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América Latina y el consenso de los commodities

Periodista:
Emiliano Guido
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—Tu novela transcurre en la Patagonia y describe un poder tan hostil como el clima del sur. ¿Fue deliberado retratar la geografía política donde se gestó el embrión del kirchnerismo, o te tentó hablar de ese territorio porque naciste en ese lugar?

—Escribo sobre la Patagonia porque es el paisaje en el cual me reconozco y al cual de modo indeliberado vuelven mis historias. Pero reconozco que no hay una, sino muchas Patagonias. O que la Patagonia tiene muchas imágenes y puertas de entrada. Por ejemplo, está la Patagonia barroca y cordillerana, con sus lagos y glaciares, la turística, for export, pero también está la Patagonia ventosa y desértica, la de la meseta árida y poco visitada. Está la Patagonia indígena, que recuerda el genocidio como marca originaria. También está la Patagonia trágica y obrera. Está la Patagonia rural, pero también la de los pueblos chicos y medianos, que constituyen la figura urbana predominante. Está la Patagonia de los viajeros y de los naturalistas; la Patagonia prehistórica; la Patagonia de los inmigrantes; la Patagonia argentina y chilena, la de los magnates extranjeros y de las grandes empresas trasnacionales; en fin, cómo olvidar, está también la Patagonia nazi. Mis relatos sitúan sus historias entre varias de estas imágenes de la Patagonia, aunque tengan como puerta de entrada la meseta. En mi primera novela el centro fue la Patagonia inmigrante. En esta segunda, está el pueblo chico, la meseta, las grandes empresas.

—Escribir una novela, con mucho subtexto político, ¿es un plan B para visibilizar los temas que te interesan o es un mundo, totalmente apartado, con leyes y espiritualidad propias?

—Aunque siempre escribí ficción, volví a ella con fuerza en los últimos años y ésta tiende a ocupar un lugar cada vez más importante en mi agenda de trabajo. Pero siempre aspiré a desarrollar un registro anfibio de trabajo. No creo en los etiquetamientos ni en aquellos mandatos inapelables que indican que uno debe dedicarse a una sola disciplina o campo del conocimiento y el arte. Lo particular es que en Donde están enterrados nuestros muertos siento que, por primera vez, la ficción se apoderó de ciertas zonas experienciales de mi vida que hasta ese momento me estaban vedadas: me refiero a mi conocimiento sobre el mundo popular, las luchas sociales actuales, la megaminería, entre otras cuestiones. La cuestión de la "actualidad" de determinadas problemáticas toma un lugar central, insertando un registro profundamente político en la novela. Eso no quiere decir que la novela esté determinada por mi trabajo como socióloga. No hay plan B. La literatura y el devenir de sus historias tienen un recorrido propio, autónomo.

—¿Cómo se piensa Plataforma 2012 en términos políticos? ¿Como la primera estación de algo más grande, o el objetivo es ser parte del debate de ideas?

—Plataforma es un espacio colectivo que nuclea a intelectuales y trabajadores de la cultura de distintos ámbitos, provenientes de diferentes tradiciones de la izquierda contestaria y que surgió de la convicción de que era necesario crear una voz independiente de los diferentes poderes sin caer en el peligroso juego de los reduccionismos y las polarizaciones descalificadoras que tienden a encapsular el debate en una disputa entre posiciones pro K y anti K. En esta línea, Plataforma 2012 aspira a profundizar ciertos debates, tres de los cuales han sido insistentemente subrayados en nuestros pronunciamientos: desigualdades, vínculos entre gobierno y grandes corporaciones, y violación de derechos básicos hoy. En este sentido, no nos interesa plantear un "debate entre intelectuales" como cierta lógica mediática quiso instalar. Más bien nos planteamos debatir abierta y públicamente los grandes temas nacionales y que comprometen el presente y el futuro del país. En estos momentos estamos dedicados a la construcción del colectivo como un espacio plural, democrático, heterogéneo, sin hegemonías ni vedetismos personales. Para ello, ya hicimos dos asambleas generales, dimos a conocer unos siete pronunciamientos sobre diferentes problemáticas y ahora empezamos a organizar encuentros debates, con la idea de abrir el juego a una discusión mayor.

