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Bernardo Carvalho: "Me atrae la idea del fracaso"

Periodista:
José María Brindisi
Publicada en:
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Foto: Adriana Vichi

Aunque en Brasil se publicó hace una década y tuvo un eco notable, Nueve noches, la novela que instaló a Bernardo Carvalho (1960) en el mapa literario de su generación, llegó a la Argentina en fechas recientes, traducida de manera impecable por Leopoldo Brizuela. Narra la historia de un hombre que se siente irremediablemente atraído por el fantasma de otro, por su tragedia y su misterio. Ese otro es un tal Buell Quain, antropólogo norteamericano de inmenso futuro que viaja a Brasil a fines de la década de 1930 a investigar a un pueblo indígena y se suicida, al fin, en el silencio más absoluto. Si la novela de Carvalho triunfa se debe en gran parte por el modo en que la historia de Quain y la del narrador se entrelazan hasta resultar indivisibles: ambos caen víctimas de la misma fascinación y, en el fondo, persiguen las mismas obsesiones.

De visita en la Argentina, Carvalho habló con adncultura acerca de sus propias obsesiones como autor, de la incómoda convivencia entre los escritores y las leyes del mercado y de por qué Brasil le resulta, cada vez más, un país extraño.

-Aunque en la escritura no exista un parentesco visible, en Nueve noches el ambiente y la construcción del espacio parecen tener un peso similar al de la literatura de Guimarães Rosa. ¿Considera que, también en su caso, el espacio es un factor determinante?

-Creo que sí. Pero independientemente de eso, no tengo nada que ver con la lengua de Guimarães. Brasil tiene dos tradiciones principales en literatura: una, representada por Machado de Assis; otra, por Guimarães Rosa. Guimarães es un optimista: cree que el hombre va a terminar por vencer. Machado es todo lo contrario. Me gusta más Guimarães, pero considero que estoy más cerca de Machado. No tengo nada que ver con el optimismo.En relación con el paisaje, para mí es muy importante sentirme incómodo para continuar produciendo. Resulta claro que no se trata de un malestar absoluto; la incomodidad deriva de que necesito no ser parte de ese lugar. Un problema de mi relación con Brasil es que, aunque no me sienta identificado, soy parte del país. Para mí eso crea un problema al escribir: es mucho más fácil estar en Berlín, un lugar al que no me une nada, porque esa relación de extrañeza me inspira. La relación con el lugar es entonces, para mí, una relación de antagonismo. Me parece que esa relación de malestar tiene mucho más que ver con Machado que con Guimarães, porque éste creó una lengua propia, y a través de ella un paisaje que es también una ficción.

-A propósito de la anécdota de Buell Quain, alguna vez usted dijo que la literatura consiste en "construir paradojas". ¿En esos términos es como juzga la historia de Quain y del narrador, en cuanto al destino trágico de sus búsquedas?

-La idea de fracaso para mí resulta muy atrayente. Es mucho más rica que la del éxito, tiene muchas más posibilidades; las personas que fracasan son siempre más interesantes que las que triunfan. En cuanto a lo paradojal, tengo la fantasía de que la literatura es capaz de decir cosas que no pueden ser dichas de otra manera, que le están vedadas a la filosofía o la sociología. Trabaja sobre nudos que no están resueltos, así que uno sólo puede hablar de las paradojas, de las contradicciones. En mi novela, el personaje de Bell Quain representa la razón, el saber occidental, pero luego se ve contaminado por el propio objeto de estudio. Es un objeto desequilibrante para él, a la vez que una gran oportunidad. Al mismo tiempo es un veneno: lo que lo empuja a la propia destrucción, y al suicidio.

-¿Qué fue lo que lo atrajo, en principio, de la historia del antropólogo? ¿Qué puso en movimiento aquella noticia trágica cuando reparó en ella?

-No sé responder esa pregunta; a tal punto que me llevó a escribir un libro. Cuando empecé a investigar, encontré los trabajos de campo de Quain entre los trumai. Y quedé fascinado por esa contaminación del miedo: el miedo contaminando la razón y el saber del hombre. Y entendí que para escribir esa novela yo también tenía que contaminarme. Y así fue que tuve miedo de que los indios me mataran. Sentía que para entender su historia tenía que ser el propio Quain. Hay una promiscuidad entre narrador, personaje y autor; esos tres individuos debían confundirse para que la novela funcionara.

-A propósito de esa "promiscuidad", usted se manifestó en contra de ciertos planteos que hacen de la identidad del autor un valor literario. ¿A qué cree que se deba esa tendencia, esa necesidad del lector de superponer automáticamente ambas figuras?

