Una espía de la literatura
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- Pedro B. Rey
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Poco después de la caída del Muro, en 1990, Ian McEwan publicó El inocente, novela que transcurría en Berlín a mediados de la década de 1950. El marco histórico era un hecho concreto: el túnel que cavaron en combinación la CIA y el MI6 con el fin de interceptar las líneas telefónicas de los soviéticos y romper el código de sus mensajes encriptados. Hasta aquel entonces McEwan (Aldershot, 1948) era conocido, sobre todo, por relatos que exploraban la adolescencia y la cotidianidad más sórdida de la vida inglesa. El inocente se tomó como un esparcimiento, un pastiche, la demostración práctica de que el supuesto autor escabroso también podía producir, como si nada, una narración tradicional, con destino cinematográfico. Lo que se consideraba un ejercicio distractivo supuso, sin embargo, un quiebre. Aquella historia de espionaje, que abordaba los orígenes de la Guerra Fría y la disputa machista por un objeto amoroso, correspondió al hallazgo de un estilo: McEwan descubrió que era un eximio arquitecto -o, si se prefiere, maestro de obras- narrativo.
No resulta forzado leer Operación Dulce como la continuación por otros medios de aquella novela, sobre todo si se contempla que McEwan no había reincidido hasta ahora en los márgenes argumentales de la Spy Novel , ese híbrido que incluye autores tan variados como John Buchan, Ian Fleming (el creador de James Bond) o el gran John LeCarré. La novela, de hecho, funciona como reverso irónico, ultraliterario, tanto de El inocente como del subgénero: la épica espía se vuelve farsa, aunque el término comedia, incluso historia de amor, se avenga mejor. La época favorece esa percepción. La narración se sitúa a comienzos de los años setenta, en una Inglaterra sumida en la crisis económica y una Guerra Fría cada vez más ajedrecística. Lo que Philip Larkin registró en su poema "Annus Mirabilis" ("Las relaciones sexuales empezaron en 1963/ (un poco tarde para mí)/, entre el fin de la prohibición de 'Chatterley'/ y el primer LP de Los Beatles") impregna una historia que quizá deba ser leída como un paso de posta generacional.
La voz que conduce el relato pertenece a una mujer, Serena Frome. En el primer párrafo de Operación Dulce revela que cuarenta años antes ingresó en el MI5, el servicio de seguridad británico, que le fue encomendada una misión y que, no mucho después, fue despedida con deshonra. Como en toda novela de espías en primera persona, conviene desconfiar del narrador. Serena, hija de un párroco anglicano, va a estudiar a Cambridge, donde se convierte en una voraz, aunque poco intelectual, lectora de novelas. Pronto es reclutada con sutileza para la agencia por un profesor que parece salido de los tiempos de Kim Philby. Tony Canning se convierte en su maestro y amante. La dejará de manera abrupta en la estacada, aunque con un modesto puesto de aprendiz en el servicio secreto y el fantasma recurrente de su figura tutelar, que es también algo más. Como antiguo héroe de guerra y posible traidor, Canning es el paradigma de la novela de espías clásica, que, en el mundo de la coyuntura mundial setentista, empieza a ser parte del pasado.
Mientras Serena escucha bandas de rock (por ahí aparece, para mayor efecto de realidad, Jethro Tull), lo que se está jugando entre las potencias occidentales y la URSS es, al decir de un personaje bien informado, una guerra cultural, la "Guerra Fría blanda". Desconcertados por la buena prensa de la izquierda entre los intelectuales, a algunos jefes del MI5 se les ocurre promover, de la misma manera que lo hacen los soviéticos, una cultura afín a su ideología. La misión que se le encomienda a Serena, teniendo en vista su interés por los libros, es la de financiar, por medio de una fundación que haga de tapadera, a un escritor con ideales más bien liberales. Elegirá como candidato a Tom Haley, un especialista en Edmund Spenser y en The Fairie Queen . Aunque reticente, el treintañero terminará aceptando esa beca inesperada, cuyos orígenes reales desconoce y que viene de manos de una joven vistosa.
La elección será conflictiva. Apenas puede escribir algo de peso, Tom finiquita una nouvelle posapocalíptica (hasta el más obtuso de los burócratas advierte sus implicancias alegóricas) y una serie de relatos inclasificables. La lectura secreta de los manuscritos por parte de Serena, la exigencia burocrática de resultados cambian el eje del suspenso: empiezan a pesar menos las posibilidades de éxito que el daño irreparable de arruinar una vocación.
Operación Dulce (el original Sweet Tooth hace referencia a la golosina imposible de rechazar) es una narración que se adecua a los protocolos de un género, la novela de espionaje, para deslizarse con sigilo hacia la educación sentimental y la comedia. Escribir, leer, incluso amar, son también formas de la acechanza. Si la novela de McEwan tuviera pares sería un libro socarrón como Nuestro hombre en La Habana , o, por las aristas tediosas que implica el trabajo de agente encubierto, El fantasma de Harlot .
Dedicada al recientemente desaparecido periodista Christopher Hitchens, ícono indomeñable de su generación, la narración de McEwan contiene guiños a compañeros de ruta literarios. Es una juvenilia oblicua, que se entretiene redescubriendo cuánto de casual o de afortunado tienen los inicios de un escritor. Tom imagina historias similares a las del propio McEwan (en particular, la del hombre que se enamora de un maniquí, incluida en Entre las sábanas ) y comparte estrado, durante una lectura pública, con un jovencísimo Martin Amis, que lo deja en ridículo leyendo El libro de Rachel . También comparecen, entre homenajes a maestros y amigos, el poeta y biógrafo Ian Hamilton y el novelista Angus Wilson. Incluso Tom se dará el gusto de imponerse en un premio (¿amañado?) a Anthony Burgess y otras figuras literarias de proa.
En el último capítulo, una carta de Tom a Serena, escrita a máquina, hace girar la novela ciento ochenta grados y revela que, además de una comedia, Operación Dulce es un idilio. Su diferido happy ending se encuentra en el lapso que media entre los años setenta, cuando transcurre la acción, y la reescritura posterior, de fecha contemporánea. La perfección técnica de los cierres es, a partir de Expiación , casi un tic en la narrativa de McEwan. Podría verse como un abuso, pero el efecto es a su manera extraordinario: de pronto el lector descubre que ha sido espiado en el acto de haber leído..