—Muchos de tus artículos y opiniones critican el modelo extractivista en América Latina. ¿Hacés alguna diferenciación entre los gobiernos del alba y los del Mercosur en este aspecto de la agenda?

—En primer lugar, mis trabajos hablan del pasaje del Consenso de Wa­shington al consenso de los commodities en América Latina. El consenso de los commodities implica una base común entre aquellos países con gobiernos progresistas y los neoliberales: la extracción y exportación de materias primas, sin valor agregado, y a gran escala, hacia los países más poderosos. De esto se desprenden varias cuestiones: entre ellas, la consolidación de un modelo de desarrollo neoextractivista, que acepta como destino la idea de América Latina como exportadora de naturaleza, minimizando los impactos sociales, territoriales ambientales, sanitarios y políticos que pueda tener este proceso, más aun en el marco de una crisis ambiental y civilizatoria. Otro de los elementos en común es una concepción productivista del desarrollo que viene de la mano del discurso global. Éste tiene eje en nociones como desarrollo sustentable –aunque en su versión "débil"–; responsabilidad social empresarial y gobernanza, y supone una alianza estratégica con las grandes empresas trasnacionales. En ese marco, por ejemplo, casi todos los países promueven mitos que asocian megaminería y desarrollo, megaminería y trabajo. No importa si la historia larga y los emprendimientos hoy existentes muestran que la megaminería está lejos de convertirse en un motor de desarrollo regional, o si ésta es más bien "capital intensiva" que "trabajo intensiva". Hay una fuerte producción sociodiscursiva que apunta a crear una narrativa centrada en el "progreso", el "trabajo", a fin de lograr la aceptación por parte de las poblaciones. Aun así, considero que el consenso de los commodities no trae aparejado un "discurso único", sino que instala un espacio de geometría variable, a partir del cual el Estado asume roles diferenciados, pero en el marco del reconocimiento de las grandes empresas como actores centrales. Así, el Estado aparece dotado de otras competencias, pero ya no es un megaactor como lo era en otras épocas ni tampoco su retorno es garantía de cambios reales. Sea que hablemos de los países pertenecientes al alba o al Mercosur, todo parece indicar que, más allá de las fuertes tensiones y contradicciones existentes entre movimientos sociales antiextractivistas y gobiernos neodesarrollistas, las políticas públicas están lejos de ser pensadas desde un paradigma alternativo, a la vez posneoliberal y posdesarrollista.

—Retomando la tesis del marxista egipcio Samir Amin sobre la necesidad de desconectarse de los centros de poder global o del modelo de acumulación dominante, ¿cómo puede América Latina replantear su modelo productivo si decide no ser sólo un granero de soja y minerales?

—Creo que estamos desperdiciando una oportunidad única, en la cual América Latina podría pensarse desde lo que Eduardo Gudynas denomina un "regionalismo autónomo". Ya que, si no es en un contexto de crisis global cuando los eslabones más débiles tienen mayores oportunidades de escapar a la lógica de hierro que parece imponerles el sistema-mundo, ¿cuándo es entonces el momento o la oportunidad histórica? Lo que sucede es que, más allá de la retórica centrada en la defensa de la soberanía, más allá de los discursos épicos y de la circulación de conceptos emancipatorios como "descolonización", "buen vivir", "justicia ambiental", "posextractivismo", "posneoliberalismo", "posdesarrollo", los gobiernos latinoamericanos, evidentemente, no asumieron el desafío de pensar de modo diferente la relación entre sociedad, economía y naturaleza; entre modelos de producción y modelos de consumo. n

Publicado el Jueves 28 de Junio de 2012

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