningún artista”.

 

Si la crónica del final de la pintura es magnífica, la del final de la poesía es magistral y recorre el camino del placer poético que se va alejando de su carácter físico para volverse indefectiblemente intelectual en la poesía moderna, preocupada por fijar sus leyes a la manera de la ciencia y volverse, como parte de la filosofía, “el último momento de abstracción y control de las palabras vivas”. Con Gil de Biedma, Azúa concluye que la actividad del poeta se ha terminado pareciendo a los deberes del colegio, “que pueden llevarte lejos y tener a los profesores contentos”. Aunque, definitivo inconveniente, “se hace difícil decir dónde queda el cerca de ese lejos”.