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La demolición

Periodista:
Patricio Zunini
Publicada en:
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El escritor Emmanuel Carrère se dedicó a escribir ficción hasta que se topó con un drama tan cruento como impensable: cuando la familia de Jean-Claude Romand descubrió que no era el médico que durante años pretendió ser, no dudó en matarlos a todos. A todos: mujer, hijos, padres. Luego intentó suicidarse, sin conseguirlo. Carrère comenzó a escribir la historia, pero rápidamente descubrió que frente a semejante tragedia la ficción no funcionaba. El resultado fue El adversario, una obra inscripta en la tradición de A sangre fría de Capote.

 

Diez años y un par de libros después, el francés volvió a alejarse de la ficción en De vidas ajenas. En esta novela —él dice que es una novela porque aunque todo lo narrado es real está escrita con las herramientas de la ficción—, contracara de El adversario, narra el vínculo subterráneo entre dos tragedias que se entremezclan con su autobiografía. Así la presentaba en la edición francesa:

 

—En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijas y su marido. Alguien me dijo entonces: sos escritor, ¿por qué no escribís nuestra historia? Era un encargo y lo acepté.

 

El libro comienza con una tragedia íntima: el fin del amor. Carrère y Hélène deciden separarse. Están de vacaciones en una playa paradisíaca de Sri Lanka, cada uno ha ido con su hijo, pero la relación no viene bien. Lo mejor es terminar; ¿para qué esperar a volver? La decisión, por supuesto, los deja taciturnos. Pasan la mañana siguiente encerrados en la habitación, evitándose, sin ganas de tomar las clases de buceo que habían contratado. Entonces en algún momento escuchan los rumores: una ola gigante arrasó la isla.

 

Con el tsunami llega la tragedia pública: miles de muertos, la angustia de los sobrevivientes, el peligro de enfermedades, el alerta del desabastecimiento. Pero toda tragedia pública se construye con tragedias íntimas. Unos días atrás, Carrère y Hélène han conocido a otra pareja de franceses y la hija de ellos, de cuatro años, ha muerto con la ola. Carrère y Hélène los acompañarán en el derrotero, persiguiendo el pequeño cuerpo de hospital en hospital. Una de las preguntas del libro es cómo se escribe el dolor. Con la realidad de su lado, es fácil para un escritor hábil acomodar las palabras y llenar el espacio con sensiblería. Sin embargo, Carrère evita la comodidad de los golpes bajos. Escribe cada hecho con una prosa impasible. Más adelante usará el mismo tono para hablar de tecnicismos en los juicios entre bancos y clientes con cuotas impagas, pero aquí, esta característica hace resaltar aún más el patetismo de la supervivencia.

 

Rodeados de la catástrofe, Carrère y Hélène se miran de nuevo. «Yo no sentía deseo, sino una piedad desgarradora, una necesidad de cuidarla, de protegerla, de conservarla. Pensaba: hoy podría estar muerta. Hélène me es preciosa. Preciosísima. Quisiera que un día sea vieja, que su piel sea vieja y desvastada, y seguir queriéndola. Nos devoró lo que había sucedido durante aquellos cinco días y que terminaba en aquel preciso momento. Se abría una válvula que liberaba un chorro de aflicción, de alivio, de amor, todo mezclado. Estreché a Hélène en mis brazos y dije: no quiero que nos separemos nunca más. Ella dijo: yo tampoco quiero que nos separemos».

 

Cuando vuelven a Francia, reciben la noticia de que Juliette, la hermana menor de Hélène, de 33 años, tiene cáncer y los médicos le han dicho que tiene apenas unos meses de vida. Ella ya había atravesado esa situación, el tratamiento la había quedado casi paralítica y se trasladaba con unas muletas. Pero ahora ya no había solución posible. Juliette dejaría un viudo y tres huérfanas. No hay una maldición, no los persigue el horror, no hay una cadena de sucesos que los tome como protagonistas: es simplemente la muerte que se hace lugar. Tras la muerte de Juliette, la familia se reúne con un juez colega de ella, que también atravesó un cáncer en la juventud y le costó la amputación de una pierna. El les cuenta cómo  conoció a Juliette, les habla de su labor en el juzgado y les dice cómo es la primera noche en un hospital cuando se está bajo el tratamiento de la quimioterapia: «debería pensarlo —dice mirando directamente a Carrère—, esta historia de la primera noche quizá sea para ». Luego de ese encuentro, Emmanuel Carrère toma la decisión de escribir este libro.

 

Carrère camina por la cuerda floja. Estamos ante un libro duro, personal, pero también de vidas ajenas. Afecta a personas muy cercanas al autor, que quedan expuestas en sus desgracias y miserias. Hay momentos en que la narración cae en pozos de los que parece que no va a volver. Se hace lento, cansino. De vidas ajenas es uno de esos libros que uno no comprende por qué es tan bueno. Tal vez porque la fuerza de las páginas del comienzo y del final hace que se olviden aquellas lagunas. Tal vez porque los miedos de perder un hijo o a tu pareja y quedarte solo frente a tus hijos nos atraviese a todos. Tal vez porque un libro de esta clase nos alerta: como dice Scott Fitzgerald, citado por Carrère, «todas las vidas son un proceso de demolición».

 

© Patricio Zunini, Eterna Cadencia