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La voz de los otros

Periodista:
Pablo Chacón
Publicada en:
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Por Pablo Chacón - Revista Ñ

 

En diciembre de 2004, Emmanuel Carrère y su mujer pasan unos días de vacaciones en Sri Lanka. “Me acuerdo de que, la noche antes de la ola, Hélene y yo habíamos hablado de separarnos, no era complicado: no vivíamos bajo el mismo techo, no teníamos hijos en común, hasta podíamos pensar en seguir siendo amigos; sin embargo, era triste”; un año y medio antes se habían prometido amor eterno, más hijos, una vida en paz, esos tópicos que los partenaires usan como talismanes contra el acecho del tedio o el deseo. El tsunami que arrasa buena parte del sudeste asiático, milagrosamente, no los afecta, tampoco a sus hijos, uno de cada uno, de matrimonios previos. Testigos de ese estruendoso fenómeno natural, amigos ocasionales de un matrimonio francés que acaba de perder a su hija en el torbellino del mar, suspenden las quejas y la insatisfacción neurótica casi sin quererlo ni decidirlo, obligados a formar parte de un colectivo de sobrevivientes desorientado, aplastado por la violencia de lo que se había ido acaso para no volver nunca más. Carrère decide contar la experiencia de su regreso al mundo de los vivos tiempo después de cruzarse otra vez con la muerte, en esta ocasión de su cuñada, seis meses después de los episodios en Indonesia. “En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido”.

 

 

El libro cae como una piedra en el tenderete del humanismo contemporáneo que imagina haber encontrado gobiernos que a fuerza de golpes precisos y exclusiones masivas, se impone por la prepotencia del asistencialismo clientelar. Decir que los afectados de los que se ocupa Carrère son burgueses de los países centrales, es decir una verdad a medias: la muerte (colectiva, singular) es refractaria a la persecución de la policía sanitaria, trastorna las categorías de clase sin enseñar nada, sin transmitir nada y en un mundo de ateos ilustrados, sin consuelo de trasmundo; así, en los playones improvisados de Indonesia, se apilan los cuerpos sin identificar; y está el cuerpo único, soberano, minusválido, expuesto al samaritanismo que no cuenta –eso cuenta Carrére– cómo se las arregla para seguir viviendo sin ilusiones.

 

Carrère consigue un libro sin estridencias y sin autocompasión, es un escritor que desaparece en la voz de los otros: Jerome y Delphine, padres de Juliette, a quienes junto con Hélene, su mujer, Carrère acompaña en cada una de las peripecias y búsquedas en las islas, hasta dar con el cuerpo de la jovencita. El padre de Delphine domina una escena atestada de lugareños y turistas que se quiebran y desarman a cada paso que dan entre escombros y hospitales. Delphine y Jerome tendrán que enfrentar un duelo que ya empezó; el narrador elude presentarlos como víctimas, pero asoma en su relato un momento donde Delphine mira a Hélene, que Carrère tampoco elude: “Delphine les siguió con la mirada (a Hélene y a su hijo sobreviviente), ¿Qué pensaría? ¿Que a su niña, a la que mimaba y arropaba tan sólo cuatro noches antes, ya no la mimaría ni arroparía nunca más? ¿Que ya nunca más se sentaría en la cama para leerle un cuento antes de dormir? (...) ¿Cómo es posible que esta mujer apriete contra ella a su hijo mientras que mi pequeña está toda fría y no hablará ya nunca ni volverá a moverse? ¿Cómo no odiarles, a ella y a su hijo?”.

 

 

De esa materia poco piadosa está construido este texto que empieza a tomar forma en la cabeza de un escritor para quien sus personajes eran objetos de estudio o condena, pocas veces singularidades susceptibles de ser atacadas también por la vileza y la arrogancia. Carrère encuentra una cantera que la literatura permitirá convertir en una reflexión sobre la banalidad del mal, el azar que obliga a un sujeto a cambiar de posición y en su caso, a revisar su perspectiva de escritor, procedimiento que tal vez empiece con El adversario. Carrère encuentra su estado de excepción.

 

Porque hasta ese momento es un escritor de vida más o menos disipada, un posible camarada de ruta de Houellebecq y Beigbeder, drogadicto módico, mujeriego, mundano, a la busca continua de aprobación, pero demasiado agobiado por el peso del mundo, el desaliento y la desesperación que supo escuchar y pasar al papel en El adversario, esa crónica de una existencia insólita, mitomanía criminal compuesta sin fisuras hasta el acto final que le reveló que una vida imaginaria también es una vida, y que la connivencia con esa vida quizá esconda una mala fe de la que ya nada podrá saberse. Carrère nunca es un periodista, es un obsesivo que frente a un condenado se busca a sí mismo, tanto como frente a un mar de plomo, y a los nuevos interlocutores que conoce después de la desdicha, al punto de entender que su manía, que en este libro destaca en varias oportunidades, no es más que una forma de tomar el mundo como prolongación de sus culpas. Eso se hace evidente cuando la hermana de su esposa, Juliette, muere por la recidiva de un cáncer, dejando a Patrice, su marido, en una oscuridad que Carrère ilumina, como hace con los padres de Hélene y sus sobrinas. Y sobre todo con un compañero de trabajo de la muerta, Etienne, juez de instrucción, amigo de Juliette, baldado como ella, con quien el escritor pasa horas, días, hablando y reconstruyendo esa amistad sin quejas, sin sexo, sin culpa; esa muerte que Etienne, alegría de momentos compartidos, complicidad, es quien mejor encaja. Ajeno a sí mismo, Carrère se ocupa de las vidas ajenas como un entomólogo que se ocupa de unas criaturas de las que pretende saber cómo pueden, cómo sostienen esos saberes de frente al azar inescrutable, si fuera el caso. Carrère es un antropólogo del recuerdo. Cada vida repite todas las vidas, incluso las malogradas. De vidas ajenas es un libro sobre la muerte, la amistad, el dolor. Y sobre la metamorfosis de un escritor de existencia impostada. Así, testimonio de una mutación que no es la del sobreviviente sino la de la potencia de salir de la ajenidad de sí mismo, esa otra manera de cultivar un egoísmo sano, vivido en común o, como diría Scott Fitzgerald, avanzando “como barcas contra la corriente, arrastrados de forma incesante hacia el pasado”.