El duelo y sus dilemas
- Periodista:
- Soledad Quereilhac
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La muerte del padre ha sido siempre un disparador de narraciones. Es un acontecimiento que no sólo obliga a lidiar con una ausencia y sus recuerdos, sino que además fuerza al reciente "huérfano" -no importa la edad- a repensarse como el protagonista vivo de una historia que ya no podrá modificarse. Polígono Buenos Aires , tercera novela del escritor argentino Marcos Herrera (1966), salda cuentas de manera notable con la potencialidad narrativa de la muerte paterna, no sólo en cuanto a lo argumental, sino principalmente en cuanto a los procedimientos. El tono coloquial porteño que abruptamente fuga hacia un surrealismo sórdido, la combinación del realismo con elementos fantásticos, tímidamente vestidos de ciencia ficción, pero no obstante atractivos y disruptivos de la verosimilitud dominante, son los responsables de solventar el proceso de un duelo y sus dilemas.
Esta alternancia de registros y de planos de realidad -aquello que en efecto sucede en la novela y aquello que el narrador ve, alucina, distorsiona o recuerda- persigue una respuesta que no logra encontrarse del todo: cómo lidiar con la muerte de un padre cuyo legado no se quiere retomar y cuyo mandato jamás se ha acatado, a costa, quizá, del peligro de la propia disolución o de convertirse en una débil capa transparente de personalidad. El protagonista, Claudio, un dealer de marihuana que sólo aspira a vivir con lo justo, es un sobreviviente de la vida delictiva de alto rango a la que estaba destinado. Su padre, eximio tirador y frecuentador del polígono de tiro, quiso iniciarlo en las armas, pero él siempre se negó. La falta de puntería -con las armas, con su deseo, con lo real- es un tema que atraviesa toda la novela y que encuentra una resolución final violenta, incendiaria, al estilo de Erdosain y su rayo de la muerte, pero con modos contemporáneos.
El narrador transita por Buenos Aires y sus alrededores -un polígono deforme entre Avellaneda, Mataderos, Vicente López, Chacarita, el Centro- sintiéndose Diógenes de Sínope, el cínico filósofo vagabundo que renuncia a los lujos y sale en busca de un hombre honesto. Pero esta imagen adolece constantemente de una mutación moral; Diógenes da lugar al Hombre Araña, reminiscencia infantil de la máscara de ese personaje que el padre usó para uno de sus atracos. Esta abrupta mutación entre universos disímiles (la antigua Grecia, el cómic), se reproduce en muchos párrafos: la esquina de Bartolomé Mitre y Reconquista, además de ser un punto roñoso de la ciudad, es "ese lugar donde la moscas beben de los lagrimales de los búfalos moribundos"; los mozos de los bares son "soldados de la muerte", mientras que el encargado de los videojuegos posee "jeta de cefalópodo, nimbada por la llaga de luz de la entrada a la gruta".
Claudio -o Diógenes de Sínope, o el Hombre Araña- pasa buena parte de la novela fumando marihuana y eso justifica las constantes fugas surrealistas hacia formas del mundo antiguo, eficazmente escritas y de convivencia notable con un tono coloquial porteño verosímil. Pero también, esas fugas son producto del extrañamiento del mundo que produce el duelo; en este sentido, Polígono Buenos Aires logra una efectiva correspondencia entre su tema y sus recursos formales.
Por el contrario, donde no fluye similar sintonía es en el coqueteo con algunos elementos de la ciencia ficción que jamás se retoman; al igual que en muchas novelas argentinas de las últimas décadas (con excepción de las de Marcelo Cohen), no se logra aquí más que un uso accesorio y accidental de la ciencia ficción. Atrayentes motivos como aceitunas que giran solas o gusanos radiactivos no encuentran un lugar propio en la trama y quedan abandonados, sin más. Con todo, el efecto de extrañamiento y la dimensión fantástica que rompe con el realismo perviven en las metáforas convocadas por la percepción de Claudio; quizás no sea del todo iluso esperar una cuarta novela de Herrera que potencie esas aristas que aquí se insinúan.