Riverside Agency

Realizar una búsqueda avanzada +

Ingresar

¿Olvidó su contraseña? Haga click aquí

La identidad como liberación

Periodista:
María Bjerg
Publicada en:
Fecha de la publicación:
País de la publicación:
  • Descripción de la imagen 1

Entonces, contaba con una austera calma cómo había desandado el camino desde su adultez hacia sus orígenes a través de una infancia en la que su identidad (que es mucho más que el nombre de una persona) había sido vulnerada. Con el descubrimiento de sí misma, María Sol, a quien su apropiador le había enseñado que llorar era un signo de debilidad, se transformó en Victoria, una mujer que al enfrentar su difícil tránsito descubrió al llanto como fortaleza y a la memoria como liberación. Recientemente conocimos los detalles de la última estación del peregrinaje de Victoria: la identificación de los restos de su padre desaparecido durante la última dictadura militar.

La historia de Victoria Montenegro la hermana con otras infancias signadas por ese mismo periplo -el largo viaje desde el desconocimiento hasta la verdad- en las que el viaje no fue sólo un recorrido interior, sino parte de los desgarros y desprendimientos causados por las luchas políticas y las guerras.

Como parte de la investigación para mi libro El viaje de los niños (Edhasa), el año pasado -al mismo tiempo que la sociedad argentina escuchaba el relato de Victoria Montenegro- conocí a Rose, una mujer judía que me confió la historia de su infancia transcurrida en Bruselas durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial. Rose había nacido en París unos meses antes de que los alemanes ocuparan Francia. Tenía tres años cuando las banderas nazis se desplegaron desafiantes por toda la ciudad, y sus padres emprendieron el cruce clandestino de la frontera en busca de la ayuda de unos parientes que vivían en Bélgica. Aunque allí también estaban los nazis, a los padres de Rose los impulsaba la esperanza de conseguir documentos falsos que les permitieran confundirse entre los belgas. Pero los nuevos nombres resultaron ser menos seguros de lo que esperaban. Un buen día, una de las tías de Rose y su pequeño hijo de cinco años (que también tenían documentos falsos) fueron capturados en una razia nazi. Fue entonces cuando los padres de Rose decidieron desprenderse de ella para entregarla a manos extrañas, dándole una nueva identidad que la pondría a salvo del destino de su primo. Tenía tres años cuando se transformó en Anette Lefevre y fue escondida por una familia belga en las afueras de Bruselas. Le enseñaron que el silencio era su principal resguardo, y el olvido, su salvoconducto.

La de Rose es una de las historias de los miles de niños judíos que fueron despojados de su identidad para protegerlos de una deportación segura en manos de los nazis. Durante la ocupación alemana, el nombre se transformó en una marca peligrosa. Entonces, en países como Bélgica y Francia, los hijos de judíos fueron escondidos por las organizaciones de la Resistencia en conventos católicos o con familias voluntarias, se les asignó un nuevo nombre y, en muchas ocasiones, recibieron el bautismo católico. Cuando la guerra terminó, esos niños recuperaron su nombre y los más afortunados se reencontraron con sus familias. Sin embargo, muchos de ellos debieron ser internados en orfelinatos o entregados en adopción porque sus padres habían muerto en los campos de exterminio.

También durante la Segunda Guerra, algunos niños fueron evacuados hacia zonas rurales y entregados por sus padres al cuidado de extraños para ponerlos a salvo de las bombas que transformaban a las ciudades en pilas de escombros. Operaciones como la Pied Piper, iniciada en el otoño de 1939 por las autoridades británicas, son bien conocidas. En vigencia durante todo el conflicto, este plan de evacuación terminó relocalizando a más de 600.000 niños que, escoltados por un ejército de maestros, fueron enviados a regiones seguras de Gran Bretaña y, en algunos casos, a Canadá, Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica.

Pocos años antes, los hijos de los republicanos de la Guerra Civil española habían sido puestos a salvo de las fuerzas nacionalistas en una multitudinaria evacuación hacia la Unión Soviética, Francia, Bélgica, México y la Argentina. Y aunque les habían prometido, como a los niños ingleses, una corta estada lejos de casa, el triunfo del franquismo los obligó a crecer como huérfanos en un exilio precoz.

En compañía de sus familias (o de lo que había quedado de ellas), una parte de esos niños llegó al puerto de Buenos Aires en la década de 1940. De esas infancias en tránsito me ocupé en mi libro, las historias de los niños que llegaron a finales de los años 1930 y durante la década de 1940, porque ése fue un tiempo de inmigración, pero también -y sobre todo- de refugio y exilio. Y en la urdimbre del relato de aquel país todavía permanecen silenciosos los pequeños refugiados. Aquellos que en su corto pasado habían vivido en un mundo de crueldad, en el que las evacuaciones y las persecuciones arrancaban a los niños de su mundo cotidiano para lanzarlos al vacío de un peregrinaje extenuante. Para algunos de esos niños -hijos de judíos que escapaban del nazismo o de españoles derrotados por Franco en la Guerra Civil- el peregrinaje terminó en Buenos Aires.

Entre ellos, Rose, que al final de la guerra dejó de ser Anette y se reencontró con los suyos. Sin embargo, la identidad se había transformado para ella en su nervio más sensible. Durante los años infaustos había aprendido muy bien a callar y, por eso, su memoria había quedado surcada de heridas. Aunque la salida de Europa hacia una tierra nueva encarnó una débil promesa de restauración de la infancia y, por qué no, de reparación, lo cierto es que con el tiempo Rose descubrió lo difícil que le resultaba gestionar sus recuerdos traumáticos. Comprendió que el silencio se le había impuesto como un modus vivendi desde el día en que fue transformada en Anette. Asediada por sentimientos ambivalentes, Rose escondió aquel tramo de su pasado, transformándolo en una dimensión de lo indecible.

Pero no olvidó, sólo acomodó sus recuerdos en un rincón oscuro de la memoria y los dejó sumirse en un profundo letargo. En la madurez, cuando empezaba a remontar la pendiente de una vida en la que el pasado pesaba mucho más que el futuro, Rose, como muchos de los niños escondidos, logró sacar a la superficie aquella experiencia infantil transformándola en un relato liberador. Al contarme su historia, se la estaba contando a sí misma con el urgente afán de inscribir definitivamente su identidad contra el olvido. Y ello fue posible porque otros niños escondidos comenzaron a hablar. Porque para poder relatar sus sufrimientos una persona necesita, antes que nada, de una escucha y de un contexto que permita integrar los recuerdos individuales en la memoria de una comunidad.

De manera paradójica, hoy que su niñez y la guerra europea han quedado tan lejos, Rose rememora su infancia en la misma época en la que la sociedad argentina corre el velo y pone al descubierto una historia reciente protagonizada por otros niños que también tienen herida la identidad. Dos momentos y dos contextos diferentes. De un lado, la intención de salvaguardar la vida; del otro, la irracionalidad de un odio desbocado. La voluntad de los padres de poner a sus hijos a salvo en manos extrañas enfrentada a la sustracción de menores. El cambio del nombre como solución temporaria frente la supresión de la identidad y el ocultamiento del pasado y de la historia individual y familiar.

En algún lugar, ambas historias se encuentran. Y ese lugar es el de las memorias subterráneas que, tras permanecer en silencio realizando su imperceptible trabajo, un buen día afloran de manera casi abrupta, exacerbada. Y lo hacen para liberar, para sanar.