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La vida escrita

Periodista:
Fernando Bogado
Publicada en:
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Foto: Nora Lezano para Radar

La infancia es un lugar complicado para cualquier obra literaria. Es un país sin nombre, una región un tanto escabrosa en donde todo se mira desde la perspectiva del adulto –esa voz que organiza los hechos y sopesa el resultado de ciertas decisiones, cosa que puede leerse en casi cualquier novela de iniciación– o en donde se cae en la fórmula absolutamente cerrada del relato infantil y su moraleja, ese silencioso adoctrinamiento que fanatiza a más de un niño y tranquiliza la conciencia de los padres. Pero claro, la lectura, además de ser un aparato de control, es también el primer lugar de la desobediencia, de la rebeldía, cosa que efectivamente se da cuando ese niño, casi sin quererlo, se topa con el libro que lo transformará en la bestia aparentemente controlada pero en última instancia salvaje que es el lector. Ese encuentro, la verdadera escena primaria, fue recuperado por Luis Gusmán en el discurso de apertura de la última edición de la Feria del Libro a partir de La infancia perdida de Graham Greene, libro desde el que afirmó que “un chico todavía no tiene otro pasado que el de sus lecturas”. Y es en otro libro, el último de su autoría, La casa del Dios oculto, en donde una serie de relatos que están entre la anécdota biográfica y el cuento de suspenso, entre la crónica y la más absoluta fascinación iconográfica, se despiertan precisamente a partir de una escena de infancia en donde el autor-narrador evoca el encuentro con un libro, uno sobre la Legión Extranjera, perteneciente al Polaco, un misterioso vecino cuya vida fascina tanto como el secreto texto.

Gusmán ha sabido cultivar una literatura que tiene a la infancia, el secreto y los libros como temáticas recurrentes. Desde El frasquito (1973), libro recibido con calurosa aceptación en su momento, muestrario de esa generación psicoanalítico-estructuralista nucleada en torno de la mítica revista Literal, pasando por La rueda de Virgilio (1989) y quizá terminando en el flamante La casa del Dios oculto, el autor ha sabido construirse una biografía fragmentaria pero no por eso menos insistente como lector y, al mismo tiempo, se desentendió de cualquier gesto autorreferencial en libros “con trama” como Villa (1996), El peletero (2007) o Ni muerto has perdido tu nombre (2002). Dos niveles que Luis Gusmán invoca y hace trabajar, verdaderos espíritus que lejos de tranquilizarse aparecen en un estilo que cada vez se aleja más de ese rasgo místico y visceral de los primeros trabajos para encontrarse con la reducción y prolijidad necesarias para contar una historia consistente, o mejor, absolutamente ajena.

En La casa del Dios oculto trabaja claramente sobre dos zonas: una relacionada con el mundo biográfico y otra sobre aquello que, con el paso del tiempo, pasó a definir como su interés por la trama. ¿Cómo ve que interactúan estos dos niveles en el libro?

–Me parece que hay una lectura y reescritura de tramas anteriores, llámese La rueda de Virgilio o incluso Los muertos no mienten, con todos esos géneros espurios. Y también, digamos, la cuestión de la anécdota: es un libro raro, escrito en dos registros, aunque me parece que consigue un equilibrio entre la escritura y la trama. Es raro porque a veces si la trama te toma y te subsume es necesario sacrificar la escritura. Uno no puede hacer hablar a todos los personajes igual en nombre de una escritura, de un estilo muy marcado, uno tiene que ceder en función de una trama o de un personaje con rasgos de vida totalmente diferentes. Es lo que me pasaba a mí en libros anteriores, donde era dominado o por la escritura o por la imaginación. Acá me parece que hay bastante economía, estos registros están muy separados. Lo que aprendí con los años es a renunciar a esa escritura y poder renunciar a una imaginación desbordante en función de la trama. Creo que es un libro arqueológico y actual, valga el oxímoron, algo que efectivamente mostrará todos los recursos desarrollados, recursos con los que fui escribiendo a lo largo de treinta años.

