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“He querido unir el mundo de los escritores y el de los servicios secretos”

Periodista:
Andrés Barba
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Por Andrés Barba

 

La novela entera es en realidad un pulso de a dos: la oficialista y secreta de Serena Frome y la psicológica y precisa de un escritor que muy bien podría ser un trasunto del propio McEwan en su juventud a comienzos de los 70, el principiante y corrosivo Tom Haley. Suena la llamada en Skype y aparece en la pantalla Ian McEwan. A pesar de sus más de sesenta años sigue teniendo esa sempiterna medio sonrisa de preadolescente que acaba de cargarse el jarrón de alguien. Nos saludamos y repasamos conocidos mutuos. A su espalda un estudio amplio, estanterías repletas de libros, una mesa victoriana y una alfombra elegante, y en medio McEwan sentado de perfil y agarrando con el brazo el cabecero de su silla, chulesco y educado a la vez.

 

Ian McEwan: No te puedo ver.
Andrés Barba: Tengo apagada la cámara, si la enciendo empeora la grabación.
I. McEwan: Ya.

 

No parece gustarle demasiado la idea, pero lo cierto es que acaba resultando muy acorde con su propio libro: el escritor que escribe sobre espías acaba siendo espiado por un entrevistador al que no puede ver.

 

A.B: Empecemos si quiere con el caso de la revista Encounter, la revista literaria que fue financiada por la CIA, y que resultó ser el punto de partida de la novela. ¿Qué le hizo suponer que podía escribir una novela basándose en aquel episodio?
I.M: Siempre me han interesado mucho las políticas culturales de la CIA. En 1949 y en los años siguientes invirtieron decenas de millones de dólares no sólo en la financiación de revistas literarias sino también en conferencias, conciertos y tours de orquestas americanas, exposiciones de artistas expresionistas abstractos, todo tipo de eventos de alta cultura. Muchos agentes de la misma CIA eran hombre muy cultos, profesores en universidades como Yale y Harvard y todos tenían un objetivo muy claro: convencer a toda la intelectualidad de corte izquierdista europea que América era mucho más interesante de lo que creían desde el punto de vista cultural, y desde luego mucho más interesante que la Unión Soviética. Mi interés en este tema se basaba en la increíble paradoja que suponía que alguien estuviese promoviendo valores como la democracia, la tolerancia, y un mundo de puntos de vista plurales y diversos y al mismo tiempo estuviese haciendo todas esas cosas... en secreto. Toda la situación me parecía que contenía una especie de 'locura institucional' que por supuesto me entusiasmaba y que también me parecía un colosal acto de mala fe, si quieres llamarlo así. Y así fue como surgió la idea de Operación dulce, de unir el mundo de los escritores con el de los servicios secretos.

 

A.B: Una idea tal vez un tanto abstracta para empezar: los novelistas y el poder...
I.M: Los novelistas siempre estamos obligados a contar las historias a través de individuos concretos, si algún día decidiera escribir sobre lo que ahora mismo está sucediendo en Siria, por poner un ejemplo, de la misma forma en la que lo he hecho aquí en Operación Dulce tendría que centrarme en dos o tres personajes concretos porque si no, más que una novela acabaría haciendo sociología o teoría política y esa es la razón por la que Operación Dulce es también y sobre todo una historia de amor, y no sólo una historia de amor entre un hombre y una mujer, sino también entre un lector y la ficción, entre dos tipos de lectores en realidad: Serena y Tom. Siempre resulta fascinante trazar novelas con un trasfondo político pero si están desprovistas del toque humano se convierten en una estructura demasiado ardua y dialéctica para mi gusto.

 

Los felices, esquizofrénicos 70

A.B: Se puede decir que Operación dulce es también una novela de atmósfera, de tono. En este caso el espíritu de los 70 sobrevuela todo el texto como un personaje más. ¿Cómo se ve, desde hoy, la experiencia de aquella década?
I.M: La experiencia de aquellos años fue muy contradictoria, iba a decir esquizofrénica pero esa no es la palabra, la palabra es contradictoria. Yo tenía veintidós años en 1970, acababa de mudarme a Londres y estaba empezando no sólo a publicar mis primeros cuentos sino también a conocer a autores que luego se convertirían en grandes amigos, como Julian Barnes, Martin Amis, Craig Raine, James Fenton, y más tarde Salman Rushdie. La vida era muy excitante y, desde el punto de vista político, el país estaba en un punto que podría describirse como al borde de una crisis nerviosa, todavía estábamos demasiado cerca de la II Guerra Mundial, mirando todavía demasiado a la época del Imperio, lamiéndonos las heridas tras una decadencia larga y lenta, daba la sensación de que algunos de nuestros enemigos como Japón y Alemania nos estaban superando, en muchos sentidos, no sólo en el industrial, todavía estábamos haciéndonos a la idea de que éramos un poder medio, y a eso había que añadirle una crisis energética, enormes diferencias de perspectiva entre la izquierda y la derecha, un problema internacional y global sobre el asunto de los sindicatos y si debían formar o no parte del gobierno, algo que los sindicatos daban por descontado, pero al mismo tiempo teníamos un ambiente cultural muy vivo que venía de los sesenta y de los movimientos verdes, todo tipo de experimentaciones en teatro, en artes plásticas... fue, como he dicho, una época contradictoria, una época fantástica para ser joven, para no estar demasiado establecido o atado a una hipoteca o a un trabajo específico.

