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Carlos Busqued comenta "De vidas ajenas"

Periodista:
Carlos Busqued
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Leí De vidas ajenas luego de terminar la escalofriante El adversario. Estas dos novelas, si bien exploran flancos distintos del universo de la experiencia humana, tienen mucho en común. El mismo Carrère lo explicita en un pasaje, señalando la distancia y el parentesco: “Era completamente lo opuesto a El adversario, en cierto modo su positivo. Sucedía en la misma región, la gente vivía en las mismas casas, leía los mismos libros, tenía los mismos amigos, pero por un lado estaba Jean-Claude Romand, que era la mentira y la desgracia personificadas, y por el otro Juliette y Étienne, que en el ejercicio del derecho y la prueba de la enfermedad persiguieron sin tregua la justicia y la verdad. Y había una coincidencia que me inquietaba: la enfermedad de Hodgkin, el cáncer de que Romand fingía estar aquejado para dar un nombre a la innombrable cosa que habitaba en él, es la que Juliette, más o menos por la misma época, padeció de verdad".

 

El protagonista de El Adversario viene, decididamente, del lado oscuro: Jean Claude Romand, estafador, enfermo existencial, falso médico y asesino de su familia. Entrar en su historia es descender a la fosa abisal del espíritu humano. Romand es un vacío lleno de mentiras y engendra la desgracia. Por el contrario, la gente que habita De vidas ajenas es infinitamente más agradable: europeos burgueses y bienintencionados que pasan sus vacaciones en Sri Lanka y resultan víctimas del Tsunami de 2004, jueces progres que defienden a pobres diablos estafados por las empresas de crédito. Buenas personas que enfrentan las tragedias que les caen encima, luchan contra ellas y, algunos, incluso las superan. Sin embargo, la experiencia de lectura que proporciona De vidas ajenas es igual de intensa: hay algunas páginas que las leía y me daba cuenta de que estaba agarrando fuerte las hojas, arrugándolas un poco. Y eso es porque las dos novelas terminan hablando de lo mismo. Porque más allá de las diferencias, el núcleo de ambas novelas tiene que ver con el fondo mismo de la existencia humana y el helado, desesperado momento en que la verdad de una persona sale a la superficie.

 

Carrère es de los primeros escritores que conozco que se hacen cargo del universo que la ciencia nos ha legado. Hay en sus personajes, en la gente que habita sus libros, una soledad cuántica. Aún quienes acompañan y ayudan en la desgracia, aún quienes reciben el apoyo y el amor de los suyos, aún ellos están solos. Solos de la soledad que deviene del principio de incertidumbre de Heisemberg: todos estamos dentro de la jaula de nuestra percepción y lejos de conocer al mundo y las personas que nos rodean, nos tenemos que conformar con lo que llegamos a ver. La existencia es un devenir en el que no caben conceptos como “sentido” o “justicia”. Surgimos de la casualidad atómica y habitamos un universo que se expande en el vacío sin otro futuro que la destrucción. En el medio de ese sinsentido, las partículas humanas chocan caóticamente entre sí, permaneciendo juntas un breve tiempo hasta el momento inexorable en que alguna de las (muchas) fuerzas más allá de su control las separa. Provoca ternura en esta novela aproximarse a las partículas que, fugazmente juntas, pensaron: es para siempre.