Pero lo biográfico también tiene un peso propio, mucho de la historia familiar aparece en este libro, y en el anterior, Los muertos no mienten.

–Indudablemente, lo biográfico también comenzó a ser parte de una trama. Es posible que en El frasquito, la biografía ficcionalizada (la madre muere más de una vez) es quizá más dispersa y su temporalidad es atemporal por el tratamiento del referente, por la escritura, por el peso de la infancia y lo mítico. En este último libro ambos registros más que correr paralelos o excluirse el uno al otro podemos decir que se implican el uno al otro. Hasta el más mínimo detalle del relato forma parte no de una anécdota sino que está al servicio de que progrese el relato. Cualquier minucia está destinada a crear un suspenso. Con respecto a lo biográfico, siempre tuve un límite para mi gusto: el estilo le pone un límite a la confesión. El estilo casi es un pudor. No son realistas esas partes autobiográficas. Pero es un libro, digamos, un híbrido, en un punto, y un muestrario en otro. Está la parte sagrada y después viene una parte de ficción, los tres cuentos finales. Allí trato de escribir como escribo ahora, digamos, donde la trama manda. Ya casi no puedo escribir sin trama, si no hay historia, si no hay comienzo. No puedo escribir sin personaje. La literatura argentina no abunda en personajes: Erdosain, Funes, Adán Buenosayres, Molina en El beso de la mujer araña, Villa, de los míos.

Con la reedición de gran parte de sus libros puede tener una perspectiva más global de unos treinta años como escritor. ¿Cómo ve su obra con el paso del tiempo?
La casa del Dios oculto. Luis Gusmán Edhasa 184 páginas

–El paso del tiempo es el lector más irrevocable. Qué es lo que va a sucumbir al tiempo y qué es lo que va a permanecer supera a las dos instancias que más se ocupan de esa cuestión: la crítica y la universidad. El lector futuro, esa masa singular, si se me permite el oxímoron, es impredecible. De alguna manera, la juventud de hoy lee El frasquito y lo encuentra hasta humorístico. Pensar que para mí era un libro dramático y para la crítica de mi tiempo era subversivo, transgresor. Los estados de lengua son provisorios, las lecturas son inestables. Son pocos los textos que permanecen como universales y trascienden su tiempo. En mis libros, la mitología siempre es la misma: espiritismo, personajes marginales, me parecen más bien personajes conradianos, digo, en el sentido de estar desafectados de la estructura, como en El peletero: no es que perdió un trabajo, perdió un oficio, perdió una manera de estar en el mundo. El frasquito yo lo escribí con la escritura que tenía, que después los protocolos de lectura o los malentendidos de la historia de la literatura eso lo hayan transformado en algo experimental o de vanguardia no era buscado, porque yo no disponía de esos elementos. Podría decir que, en un punto, La casa del Dios oculto es más de vanguardia si se trata de experimentar distintas escrituras en un mismo libro y distintos registros. En ese momento yo escribí El frasquito con lo que tenía, no tenía otra cosa. Me parece que no era poco, tiene la impronta del primer libro, de la vivencia, de la mirada infantil (no inocente sino infantil). Sigue siendo un libro muy disruptivo: no en términos de la sexualidad, ha sido comparado mucho con El Fiord de Osvaldo Lamborghini, porque estaban ahí, eran contemporáneos, pero me parece que son dos libros que no tienen nada que ver, son dos miradas distintas acerca del mundo: El frasquito no es vindicativo, tiene esa mirada infantil y el momento más disruptivo y subversivo es la manera en la que se mete con la religión. La religión, digamos, en un mundo de clase baja o media baja. Es un tema importante en mis libros: el espiritismo, el catolicismo y el evangelismo. Esos registros de escritura de El frasquito a Villa son un abanico, en el medio está En el corazón de junio, donde efectivamente yo creo que quedé muy demorado entre la imaginación y la escritura. Hay gente que me dice que es el libro que más le gusta, que es el libro más de vanguardia, para decirlo de alguna manera, pero yo tiendo cada vez más ahora a escribir con trama, y eso te limita bastante. Digamos, te limita en dos problemas: primero, la trama te subsume mucho la escritura, y segundo, cómo hablan los personajes desde el punto de vista de la verosimilitud. Uno podría despreocuparse de eso absolutamente, me pasa a mí ahora con el desarrollo de los libros que escribí, no es un canon. A veces agarrás una novela en donde hablan igual las mujeres y los hombres, lo cual te lleva al problema de cómo crear un personaje femenino, algo para nada sencillo. Yo creo que la Maga de Cortázar es en todo caso una creación del narrador o incluso de Oliveira, pero me es muy difícil describirla como una mujer, algo que sí consigue Puig en muchas de sus novelas, como Pubis angelical. Otro ejemplo: el monólogo de Molly Bloom al final de Ulises está más cercano a ser un ensueño de Leopoldo antes que cualquier otra cosa, y tengo argumentos muy consistentes para defender esta hipótesis. Yo dudaría si es el monólogo de este personaje o una fantasía pesadillesca de Leopoldo. Eso no me pasa con Ana Karenina de Tolstoi o Madame Bovary de Flaubert, en donde me parece que claramente hay una mujer hablando.