-Creo que hay un empobrecimiento de la percepción de la literatura. Yo creo que tiene mucho que ver con la influencia anglosajona. El mundo anglosajón imponía un canon literario, muy subjetivo, que decía que los grandes autores de la literatura eran hombres, blancos, occidentales. Con el crecimiento de ciertos movimientos sociales, que le dieron visibilidad al problema de las minorías, comenzó a gestarse -dentro de las universidades estadounidenses, sobre todo- una suerte de canon alternativo. El modo de oponerse a esa subjetividad de la que hablábamos era presentar una suerte de objetividad. Ese canon alternativo estaba constituido por autores de otras características (mujeres, gays, negros), y el punto clave era presentar la experiencia del autor como literatura. Eso pasó a ocupar el lugar de la literatura, porque era el único modo de entrar en el canon, de luchar contra esa subjetividad que determinaba que los grandes autores eran Joyce, Thomas Mann, Borges. Creo que fue un tiro por la culata, porque acabó reduciendo la idea de la literatura. En relación a Nueve noches, la confusión entre narrador y autor fue una reacción contra esa circunstancia, a que las ficciones ya no fueran tan bien recibidas por los lectores. Fue una provocación, una trampa.

-Se vincula su obra con la de un novelista como Joseph Conrad, a quien admira, pero también es cierto que su libro recuerda en alguna medida a Bruce Chatwin, el autor de En la Patagonia. ¿Fue una referencia? ¿Lo fueron otros escritores viajeros?

-Yo traduje Los trazos de la canción, de Chatwin. Y sí: hay una relación con la literatura de viaje, especialmente en el campo de lo simbólico. El viaje como ese lugar que no es ningún lugar, eso es lo que me interesa. Una situación en que uno se pierde; pierde la lengua, el lugar... Las identidades delimitan mucho; a mí me interesa una literatura de la no-identidad, una literatura que no se sienta satisfecha con las identidades. Y eso también va en contra de la literatura como testimonio, dado que no hay certezas.

-¿Cuál es su relación con dos de los grandes nombres de la literatura brasileña moderna, Clarice Lispector y Rubem Fonseca?

-Son dos escritores que admiro enormemente, pero no tienen nada que ver con mi universo. Y lo mismo sucede con otros escritores a los que admiro. Es extraño, pero nunca han sido parte de mi mundo.

-¿Y qué piensa de contemporáneos como João Gilberto Noll, Luiz Ruffato, Patrícia Melo?

-Patrícia Melo o Luiz Ruffato son parte de un momento de la literatura brasileña del cual también yo formo parte, pero ahora hay una nueva situación, que tiene que ver con una literatura más profesionalizada. Brasil es un país muy complejo, pero la literatura está muy influenciada por el mundo estadounidense de las oficinas de creación literaria, por las universidades; es una literatura que sale a la conquista del mercado. Yo me siento un poco extranjero. También tiene que ver con mi edad, porque uno ya no se identifica con nadie. Yo creo que a Melo y a Ruffato les debe pasar algo similar: no sentirse parte de ese otro mundo que se está constituyendo ahora.

-¿Ha tenido algún efecto la bonanza económica de los últimos años en la literatura que se produce en Brasil?

-Es que todo está ligado. Brasil se torna un país a imagen de Estados Unidos. Resulta una locura, porque el nuestro también es un país en el que hay una infraestructura sumamente pobre, un analfabetismo enorme, y ese sueño de potencia se refleja también en una literatura que represente a ese país, y que lo represente "profesionalmente"; entre otras cosas, ocupando el mercado exterior. Ahí aparece el problema de los personajes "reales", que en el mundo anglosajón de hoy parece ser lo único que interesa. Todo parece convergir en ese punto. En el Brasil de hoy un Borges o un Beckett resultarían imposibles.

-Alguna vez se refiriró al utilitarismo de cierta literatura actual, que pareciera que siempre tiene que enseñar algo. Pero más allá: ¿para qué sirve la literatura?

-Para ampliar el mundo; y no sólo el de la literatura, claro. Lo interesante de la literatura es que no es funcional; eso engrandece el mundo de cada uno. Porque vivimos en un mundo en que todo está o pretende estar organizado, todo tiene una razón de ser. Importa que haya producciones que no tengan razón de ser, que uno no pueda justificarlas, y que por eso tengan valor. Porque para la sociedad, cualquier cosa que se salga de su cauce significa la muerte; eso es un infierno. La literatura produce, entonces, una ilusión de libertad fundamental.

-Más allá de haberla traducido en su momento, ¿qué le produjo la obra de Juan José Saer?

-Saer fue un descubrimiento. Para mí fue importantísimo, porque es un escritor de la diferencia, que no obedece a una demanda previa. Crea su propia demanda, crea su propio lector. Cuando se lo lee uno parece transformarse en lector por primera vez. Sigo creyendo que es un escritor increíble. Y me pregunto por qué no tiene el mismo éxito que, por ejemplo, Roberto Bolaño. Tal vez porque Saer era un escritor mucho más radical..