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El éxito del fracaso

Periodista:
Patricio Zunini
Publicada en:
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Bernardo Carvalho se encontró un día con una breve noticia en el diario que, sin embargo, le llamó la atención hasta la obsesión: el artículo hacía referencia al antropólogo estadounidense Buell Quain, colega de Levi-Strauss, quien a principios de los años cuarenta había viajado al Brasil para estudiar las tribus del Amazonas y tras una breve estancia, cuando estaba a punto de regresar a su país, había decidido suicidarse. Ese hecho, pequeño para el periodista, gigante para el escritor, disparó una historia que terminó dando forma a la novela Nueve noches (publicada en Argentina por Edhasa).

La trama se encierra entre dos búsquedas: la del antropólogo por los indios y la del escritor por el misterio del antropólogo. Pero el narrador parecería afirmar que toda búsqueda es una búsqueda de sí mismo: la de Carvalho, en última instancia, es una novela sobre la identidad.

—Nueve noches —dice Carvalho— es un libro escrito contra el desinterés general hacia la literatura de ficción. Me irrita mucho el desinterés cada vez mayor en relación a la ficción en pos de un interés hacia las historias de no ficción o basadas en casos reales. Entonces, en relación a la verosimilitud, busqué realizar un proyecto de provocación y de irritación del lector: quería hacer un libro donde todo fue falso siendo absolutamente verdadero. Si yo dijera que soy Levi-Strauss mucha gente me desenmascararía, pero en cambio, ¿por qué cuando meto a Levi-Strauss en mi novela vos me lo creés? Ese era el juego: quería mostrar esas ambigüedades. Y como objetivo final de mi proyecto hay un elogio a la ficción y no un elogio a la novela basada en hechos reales.

—Nueve noches está narrada en primera persona y la primera persona tiene un juego ficcional pero también autoficcional: se asume que el narrador es el autor. ¿Qué se persigue y que riesgos se corren en el solapamiento?

—La idea era confundir personaje, narrador y autor. Cuando encontré la noticia y me obsesioné por este antropólogo suicida hice una investigación y el primer archivo que busqué fue su trabajo de campo. El necesitaba una autorización del Estado brasileño que no consiguió y aún así fue al encuentro de una tribu en un estado súper vulnerable y terminó enfermándose de un virus: terminó siendo contaminado por su propio objeto de estudio. Me resultó fascinante la tragedia de la ciencia destruida por su propio objeto. Y entonces entendí que yo también me tenía que confundirme con el personaje, para que hubiera libro yo debía dejar que me contaminara mi objeto y que ese objeto me destruyera. Que pasara a ser la misma cosa que el objeto. Ese juego de confusiones son de cierta forma son deliberadas, pero también inconscientes: me apasioné por el objeto y cuando uno se apasiona se torna totalmente vulnerable y permeable a ese objeto. Pero era importante la idea de un autor que va siendo desaparecido por su propio libro porque trabajé con cierta irritación respecto de una idea hegemónica acerca de la que toda ficción es representación inmediata de la experiencia del autor: si alguien escribiera un libro sobre un gay, necesariamente sería un gay y narraría desde su experiencia como gay. Yo creo que eso reduce y limita la percepción de la literatura. Por supuesto que un autor va a estar preso de su experiencia, pero me interesa la ficción como posibilidad de invención y extensión de un mundo. Todo libro es necesariamente una expresión del autor, pero hay un desarrollo mucho más complejo, indirecto e imbricado con la propia experiencia.

—La novela está marcada por la búsqueda: un antropólogo en busca de un objeto de estudio, un escritor en busca de la verdad oculta del antropólogo pero también en busca de su propia identidad. La trama casi descansa en una estructura de novela policial. Pero muchas veces en las novelas policiales el desenlace es frustrante, la resolución del misterio decepciona. En cambio en Nueve noches la búsqueda no concluye.

—Todos mis libros tienen una atracción por la estructura de la novela policial, por la atmósfera de la novela policial, pero la novela policial es una literatura que no consigo leer. Encuentro que la novela policial es una especie de lugar común en el mundo contemporáneo: como si la novela policial fuese no sólo el discurso de la literatura sino de la vida moderna. Sin embargo yo me siento atraído por la estructura de la novela policial porque, si bien le da un poco de banalidad, tiene un encantamiento sobre lo trágico y los personajes son llevados por la frustración, por el fracaso. Como si el fracaso y la vulnerabilidad fuesen los lugares más importantes de la literatura. Es un discurso con el fracaso como objetivo, una literatura que comienza con el objetivo de fracasar y autodestruirse.

—Hay una contradicción en la buscar la eficiencia narrativa a partir del fracaso de esa propia eficiencia narrativa: ¿cómo se trabaja esa contradicción?

—De muy joven leí a Thomas Bernhard y quedé encantado: me fascinó descubrir que la buena literatura es siempre un elogio de sus propios defectos. Cuando uno radicaliza sus propios defectos encuentra su voz literaria y hace literatura de verdad. Es a través de sus defectos y no de su corrección. Y eso en Thomas Bernhardt queda muy claro porque es un defecto elevado a una potencia inmensa. Hace todo lo que no se debe hacer en una narrativa bien narrada: una especie de espiral que se repite ininterrumpidamente, un párrafo que no termina nunca, un texto que no se resuelve. La idea no es tener de modelo y hacer como Thomas Bernhard sino entender que lo que importa para mí es mi propio defecto. Por eso no consigo entender a los talleres literarios: siempre se trabaja con modelos impuestos, con la idea de que hay un cuento mejor y otro peor, se busca cómo y con qué artificios se cuenta mejor un cuento. Se preocupan por eso en lugar de radicalizar sus propios defectos. Yo no tengo una noción completa sobre cuál es mi propio defecto, pero lo único que sé es que tengo que radicalizarlo.

—Una frase del libro: «El doctor Buell bebió conmigo y me contó que buscaba entre los indios las leyes que debían demostrar hasta qué punto nuestras leyes son inapropiadas». ¿Podría ser esto una toma de posición acerca de lo que buscás en la literatura?

—En problema es que cae en una contradicción porque la idea es que no hay ley, que no hay modelo. Todo lo que diga en relación a mis libros va crear una imagen, una identidad de escritor que me limita. Y que por mejor que sea va a ser siempre una impostura.

—Pero entonces ¿cómo te gustaría mostrarte como escritor, o cómo te gustaría que se hablara de tus libros?

—Tal vez lo mejor sea no hablar de los libros, pero eso termina siendo imposible. No se dan a conocer, no se venden. Uno termina obligado a hablar de ellos.