En varias oportunidades contó que, hasta la aparición de Villa, sólo era el escritor de El frasquito. ¿Qué le parece que pueda haber de novedoso, revelador o trascendente en estos dos libros para que marquen dos puntos tan importantes en su producción, como dos hitos?

–Primero, habría que diferenciar entre lo que pertenece a la recepción de los dos libros en el medio literario y lo que pertenece propiamente a la escritura. El frasquito irrumpió en un contexto dominado por las estelas del boom literario: una literatura monumental, monolítica, a pesar de la diferencia entre autores como Carlos Fuentes, Vargas Llosa, Cortázar y Roa Bastos, y los que quedaron como efecto, esquirlas de eso que llamo monolítico, escritores como Lezama Lima o Cabrera Infante, o el más grande: Guimaraes Rosa, pero escribía en otra lengua. Mi librito también se entrometía en otra zona literaria dominada por el realismo socialista, lo que Nabokov llama “el veneno del mensaje”. Por último, con la vertiente más degradada de cierto cortazarismo: la literatura lúdica. En esa constelación, El frasquito es un libro disruptivo, un libro mal hecho.

Con Villa sucede algo parecido, sólo que en otro contexto. Es una literatura llamémosla política respecto de lo sucedido entre 1976 y 1983. Lo que Jorge Panesi define acertadamente: “No hay, no hubo literatura ‘del Proceso’. Hubo, sí, literatura en ese totalitarismo que denominamos ‘Proceso’”. Lo primero es que Villa fue escrita en 1995, es decir, fue necesaria para mí una distancia temporal de los acontecimientos. Pero también es cierto que la novela cambia el punto de vista desde donde se venían narrando esos acontecimientos. La historia es contada desde el punto de vista de un colaboracionista, con lo cual la moraleja de una buena conciencia no está dirigida al lector desde la primera página. Es decir, Villa exige otro lector y por lo tanto otra lectura. En ese sentido, los dos libros se parecen: irrumpen en un estado de lengua de la literatura e imponen una diferencia. Si sobrevivirán más allá de esa coyuntura pertenece al azar.

¿Le parece que su obra ocupa un lugar específico dentro de la literatura nacional?

