“Mi país tiene un futuro incierto”
- Periodista:
- Marina Arusa
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Antes de que todo el mundo hablara de los 38 millones de libros que vendió contando historias que transcurren en Afganistán, el doctor Khaled Hosseini era conocido en la clínica californiana donde trabajaba por ser el médico con peor letra del mundo: “Entregaban cada año el premio a la peor caligrafía. Trabajé allí cinco años. Gané el premio cuatro veces”, confesará. Y porque se ponía el despertador entre las cuatro y las cinco de la mañana para sentarse a escribir, mientras su esposa y sus dos hijitos dormían, una historia desdichada, oscura y deprimente ambientada en los 70 en su Afganistán natal. “Creo que mis libros se han vuelto populares a pesar de mí mismo. Nunca creí que Cometas en el cielo (‘The Kite Runner’, 2003), iba a ser muy leído. Lo ubiqué en Afganistán, un país que nadie conocía; el personaje principal no era uno que despertara admiración y los buenos se morían. Si alguien lo leía era para manotear acto seguido un Prozac –dice Hosseini hoy desde la terraza cubierta del Carlton Baglioni, el hotel milanés que lo escucha ventilar detalles de Y las montañas hablaron , su tercera novela, recién salida del horno–. No trabajo como médico desde el 4 de diciembre de 2004 y, desde ese día, mis horarios de escritura son más humanos. Llevo a mis hijos hasta el micro escolar y trato de escribir mientras ellos están en la escuela. No lo hago a mano porque, como le dije, no puedo entender ni yo mismo lo que escribo. Uso una computadora y nunca planeo o estructuro un libro. Simplemente escribo. Lo placentero es que todo es posible y nunca sé dónde voy a terminar.”
De corte y confección mucho más sofisticados que Cometas en el cielo -que se convirtió en película dirigida por Marc Forster y cuyo director de arte fue el argentino Carlos Conti- y Mil soles espléndidos –su segunda novela, de 2007–, Y las montañas hablaron comienza en 1952 en Shadbagh, una desolada aldea afgana, e incluye una hoja de ruta que, a lo largo de seis décadas, seguirá el rumbo de sus personajes por Kabul, París, la isla griega de Tinos, en el archipiélago de las Cícladas, por San Francisco, por Madrid. La historia, que se inicia con la separación de dos hermanitos –Pari, una nena de tres años, y Abdulá, de diez– cuando su papá decide vender a la más chiquita a una pareja adinerada para asegurar la supervivencia del resto de la familia y un futuro posible para Pari, se ramifica y se convierte en una obra coral. “Para mí, lo más interesante es que la impresión inicial que uno tiene de cada personaje es errada y esa malinterpretación termina siendo algo sorprendente –dice Hosseini, hijo de un diplomático afgano que logró exiliar a su familia en los Estados Unidos cuando Khaled tenía 11 años–. Mi intención era escribir una historia lineal sobre los dos niños, qué sucedió con ellos, si alguna vez volvieron a reunirse y en qué clase de adultos se habrían convertido. Que en cada capítulo se supiera algo nuevo sobre lo que había sucedido antes y esto me permitía presentar a los personajes desde diversas perspectivas.” A los 48, Hosseini dice que escribe historias en farsi , su lengua materna, desde que era un nene de ocho años. “En 2008 y 2009 casi no escribí. Estuve ocupado con mi familia y con mi padre, que estaba muy enfermo. Este libro en realidad comenzó a surgir a fines de 2009. Me llevó dos años y medio escribirlo. La idea original surgió en 2008 a pesar de que en ese momento no supe que sería el inicio de la historia. Nunca reconozco el momento de inspiración –admite–. Alguien me reenvió una noticia acerca de familias afganas campesinas que para poder afrontar el frío invierno vendían uno o dos de sus hijos a familias ricas de Kabul. Me conmovió mucho esa historia, siendo yo mismo padre de dos niños. Se la mostré a mi padre y él me contó que cuando él creció en Kabul en los años 40 eso ya pasaba. Y sigue sucediendo hoy. Sin embargo pasó un año hasta que volví a pensar en eso. Tenía en mi cabeza la imagen de un campesino que atravesaba el desierto con una nena y un varón, y de repente conecté esa imagen con la historia que había leído e imaginé a ese hombre llevando a sus hijos a Kabul y a esos dos hermanitos, muy unidos entre sí, sin saber que uno de los dos iba a ser vendido. Me senté y escribí lo que sería un capítulo, unas cuarenta páginas. Pensé que era un buen punto de partida para una novela. Creí que me iba a concentrar en la historia de estos dos chicos pero a medida que fui escribiendo me fui interesando por otras voces que iban a tener un impacto en la vida de esos dos nenes.
–¿Cómo ven su obra en Afganistán?