 

A.B: Siempre ha defendido una idea de la novela como forma de investigación y análisis. Me gustaría que nos hablara de las conclusiones a las que ha llegado en este caso particular, qué es lo que ha motivado en Operación Dulce ese deseo de investigación.
I.M: Todo parte de la idea de que es una novela sobre la lectura. Serena es en realidad un tipo de lectora. Un tipo de lectora un tanto simple que lo único que hace cuando abre un libro es buscarse a sí misma, quiere encontrar su propio mundo reflejado en las páginas, y que lee movida por un sencillo movimiento de curiosidad y no le interesa en absoluto lo que sí le interesa a su amante, el escritor Tom Haley, más inclinado a libros como los de Pynchon, o Barthes, libros que reflexionan sobre temas como los límites entre el arte y la vida y ese tipo de cosas. Si tuviera que ofrecer una conclusión diría que lo que he intentado hacer es una novela que pueda gustar a esos dos tipos distintos de lectores. Es decir una novela que fuera política, que estuviese enmarcada en hechos reales e identificables y al mismo tiempo establecer un juego con el lector y también con el marco, jugar con el asunto de quién es la persona que nos está relatando la historia y encontrar un punto en el que se pudieran encontrar esos dos lectores: el elemental, que quiere saber qué va a pasar y tiene curiosidad, y el que quiere jugar, el metaficcional.

 

Suena el teléfono y McEwan lo coge y lo deja caer directamente, como un golpe de batuta, un gesto teatral que parece dar una solidez inusitada a sus últimas palabras. Con esa forma de hablar pausada, elocuente y un tanto profesoral, pero amable y distinguida, dice que se lo ha pasado muy bien escribiendo este libro. “Es probable que sea el libro que más me haya divertido escribir”. Que ha tenido pequeños problemas, pero por lo general en la escritura de una novela, en el proceso de ?despliegue' de un texto largo siempre hay algo que hace que el espíritu decaiga un poco”

 

A.B: Eso de 'desplegar' el texto suena a Henry James...
I.M: Es verdad. En cierto modo estoy totalmente de acuerdo con ese mandato de Henry James en el que dice que la primera obligación de todo novelista es la de ser interesante. No es que explique a continuación en qué consiste serlo, pero es cierto que Henry James tiene razón: uno tiene que despertar (y estoy seguro de que esto lo aprobaría totalmente una lectora como Serena) la curiosidad del lector, y además tiene que hacerlo lo antes posible porque el mundo está lleno de distracciones y los novelistas nos contamos por millones y a parte de las novelas hay muchos placeres llamando a las puertas, ya no podemos esperar que se nos lea como si se tratara de una obligación.

 

A.B: Me pregunto si una de las razones que ha hecho que le interese escribir esta novela es la de hacer una autobiografía soterrada del escritor que fue en los 70 a través del personaje de Tom Haley...
I.M: Sí, en esta novela hay también una especie de autobiografía más bien distorsionada. Le di a Tom Haley parte de mi historia, muchos de los cuentos que escribe son cuentos míos en realidad, pero he cambiado muchas cosas, he cambiado los nombres, he cambiado detalles o he jugado con ellos, le he dado todo mi entorno literario de comienzos de los setenta y muchos de los colegas literarios de aquella época que todavía siguen hoy en mi vida, le di mi universidad, y también le di una buena parte de mi obsesión por la ficción de aquella época pero eso no significa en absoluto que sea una autobiografía o una novela autobiográfica, sencillamente he utilizado algunos de los aspectos de mi pasado para construir el personaje de Tom Haley.

