En brazos de una mujer madura
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- Pablo Chacón
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Si es que el instinto materno no es más que otra mitología, entonces detrás de toda madre se esconde una mujer. ¿Será ésa la causa de que el último libro de Jorge Jinkis se titule No sólo es amor, madre, con una suerte de coloquialismo que recuerda al Bob Dylan de “It’s Alright Ma (I’m Only Bleeding)”, aunque el autor lo “desmienta” con una “indiscreción irreprimible”? El aserto de Simone de Beauvoir –algo exagerado– que abre este artículo, sin embargo ha dado letra a generaciones de feministas y, sin exagerar, al concepto de género, que es tan descriptivo que finalmente no dice nada o dice algo sobre una de las formas de la violencia más extendidas en los últimos tiempos, pero que sólo lateralmente aparece en este libro, libro de un “lector agradecido”, como dice de sí mismo Jinkis.
Dice algo más, por supuesto, algo que quizá sea una clave de acceso: “Cada observación recuerda algo y olvida otra cosa (...). Nos confiamos a la fecundidad de una deriva que se ciñe a esta única restricción: atender a las relaciones tumultuosas entre hijos, casi siempre varones, y sus madres”. En esas relaciones, dice Freud, es donde se encuentran los más puros ejemplos de una invariable ternura exenta de toda consideración egoísta. Advertido de que esta afirmación tiene corto alcance descriptivo de la realidad de nuestros afectos, agrega: “Es preferible que en lugar del cínico sea el psicólogo quien diga la verdad. Habría pues una exigencia de mentir en la vida real que perdería vigencia en la ficción, si fuera cierto que la ficción es una manera de mentir que deja hablar a la verdad”.
¿La verdad tiene estructura de ficción? Así parece. Si se tiene en cuenta que la verdad es de cada cual, es cualquier cosa de cada cual, y el saber no sólo necesita espacio y tiempo sino esa disyunción para hacerse transmisible, si fuera el caso. A los escritores, pintores, cineastas que convoca el psicoanalista poco les interesa el saber. Pero como a la verdad no es cuestión de adivinarla, lo mejor es dejar la psicología de lado: el relumbrón singular es un fraseo, un estilo, un personaje, una repetición, el empuje a escribir, pintar, filmar. En esa lectura atenta se disuelve la letanía entre “obra” y “biografía”, o como lo dice Jinkis: “La verdad, la que quiere decirse o se dice sin querer, entre el juego de la fantasía y la crítica de la realidad, carece de estabilidad, no tiene la consistencia de una sustancia, y la fugacidad que la anima es decisiva. Por eso, cada vez hay que inventarla”.
Subraya a Thomas Bernhard: “Si no hubiera pasado realmente por todo lo que, reunido, es hoy mi existencia, lo habría inventado”. Las citas aparecen en un capítulo titulado “Ladrones de vida”. Es lo que suelen ser los hijos para algunas mujeres que también son madres. Pero no es exactamente lo contrario lo que sucede cuando un artista decide ajustar cuentas o traficar con la nostalgia. Sucede habitualmente, pero no siempre es así. La orfandad dispara esos materiales, pero no sólo la orfandad. “También interviene otro factor desagradable y más difícil de admitir, cuando en ciertas circunstancias ese acontecimiento resulta tratado como un extremo de nuestra vida ante el que debieran rendirse todas las armas. El patetismo de tamaña desgracia asegura nuestra impunidad”, escribe Jinkis.
Es extraño, por ejemplo, leer la Carta a mi madre, de Georges Simenon. El escritor visita de urgencia a una mujer agonizante y se descubre culpable de desamor y se deshace en promesas que ya son inútiles. Publica el libro, con una foto de él, muy pequeño, en brazos de su madre. Continúa su vida, compulsiva, escritura y sexo diario –al punto de tener un episodio incestuoso con su hija, que se suicidó, no se sabe si por esa razón, al poco tiempo–. Pero hacer un juicio de sus libros por sus actos es precisamente lo que Freud dice que no debe hacerse. ¿Existe una relación axiomática entre obra y vida? Que se mienta no quiere decir que esa relación exista, aunque sea cierto que las huellas del crimen están más frescas si se trata de ficción o de una autobiografía que si se trata de filosofía o de música. El ejemplo empuja a otro ejemplo. ¿Alguien desconocía en Finlandia que Jean Sibelius era un nazi fervoroso y los nazis no amaban a la madre tierra? Dirán que no sólo los nazis. La cuestión es sobre qué cosmogonía se asentaba ese amor. Saltan algunos ejemplos: la narradora de Pendiente, la novela de Marina Dimópulos, tiene un hijo que ya siente extraño cuando se mueve en su interior. En Tenemos que hablar de Kevin, de Lionel Schriver, la extrañeza se hace patente una vez nacido Kevin, que a ojos de su madre parece la cucaracha de La metamorfosis. Podría pensarse con alguna razón que se trata de los ideales caídos de la burguesía cosmopolita de principios de siglo XXI. En La danza de los vampiros, Sharon Tate, entonces mujer de Polanski, compone un personaje adorable. Dos años después, fue asesinada por la banda de Charles Manson. Embarazada de ocho meses, nunca supo si odiaría o no a su hijo, hijo de un polaco que algunos años antes no se enteró de inmediato de que su madre había sido gaseada en Auschwitz. Jinkis usa otros ejemplos, todos remiten a espacios cerrados, claustrofóbicos, asfixiantes, como pueden ser los espacios abiertos al infinito una vez que el nonato asoma la cabeza para salir de su escondite. Kafka, por ejemplo: “Desde hace meses me quejo de estar siempre enfermo, sin padecer de una enfermedad determinada que me obligue a guardar cama. Este deseo proviene sobre todo, seguramente, de la conciencia que tengo de cómo puede consolarme mi madre, por ejemplo cuando, saliendo de la sala iluminada, entra en la penumbra del cuarto del enfermo, cuando el día empieza a convertirse monótonamente en noche”.
En el número 59 de Conjetural, Jinkis escribe: “Freud descubre que el tropiezo o fallido se convierte en el pretexto de un propósito que permanece secreto para nosotros. Pero, desde que el psicoanálisis tiene la gravitación que se sabe en la escena social, se añade una dificultad: ¿no es su vigencia como lugar común lo que habría que analizar?”.
No sólo es amor, madre. Jorge Jinkis Edhasa 280 páginas
El libro abre con un poema de José Lezama Lima, acaso cifrado en el primer verso (“Deseoso es aquel que huye de su madre”). Deseoso no responde a géneros. La madre está prohibida. El verso adquiere un valor lírico que amenaza cerrar el circuito por un regreso al origen.
Dice Jinkis: “En lo que concierne a la madre, Lacan articula la prohibición del incesto por una cláusula que tiene resonancias de la traducción griega de la Biblia: no reintegrarás tu producto. La matriz es la gran dispensadora de vida, y la madre puede hacer de esa ternura una pasión devoradora”.
La mujer es lo negro del mundo, decía John Lennon, que cantó una canción dedicada su madre, internada en un hospicio. Mijail Sujarov filma Madre e hijo. En menos de una hora muestra cómo se apaga una anciana, cómo crece el desamparo del hijo. El hombrecito castrado se enfrenta a lo otro del sexo con las armas que tiene. Entre sexos (cualesquiera sean) existe una guerra sin solución, interrumpida por rachas de alegría o aullidos de nacimiento o muerte. Y los episodios de la historia de un arte neurótico que dice no sólo es amor, madre.