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Franzen, visiones de un exiliado del sistema

Periodista:
Federico Kukso
Publicada en:
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No existe un único Jonathan Franzen. Existen varios. Está, por ejemplo, el afamado escritor estadounidense, aquel que forjó la gran novela social de nuestra época –no una sino dos veces con Las correcciones y Libertad– y que se peleó con Oprah Winfrey. También están el Franzen devoto observador de aves; el fanático de Kafka, de la tira cómica Peanuts y del WordPerfect; el menor de tres hijos de un ingeniero sueco y de una ama de casa de Missouri; el amigo entrañable de David Foster Wallace y también la celebridad literaria leída por Obama que desfila por las tapas de revistas y suplementos literarios, que no para de cosechar premios y a quien en 2010 le arrebataron de un manotazo los anteojos –un signo de su identidad– en un evento literario en Londres.

Todos estos Jonathan Franzen conviven en el mismo cuerpo de un hombre de 54 años que pasa la mitad del año en un departamento en el Upper East Side de Nueva York y la otra en una casa en Santa Cruz, California, y que en la solapa de sus cuatro novelas y cuatro libros de ensayos –entre ellos Más afuera, recientemente traducido al castellano– irradia desde su ceño acongojado una intención literaria seria.

De todas estas personalidades que se alternan para emerger de la conciencia de este individuo, sin embargo, hay una en particular que en los últimos tiempos ocupa el centro de gravedad alrededor del cual giran las críticas de aquel circo en que se convirtió la web. Franzen, el neoludita, opina y el avispero cultural se sacude. Su deporte favorito no es el fútbol americano sino encolerizar a bloggers, a las tuitstars y demás apóstoles tecnológicos que reaccionan escandalizados ante las provocaciones del escritor como agua arrojada a una sartén colmada de aceite.

No es la primera vez, claro, que el autor alimenta el escándalo dentro y fuera de la web. Ya lo hizo en 1996 cuando en el artículo “Tal vez soñar” publicado en la revista Harper’s destiló sus dudas sobre una obsesión tan norteamericana, el futuro de la novela, en una cultura mediática en la que los escritores y sus obras fueron hace tiempo barridos del centro de la escena.

Franzen ahora dispara ahí donde duele, contra los artefactos afectivos de nuestra generación: Internet (“la máquina infernal del tecnoconsumismo”), Twitter (“un medio tremendamente irresponsable, inexplicablemente irritante y sobrevalorado que representa todo lo que odio”), Facebook (“el verbo ‘gustar’ pasó de ser un estado de ánimo a una acción realizada con el mouse: de un sentimiento a una declaración de la elección del consumidor”) y los libros electrónicos (“Jeff Bezos –fundador de Amazon– no es el Anticristo pero probablemente sea uno sus jinetes: impuso un modelo de crítica literaria que favorece a los fanfarrones”).

Como se esperaba, los tecnofundamentalistas, que nunca tuvieron la paciencia para disfrutar de un libro de Franzen, se espantaron. Y patalearon. ¿Cómo alguien se atrevía a decir algo contra nuestras prótesis sensoriales, aquel arsenal de dispositivos inocentes y desinteresados que zumban y nos nutren por dentro y por fuera? Pues bien, Franzen lo hizo. Y con su habitual e iluminador estilo. “El avance tecnológico que ha causado un daño duradero de verdadera trascendencia social es el celular –escribe en Más afuera , la colección de ensayos que, además de abrir las puertas a su intimidad, ordena las piezas de este escándalo tecnoliterario–. La contaminación en forma de humo dio paso a la contaminación sónica, sonámbulos moviéndose por las aceras en medio de pequeñas nubes aislantes de vida privada”. Y así, de un plumazo, Franzen dejó de ser citado por sus destrezas lingüísticas –y su magistral “realismo trágico”– para ser invocado –insultado– por sus declaraciones virulentas contra el mundo digital, de productos potenciadores del narcisismo y cuyo motor es el desesperado deseo de gustar de sus usuarios. “Los celulares, Facebook, Twitter, etcétera, son adicciones, tienen un efecto paliativo pero no establecen conexiones reales, humanas –advierte–. La novela es una buena oportunidad para liberar a la gente de esas cárceles”.

Quizá como estrategia de promoción (por ejemplo, de su reciente libro The Kraus Project, traducción del satírico vienés del siglo XIX Karl Kraus) o simplemente como posición en la vida (la obra de Franzen se configura a partir de la figura de la lucha: la dicotomía amigo/enemigo), las declaraciones del gran novelista del siglo XXI duelen porque en el fondo tienen mucho de cierto. “Un mundo donde todo consiste en gustar es una mentira”, exclama con nostalgia. En una época cargada de noticias fast-food y de saturación mediática, Franzen funciona como un faro de cordura en un mar de estupidez: propone complejidad y pensamiento profundo. Opone la reflexión a la ligereza, la narrativa como vehículo para la investigación de uno mismo.

Pese a ser detestado por su alergia al silicio, Franzen en el fondo no se opone a los desarrollos tecnológicos. Denuncia, más bien, la destrucción de los vínculos humanos a la que conduce su abuso. Junto al anti-gurú Jaron Lanier y al escéptico digital Evgeny Morozov, Franzen sigue los pasos de Ray Bradbury. Le da la espalda a los cantos de las sirenas del mundo digital y, como en el final de Fahrenheit 451 , escapa al bosque para unirse a los exiliados del sistema (los “hombres libro”), la memoria de una cultura letrada que vaga entre los escombros de un mundo distinto y, para ellos, distante.