Riverside Agency

Realizar una búsqueda avanzada +

Ingresar

¿Olvidó su contraseña? Haga click aquí

El quiosco de un desquiciado

Periodista:
Matías Serra Bradford
Publicada en:
Fecha de la publicación:
País de la publicación:
  • Descripción de la imagen 1

 

La Folie Baudelaire es un libro sobre el nacimiento de una escritura, sobre su método: cómo fue encontrando un poeta del siglo XIX una forma propia en el papel, cómo fue haciéndose camino en lo ignoto. Se trata de un tema en apariencia alejado en el tiempo, pero Roberto Calasso lo trae al presente por medio de un confiado trabajo de prestidigitación. Calasso hojea las páginas de la historia de la literatura y del arte, subraya, copia y toma asiento en la mesa de montaje. Traza elipsis e invita al lector a ensayar otras. Recorre la galería de la literatura y combina postales de su fichero como si fueran cartas de un tarot que ya cumplió sus vaticinios.

 

 

El autor de El rosa Tiepolo repasa cosas que no por más o menos sabidas han perdido interés: “Hasta Degas, era una razonable costumbre poner en el centro los sujetos de un retrato. Como también era una regla implícita que toda figura, aunque fuera secundaria, apareciera entera”. La Folie Baudelaire demuestra que los juicios –las apreciaciones estéticas– no tienen fecha de vencimiento cuando se hacen con la nariz clavada en el lienzo y arrastran una poderosa carga de percepción e imaginación.

 

Cuando cita a Baudelaire, capaz de epigramas como “el genio no es otra cosa que la infancia formulada con nitidez”, Calasso acentúa que era en el arte de la definición que el poeta sobresalía. A Calasso lo hipnotizan los axiomas. Si Jules Renard habla de “la frase pesada y como cargada de fluidos eléctricos de Baudelaire”, Calasso remata con lo siguiente: “Definición magnífica, propuesta por un maestro de la prosa seca, afilada y ligera en el umbral de su laboratorio”. A Calasso lo encandilan las sentencias levemente dislocadas. Esto lo lleva a veces a darle tinte de hallazgo a lo que es sólo una exclamación de asombro. El elogio –la ilusión– desmedido es para Calasso una tentación permanente: “Sobre Delacroix nunca se dijo una frase tan precisa ni de tan largo alcance”. En un extenso pasaje, comenta un sueño de Baudelaire, sin duda fascinante, pero no tanto como para llamarlo, como lo hace Calasso, “un cuento sorprendente. Acaso el más audaz del siglo XIX”. La hipérbole parece ser un método de conocimiento para Calasso, sobre todo cuando olfatea la cercanía de un misterio: “Esos botines rojos son la cifra secreta de Manet”. La divisa de Calasso parece ser la de Stendhal: “Estos secretos forman parte de esa doctrina interior que nunca debe ser comunicada”.

 

 

Calasso supone cosas en Baudelaire –como las supuso en Kafka y en Tiepolo– aventuradas, interpretaciones a menudo caprichosas, pero útiles, potentes. Está en las antípodas de lo que Baudelaire llamaba “la herejía de la enseñanza”. Su obra no pretende enseñar nada ni hacer otra cosa que no sea iluminar. De ciertas palabras fetiche de Baudelaire dice que forman casi un horóscopo. Calasso conformó uno propio en su debilidad por lo sinuoso, la ondulación, la desviación, el deslizamiento. Mario Praz adaptó el tono ensayístico inglés al italiano, y es lo que parece haber heredado su admirador Calasso, que a su vez define la frase de Baudelaire sabiendo que el aporte y logro más alto de cada escritor puede ser su fraseo: “Una de esas frases irresistibles, que surgen por todas partes –en una carta o un soneto– y con frecuencia son frases que nadie había conseguido decir, por algún obstáculo mental o fisiológico, por miedo a herir las convenciones y los géneros”.

 

Lo que estimula mejor la escritura no siempre es lo más afín o lo superior, pero Calasso elige lo superior y lo afín, y su escritura siempre encuentra en otros el puente imprescindible. Lo admite veladamente cuando se refiere a pasajes que Baudelaire tomó prestados de Stendhal: “Toda la historia de la literatura –la historia secreta que nadie estará nunca en condiciones de escribir sino parcialmente, porque los escritores son demasiado hábiles para esconderse– puede ser vista como una sinuosa guirnalda de plagios”. Según el autor de La ruina de Kasch, a Baudelaire le sucedía otro tanto: “No le interesaba inventar desde la nada. Sentía la necesidad de elaborar un material preexistente, un fantasma entrevisto en una galería o en un libro o por la calle, como si la escritura fuera ante todo una obra de transposición de las formas de un registro a otro”. Ya Baudelaire había confesado singulares correspondencias con Poe: “Vi, con espanto y arrobamiento, no sólo temas soñados por mí, sino también frases pensadas por mí y escritas por él, veinte años antes”. Más de un siglo después, Calasso tira una sonda y sus intuiciones son casi siempre certeras: “Cuando se lee a Baudelaire se tiene la impresión de que se está siguiendo un pensamiento más que una ocasional forma literaria”. En Calasso también, pero la diferencia entre uno y otro es que Baudelaire queda del lado de la literatura de los dioses y Calasso –no es poca cosa–, de la de los ángeles guardianes.


Fue el incomparable e incomparablemente volátil Sainte-Beuve, que de acuerdo con Calasso “se ponía nervioso y se volvía huidizo en cuanto sospechaba la excelencia absoluta de algunos de sus contemporáneos”, que encontró la fórmula y la imagen de la Folie Baudelaire, “un quiosco raro, muy decorado, muy atormentado, pero coqueto y misterioso”. En esa tienda de campaña colgaban los cuadros de Constantin Guys, un pintor de medio pelo que según Baudelaire “cada noche se lanzaba por la ciudad, vagando hasta tarde. Después, cuando todos dormían, dibujaba”. Esta característica debe haber tocado algún nervio en Baudelaire, y haber influido en su impulso por escribir sobre un artista de segundo orden, como sucede cuando peculiaridades que no tienen que ver con la obra elogiada para quien la admira sin embargo se diseminan en ella como por arte de magia. Y la elección de la isla St. Louis en medio de París habrá tenido bastante que ver con el terror de Baudelaire a poseer domicilio fijo, ya que ese lugar sobrenatural ha sido siempre una suerte de ninguna parte, de destierro interior. (Si se ve hoy, por la noche, la casa de Baudelaire en esa isla es la misma que hace un siglo y medio.)

 

 

Como Artaud, Baudelaire era un buen dibujante de sí mismo. Pero los mejores retratos –que parecen sacados ayer– se los hizo el fotógrafo pionero Nadar, y en ellos Baudelaire lanza una mirada que no tiene posibilidades de envejecer. (Que alguien pruebe sostenerles la mirada a esas fotos.) Lo que de pronto remite a un comentario de Calasso: “La enorme dificultad de acercarse al núcleo de la poesía de Baudelaire reside, para decirlo en una fórmula, en esto: nada en esta poesía ha envejecido aún”. Desde las sombras, Charles Baudelaire había advertido uno de los efectos mortales de la cámara de fotos: “El aparato confiere al instante, por decir así, un shock póstumo”. Y en el texto El reloj perjura que “los chinos ven la hora en el ojo de un gato”. El poeta explica que eso no es difícil, por la extrema sensibilidad de la pupila a la luz. Podría estar hablándole, al futuro, de sí mismo.

 

© Matías Serra Bradford, Diario Perfil