 

A.B: Me da la sensación de que su reivindicación de la Sussex University en este punto de su vida esconde algo...
I.M: Eso está bien visto. Creo que durante años fui un poco reticente a reconocer mi formación pero a medida que van pasando los años he ido comprendiendo lo buena que fue y lo mucho que ha satisfecho las necesidades intelectuales que he ido teniendo con los años. Yo estudié literatura inglesa pero también se me exigía estar al tanto de una buena parte de la filosofía europea, tuve también la oportunidad de estudiar algo de política y relaciones internacionales, de hecho en aquella clase era el único alumno así que se convirtió casi en una tutoría y mi profesor era nada menos un abogado que había participado en los juicios de Nuremberg, tuve también la oportunidad de estudiar algo de ciencia, francés y otras cosas que han sido extremadamente útiles a la hora de organizar mis propios pensamientos. Comencé a leer a Kafka, que resultó ser esencial en el comienzo de mi carrera, leí mucho a Freud, que en aquel momento fue una gran influencia para mí, aunque ya no lo sea, de modo que cuando Tom escribe su carta a Serena y le acusa de ser un poco snob con su educación de Cambridge, me puse a pensar que en aquella época si ibas a Cambridge a estudiar literatura inglesa básicamente lo que hacías era un curso intensivo que abarcaba de Chaucer hasta Tennyson mientras que yo me vi en medio un parque de atracciones intelectual. Me pareció que tenía una deuda pendiente con mi antigua universidad y que un buen modo de resolverla era haciendo que uno de mis personajes hablara a su favor.

 

A.B: Hay también cierto aire, no sólo en este, en sus últimos libros de esperanza de un mundo mejor, y en una entrevista recuerdo que comentó una idea que me resultó particularmente interesante: la de que desde que tuvo su primer hijo ya no se había permitido cerrar un libro sin dejar al menos una pequeña vía a la esperanza...
I.M: Lo cierto es que es un punto de vista no precisamente popular en mi generación durante los años 60 y 70. La idea de que el mundo podía ser mejorado resultaba pasada de moda y poco excitante y todavía hoy pienso que hay algo en el pesimismo que hace que resulte particularmente apetecible para la mente humana. Me sigue pareciendo bien que nos miremos de vez en cuando con desaprobación por el mundo que estamos construyendo, pero la idea de abandonar toda esperanza de ofrecer alguna mejora es en realidad una especie de vanidad intelectual y un lujo malsano. Lo más interesante de todo es que la mayoría de la gente que dice ese tipo de cosas ni siquiera se las cree, hablan del fin del mundo pero al mismo tiempo están pensando en a qué colegio van a llevar a sus hijos. Creo que tener un hijo es el paso más grande que uno puede dar en la juventud, o en la edad adulta, no importa a qué edad, para aproximarse a la idea de que el mundo prosigue tras tu extinción y que no tiene sólo que ver contigo, que tienes cierta obligación de poner algo más sobre la mesa y que no puedes entretenerte demasiado en una especie de frívolo pesimismo, que no tienes derecho, y cuantos más años voy cumpliendo y más me voy acercando a ese eterno olvido, en el breve espacio de conciencia que me queda, ese pequeño sándwich de conciencia que hay entre esas dos eternidades de olvido, más presente tengo y de hecho también más agradable me resulta la idea de aportar algo positivo al proyecto humano.

 

A.B: ¿Se podría decir que, en cierto modo, Operación dulce es una novela de género?
I.M: Por supuesto, es una novela de espías. Creo que una las razones por las que los escritores de ficción de cuando en cuando decidimos escribir una novela de género, ya sea de espías, o de detectives, o del oeste, es que en ese tipo de géneros hay también una gran cantidad de energía creativa que hace que tu ambición se reduzca un poco. Es agradable alejarse de uno mismo porque cuando uno asume que está escribiendo una novela que se adscribe a uno de esos géneros te ves obligado de inmediato a pensar en la forma.

 

Una historia de amor

A.B: Lo cierto es que sus lectores españoles se cuentan por legión, pero véndale la novela a un indeciso...
I.M: Creo, de corazón, que es una historia de amor, pero no solo entre un hombre y una mujer, sino de amor a la literatura, creo que eso es lo que le diría.

 

Mc Ewan mira el reloj y a continuación indefinidamente, a un punto demasiado alto, como un ciego. Durante la charla había olvidado la incomodidad de estar siendo observado sin poder observar, pero la recupera y se revuelve en la silla.

 

A.B: Gracias por la entrevista, Ian, creo que eso es todo. Nos veremos pronto en España.
I.M: Sí, muy pronto.

 

Y vuelve a sonreír con astucia inglesa, a la espera de la revancha del observador observado. Exactamente igual que Tom Haley, el protagonista de su novela, pienso en cuanto cuelgo la llamada. Espero que su revancha no sea, en mi caso, tan terrible.