–Creo que hay escritores que escriben para una obra. Una especie de continuidad discontinua como el caso de Saer. En mi caso, yo escribo siempre libros diferentes aunque tengan una mitología en común, incluso un estilo. Si esos libros por acumulación construyen una obra, es algo que nunca busqué explícitamente. Respecto de la discusión en el campo literario, siempre la reservé para mis libros de ensayos. En ese sentido, desde sus títulos plantean una discusión posible: La ficción calculada, Epitafios. El derecho a la muerte escrita, o el próximo: Esas imbéciles moscas, se ocupan de distintas maneras de leer. Por ejemplo: qué lugar tienen los libros insignificantes que aparecen citados al pasar en los grandes libros, más allá de un detalle de verosimilitud que hace a la descripción de un personaje. Siempre con mis lecturas intento marcar una diferencia en el campo en que me sitúo. Otra cosa es que lo logre. Es una manera de leer que aprendí de los dos mejores críticos de la literatura argentina, dos escritores; Jorge Luis Borges y David Viñas. Mi vida como escritor siempre fue una: escribir. Si hubo un cambio fue que la escritura fue fluyendo. En el sentido en que hoy día no puedo pensar sino escribiendo. En los ensayos, a medida que escribo, encuentro el argumento: por supuesto, hay una reserva textual, flotante de lecturas. No se trata de inspiración sino de la fatalidad de la lengua. En la ficción, al comienzo eran imágenes, palabras, por lo tanto la escritura era más trabada y fragmentaria. Hoy, avanza a medida que avanza la trama cuyo motor principal es el diálogo que me controla, administra la escritura, a veces hasta el obstáculo.

¿Qué queda en la actualidad de la generación de la que formó parte con Osvaldo Lamborghini, Germán García, Héctor Libertella?

–Los escritores que nombrás disponían de un estilo propio. Cada uno con el suyo. Y en Literal, en ese sentido, nunca hubo homogeneización ni uniformidad de estilos, esa idea hubiera ido contra lo que la revista misma proponía como estética. Al respecto, hubo mucha confusión y malos entendidos. Nos acusaban de traducir en términos vernáculos las teorías que leíamos en la revista Tel quel y los textos estructuralistas. Literal irrumpió no sólo con escritores que imponían una escritura diferente respecto de las existentes, sino que creó un espacio literario de lectura para que esos textos pudieran ser leídos y formaran parte de la literatura argentina. Los prólogos de Masotta a Cuerpo sin armazón de Steimberg, de Germán García a El Fiord, de Ricardo Piglia a El Frasquito tenían la función, entre otras, de legitimar esos textos como literatura. No creo en las influencias directas. Pero sí creo que hay una literatura intersticial que se ubica en los huecos, y creo que Literal inventó huecos. Escritores como María Moreno y Antonio Oviedo publicaron en la revista. Sin duda, Daniel Link, Marcelo Cohen, Matilde Sánchez, Alan Pauls y Luis Chitarroni pudieron haber formado parte de la revista. También Daniel Guebel, Sergio Chejfec, Damián Tabarovsky y Juan José Becerra. Con la mayoría de ellos no tengo un trato personal. Hay gente que publica poco, como Fernando Fagnani, o una revista absolutamente ectópica como Siwa, de Marcelo Gargiullo. O los textos de María Martoccia, Jorge Consiglio, o una poética disruptiva como la de Luis Tedesco. Entre los más jóvenes, para mí, Flavia Costa, Mauro Libertella, Juan Incardona. Me doy cuenta de que la lista es extensa. Es posible que en los tiempos de Literal la cosa fuese más exigua. No se trata de que todos estos escritores me gusten de la misma manera, es que “su manera” de hacer o de leer la literatura podría ser una manera Literal. Seguramente he omitido algunos nombres pero siempre prefiero correr el riesgo de llamar a las cosas por su nombre antes que la neutralidad.

Este año abrió la Feria del libro, algo que claramente lo coloca en una posición particular: ¿cómo ve este evento respecto de su producción, ser un representante de la generación Literal abriendo la Feria?

–Ese acto fue una circunstancia que me alegró. En principio, dos de los escritores que nombré, Germán García y Ricardo Piglia, lo habían hecho antes que yo. En ese discurso de inauguración, lo que leí es un texto que podría haber figurado perfectamente en Literal. Basta leerlo. Sin duda, para un escritor es un reconocimiento. Hablé de lo que siempre hablo: de los libros que me marcaron. De una vida de libros. A lo largo de esta vida de libros, hubo y hay también una vida de revistas. En mi caso, prosiguieron más allá de mi juventud y de mi “trayectoria” como escritor: Literal, Sitio, Conjetural. Puedo decir perfectamente que, en última instancia, es una vida escrita.