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Toda dedicatoria oculta a alguien

Periodista:
María Moreno
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En un reciente y necesario libro de Jorge Jinkis -psicoanalista que no escribe como psicoanalista pero tampoco sin que el psicoanálisis falte, o simplemente: uno de los raros intelectuales cuya referencia es el psicoanálisis- hay una propuesta osada. Luego de declarar que “el interlocutor sostiene nuestra palabras, que el destinatario orienta y hasta dirige nuestro discurso  dejando de lado algunas de las figuras institucionalizadas que puede adquirir el interlocutor y que imponen ciertas fórmulas o protocolos que burocratizan la palabra, el otro es nuestro fiador , aunque se trate del enemigo más íntimo”, Jinkis se pregunta: “¿Cambiaría nuestra apreciación de la obra si la conociéramos no ya por el nombre del autor, sino por aquel al que está dirigida?” Llamemos a La Crítica de la Razón Dialéctica con otro nombre , con el nombre de su dedicatoria ¿Nos acercaríamos al librero preguntando ¿Tiene a Simone de Beauvoir?”
Luego Jinkis -su libro se llama Violencias de la memoria- cuenta un simple chisme aunque lo avale con el decir de unos “lenguaraces” (traductores, personajes que circulan entre dos mundos, comentan infidencias o inventan lo que, al escuchar, los aburre, como la China Carmen de Mansilla, que, según su “biógrafo”, al traducir, hablaba de más o de menos, comprometiendo su fidelidad). Los “lenguaraces” habrían dicho que Sartre mandó editar algunos ejemplares con la dedicatoria a otra mujer,  “habría, pues, dos libros con distintos títulos pero exactamente iguales, lo que haría las delicias borgeanas”, agrega Jinkis. Después recuerda que Roberto Arlt le dedicó El jorobadito a una mujer y El amor brujo a otra  aunque, sospecha, también estuviera dirigido a la primera. Es fácil concluir entonces que una cosa es  dedicar y otra dirigir. Habría dedicatorias secretas, innombrables, otras no menos verdaderas ligadas al compromiso y a la vida pública, dedicatorias “legales” y adúlteras. Del lado del lector, de la lectora, se puede sentir que un libro nos ha sido dedicado sin que el autor nos conozca. Todos tuvimos la experiencia: estamos pensando apasionadamente en algo y al abrir una página al azar, su contenido  parece responderlo. Quien considere que seguramente el libro trataba sobre nuestra obsesión y por eso lo habíamos comprado o que imaginamos en él una respuesta por una especie de forzamiento de la interpretación, no merecería ser un lector. 
De acuerdo a la teoría de Jinkis me autorizo a decir que las obras completas de Colette y la trilogía Puerca Tierra de John Berger se deberían llamar María Moreno (que ése no sea mi nombre es otra cuestión) ya que, no habiéndome sido dedicados, los  leí, aunque sin mí, como totalmente dirigidos a mí. No faltará quien concluya que al escribir esto no hago más que ponerme en el lugar del ejemplo de Jinkis, el de Simone de Beauvoir.
Gran parte de los libros del mundo ostenta en su primera página  nombres de esposas con buena administración, amantes proveedoras de endiosamiento, musas mecanógrafas: la Vera de Nabokov, la Lola de Márai, la Elbiamor de Marechal. Desde sus certezas secretas ellas seguramente habrían aceptado que sus nombres sustituyeran a los de sus compañeros, desde sus lealtades, no. Aunque no es un problema menor que figurarían con el apellido de sus padres y entonces las obras de literatura universal pasarían de ser avaladas por un apellido de autor a serlo  por el apellido del “padre de la novia”.  La “June” de Henry Miller sostenía que Miller tenía una deuda con ella por espiar su vida con un objetivo menos voyeurista que interesado en alimentar su obra, así que le hubiera encantado que Trópico de Cáncer se pidiera como “el último libro de June Smith”.
Quizás a Juan Carlos Onetti le hubiera preocupado que un librero, al preguntársele “¿Qué tiene  de Mallea?” contestara: Para esta noche.
Dada la importancia capital de los agentes literarios , sería un auténtico desenmascaramiento  pedir  Del amor y otros demonios de Gabriel García Márquez como “el de Carmen Balcells”.
¿Qué quedaría del Quijote de pedirse a nombre del Duque de Béjar o el Conde de Lemos si no algo equivalente a la devolución de un préstamo bancario?
Y ¿qué hacer ante un librero inexperto que para ubicar en la computadora El principito  exige saberse completo eso de
“A León Werth. Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona grande. Tengo una seria excusa: esta persona grande es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona grande puede comprender todo; incluso los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona grande vive en Francia, donde pasa hambre y frío. Tiene verdadera necesidad de consuelo. Si todas estas excusas no fueran suficientes, quiero dedicar este libro al niño que esta persona grande fue en otro tiempo. Todas las personas grandes han sido niños antes. (Pero pocas lo recuerdan.) Corrijo, pues, mi dedicatoria: A León Werth cuando era niño”.
¿ Y qué pasa si el dedicado detesta la obra que se le ofrece?
Una vez Paul Theroux encontró un libro suyo que le había dedicado a V.S.Naipaul,  en un remate de libros: le retiró su amistad a Naipaul y enfureció largamente. Es seguro que éste detestaba el libro lo suficiente como para oponerse, de haber sido la dedicatoria impresa,  a que se lo cobijara bajo su nombre.
A Edgardo Cozarinsky le pasó algo parecido pero se lo tomó con cierto humor malévolo. Había encontrado en unos de esos puestitos de libros que hay junto al Sena un ejemplar de su novela Vudú urbano, entonces agotado. Le llamó la atención la primera página arrancada y se dio cuenta de que allí debió haber existido una dedicatoria. Como un detective, o como un detective cuando era niño -diría Saint-Exupèry-, colocó a trasluz la página siguiente en donde estaban las marcas dejadas por la presión de la supuesta lapicera.  Era una dedicatoria suya a Héctor Bianciotti. Luego contó: “Por un momento me sentí lleno de rencor ante el académico francés oriundo de Córdoba. Luego recordé que desde hace tiempo sufre de Alzheimer y necesita cuidados constantes. Mi vanidad no llega tan lejos como para atribuir a la enfermedad el haberse desprendido de un libro mío, pero su estado de salud actual me inspiró un poco frecuente arrebato de piedad. Me dije: ‘Pobre Héctor’, y volví a trabajar en la novela que estoy escribiendo, tan lejos, lejísimo de lo que él ha escrito”.