-Comprendo que cualquier cosa que escriba despertará controversia y polarización. Porque escribo sobre un país en el que no vivo desde hace 37 años. Por lo tanto, en cuanto me siento a escribir la primera palabra, como escribo sobre gente que vive allí y que está atravesando las experiencias que yo sólo describo, van a tener una opinión. Creo que es el dilema de todo escritor que vive en el exilio y escribe sobre su tierra natal. Debo decir que, a pesar de eso, en general, la opinión de mis lectores en Afganistán es bastante positiva, sobre todo entre las generaciones jóvenes, profesionales e instruidos. Mi primer libro fue el que más dividió a los lectores porque toca temas sensibles y tabú en la sociedad afgana como la cuestión étnica, las relaciones. Los otros libros son más fáciles de digerir.
–La familia y la memoria son siempre temas en su obra.
–Crecí en un país donde la familia es fundamental para entenderse a uno mismo y para conocer la propia identidad. La genealogía es un deporte nacional en Afganistán. Todo el mundo sabe quién fue su “bis-tío y su tátara-tátara-tío”. No se conciben como fulano de tal, con nombre y apellido, sino como descendiente de fulano. Por eso me sorprendo a mí mismo llevando mi escritura hacia ese tema. Y es también allí que me doy cuenta de que emerge también la idea del recuerdo con su naturaleza dual: esa idea de memoria como un modo de proteger aquellas cosas significativas y que le dan sentido a nuestra vida. O la memoria como fuente de dolor: vivimos experiencias difíciles y tenemos recuerdos de esas vivencias. El libro comienza con esta idea de memoria categórica, con esa fábula en la que le dan a un hombre una poción para borrar los recuerdos. Para que no se acuerde de que tuvo un hijo y lo entregó.
–Hay un personaje que es un médico exitoso en California que vuelve a Afganistán luego de casi dos décadas. Podría ser usted.
–Lo que le sucede en Kabul no tiene que ver conmigo pero sus observaciones son mías. De hecho escribí ese capítulo poco después de volver de Kabul en 2003. Estuve allí y sentí que era mi hogar, donde había nacido, donde hice mis primeros amigos, donde aprendí a caminar y a hablar. Pero cuando anduve por las calles y hablé con la gente, a pesar de conocer la lengua, la música, la cultura, me sentí un extranjero. Fue difícil de sobrellevar. Allí me siento de algún modo responsable de lo que le pasa a esa gente y siento que les debo algo. Tal vez sólo porque mi vida cambió tan dramáticamente para bien que creo que algunas de las bendiciones que recibí no son del todo merecidas. Como el personaje de la novela, me shockeó más volver a EE.UU. que llegar por primera vez a Afganistán.
Hosseini, que recorre su país en nombre del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), creó en 2007 una fundación que lleva su nombre y se ocupa de ayudar a mujeres y niños. “Ha sido valioso para mí que mis novelas hablaran de Afganistán, el país en el que nací y crecí, que dejé a los once años pero que en mi corazón sigue siendo mi país porque me considero, y me consideraré siempre, un afgano en el exilio –escribió en el prólogo al libro editado en Italia El cazador de historias. Un viaje al mundo del autor de ‘Cometas en el cielo’ , de Isabella Vaj, traductora de Hosseini al italiano–. Es un honor notable, para un escritor, sentir la responsabilidad de representar a la propia cultura y transmitirla a quien lee y, a decir verdad, no ha sido ésta la intención original de mi trabajo. Mi proceso creativo tiene origen y se desarrolla siempre desde un punto de partida muy personal, íntimo, que tiene que ver con las relaciones humanas. Escribir una novela es, sobre todo, narrar y yo crecí en una cultura de una gran tradición oral. Haber logrado que se conozca a mi país más allá de las imágenes que dan los medios –guerra, terrorismo, opio, discriminación– es un resultado extraordinario y precioso que ha hecho que muchos se dieran cuenta de que Afganistán existe antes de la invasión soviética y de los talibanes.”
–¿Qué siente ante la controvertida presencia estadounidense?
–Tengo sentimientos encontrados. Después del 11/9, cuando el presidente Bush dijo que iban a ir a Afganistán, fue un momento de resignación. Iba a haber más muertes y más violencia, más bombardeos, más gente iba a morir. Creíamos que eso iba a seguir igual, al menos por un tiempo, pero había un sentimiento de que algo bueno iba a surgir de todo eso. Que después de más de dos décadas de guerra, el país iba a encontrar un rumbo. Recuerdo haber ido a Kabul en 2003 y había en la gente una especie de optimismo, de entusiasmo por el futuro. Eso se fue diluyendo en mis visitas posteriores. Hoy creo que la gente es más realista respecto de los problemas y hay un sentimiento de desilusión no sólo por la presencia de EE.UU. sino también hacia su propio gobierno. Hoy Afganistán tiene un futuro incierto.
–¿Cuál es el primer recuerdo de infancia que tiene de su país?
–El auto de mi padre. Tenía un W Buik blanco modelo 1962 y me acuerdo de mi papá volviendo a casa con ese auto.
–¿Y el último?
–La última vez que estuve allí, en 2010, vi cómo un palacio enorme que fue construido en los años 20 y que era una suerte de Versailles afgano hoy está destruido. El Darul Aman se convirtió en un lugar en ruinas donde se asientan refugiados. Toda una metáfora de lo que sucede hoy en Afganistán.