La librería, lugar cruel
- Periodista:
- Gonzalo Garcés
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Una librería es un lugar violento. Eso entendí leyendo “Librerías”, el elegante y generoso ensayo de Jordi Carrión, que relata los viajes del autor por esas embajadas de un país inexistente que son las librerías del mundo. Interesante: por un lado, se siente en el libro el viejo sueño europeo de una república universal, fundada en el conocimiento, reposada y tolerante, donde los ciudadanos de rincones distantes del globo están unidos por la contemplación del mundo a través del arte: el mismo sueño que convirtió al coro final de la Novena Sinfonía de Beethoven en himno de la naciente Unión Europea.
Pero también —y para mí éste es su mayor mérito— el libro recuerda que así como antes de tararear al unísono el “Freude schöner Götterfunken” mientras los bancos se ocupaban de la desagradable tarea de gobernar, Europa fue un lugar cruel, así también las librerías, antes de convertirse en una especie pintoresca en peligro de extinción, fueron lugares donde se ejercía violencia. La violencia de la obra sobre el lector; la violencia del mercado sobre la obra. Como escribe Carrión, “la librería es crisis perpetua, supeditada al conflicto entre la novedad y el fondo, y por ello se sitúa en el centro del debate sobre los cánones culturales”. Un conflicto creativo sin duda, y posiblemente necesario para que haya cultura, pero que, acostumbrados a Internet, cada vez estamos menos dispuestos a tolerar.La cultura de Internet es una cultura de baja violencia. Se grita mucho, se opina de todo, en general sin saber de qué se habla; pero eso no es violencia, es apenas alboroto. La violencia, la verdadera, es la coerción. Y la literatura, al tiempo que placer, es también coerción. Cuando leo (digamos) Moby Dick , una aplanadora me pasa por encima. Anula mi personalidad mientras dura la lectura. Si tengo suerte, salgo de la experiencia engrandecido; pero al empezar una gran obra, justo antes de que empiece el goce, hay siempre un momento de resistencia, de agonía, cuando la potencia de la ficción me doblega. A su vez, las obras están expuestas a la violencia del mercado, que puede barrerlas de las mesas de novedades, relegarlas al fondo o condenarlas a la trituradora; y esto tampoco tiene apelación.
Por contraste, en Internet las ideas, los relatos, no se imponen: están siempre a merced de un clic aniquilador o un comentario desafiante. Tampoco pueden morir del todo: en la Red no hay trituradoras de papel. En Internet no hay tragedia, ni violencia, ni quizá tampoco obra.
Por mi parte, entre el alboroto relativamente inofensivo de Internet, menos cruel aunque también menos creativo, y la despiadada cultura del libro y las librerías, todavía me quedo con lo segundo; pero no tengo la ingenuidad de creer que son el jardín del Edén.