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Pasajera en tránsito

Periodista:
Emanuel Rodríguez
Publicada en:
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Insólito y sorprendente como un destello en una noche de campo, el caso de El colectivo no tiene paralelo en la historia de la literatura local. La novela acaba de ser publicada por el sello Edhasa y es la opera prima de Eugenia Almeida, una escritora cordobesa de bajísimo perfil que vive en Unquillo y trabaja como docente. Hasta aquí no hay nada raro, pero un detalle lo cambia todo: el libro se publicó primero en España, Portugal, Grecia, Francia e Italia, y cosechó auspiciosas críticas en todos esos países, y también en Bélgica, donde se distribuyó la edición francesa.

El trayecto de El colectivo es insólito porque parece la vuelta de un viaje común: El colectivo llega a Córdoba dos años después de su primera publicación, seis años después de que Eugenia lo escribiera, y varios viajes internacionales después de la primera vez que la autora subiera a un avión, en 2007, cuando voló a España a recibir el premio con el que comenzó esta larga historia.

La otra orilla. Año 2005. Tal vez Eugenia hubiera preferido mantener el asunto en la intimidad, celebrar con algunos amigos, y listo. Pero una de sus amigas envió un e-mail al diario: la escritora, desconocida en el ámbito de las letras, había ganado un premio en España. Se trataba del premio internacional de novela “Las dos orillas”, organizado por el Salón del Libro Iberoamericano de Gijón, España. En ese certamen, que ofrecía entre sus premios la publicación del libro en cinco países europeos, El colectivo obtuvo el primer puesto.

La escritora se negó rotunda, enérgicamente a ser fotografiada. Quería ser lo contrario de una noticia, y aún no tenía noción de los alcances de su logro. En ese momento Eugenia inscribió en el mapa local de la literatura un nombre sin obra, porque el libro no sería editado sino hasta dos años después, en 2007, y sólo en Europa. Había que estar atentos a esta chica de 30 y pico de años, pero había poca evidencia: algún texto publicado en la sección Lecturas de Verano de La Voz del Interior daba cuenta de una segunda novela en progreso, La pieza del fondo. Nada más.

Año 2008. Justamente esa segunda novela fue la que el sello Edhasa evaluó primero para su publicación. Los editores se entusiasmaron, pero cuando se enteraron de la historia de El colectivo, cambiaron de prioridades. El libro de Almeida ya había cumplido el tiempo estipulado por los contratos europeos para liberar sus derechos en América latina, y finalmente la obra podía llegar a los lectores argentinos.

Año 2009. Y la novela llegó: “Estoy muy ansiosa, siento un vértigo terrible, pero al mismo tiempo es raro porque ya hace dos años que el libro salió en España, y en este tiempo me han invitado a varios lugares, siempre en relación con el libro, las entrevistas, las charlas y las conferencias han sido siempre sobre eso”, dice la autora. “Es como empezar de nuevo, pero no”.

Polvo y miedo. El colectivo cuenta la historia de un pueblo de la provincia de Córdoba en la década de 1970, en el que el colectivo deja de parar. Pasa, pero no se detiene a subir pasajeros, y sólo deja una estela de polvo en la ruta. Los vecinos del pueblo comienzan a impacientarse y tejen todo tipo de conjeturas a la sombra de una cotidianidad marcada por los efectos de la última dictadura en la Argentina. Las sospechas, la paranoia, comienzan a dar cuenta de un tejido social resquebrajado en el que, a pesar del aislamiento del pueblo, resuena con una sutileza brutal la violencia instituida por los gobiernos militares.

“Quiero ver qué pasa acá. Porque aunque el libro parece tener una temática muy local, en cada uno de los países en que fue publicado ha habido apropiaciones diferentes del tema”, dice Eugenia, mientras intenta, sin éxito, sonreír frente a la cámara de fotos. Su libro ha sorteado pruebas difíciles en cinco países europeos, y ahora se enfrenta a un público al que, paradójicamente, su autora no está acostumbrada.

Tampoco estaba acostumbrada a Europa: con cierta incomodidad, Eugenia cuenta que viajó por el Viejo Continente sin poder dormir en los lujosos hoteles que le asignaban: “En el primer hotel al que me invitaron en Portugal, las luces se prendían con una tarjeta, que es la misma que abre la puerta. La ‘chuncana’ llegó, y una vez dentro de la habitación no encontraba la manera de prender las luces. ¡Me tenía que bañar porque en media hora tenía una cena! Toqué todas las teclas y nada, hasta que, desesperada, oí a un hombre que pasaba por el pasillo hablando español y salí y le dije: discúlpeme, yo nunca estuve en un hotel así, ¿cómo se prende la luz?”.

Esa misma sensación de no pertenecer la invade cuando se habla de ella como de “una escritora”. Le gusta escribir, claro, pero les teme a las etiquetas del oficio “porque, ¿qué pasa si después no escribo más?”.

En muchos aspectos, Eugenia parece el antónimo de una escritora, o por lo menos una versión de ese vocablo librada de la mayoría de sus acepciones: da la sensación de que incluso llamarle humildad a su postura ante este fenómeno podría ser hiperbólico. “Estoy contenta con El colectivo: para lo que yo puedo hacer, me parece un libro que está bien. Pero no me parece que pueda escribir la gran novela, ni revolucionar la literatura... y me mantengo dentro de esos márgenes”, dice.

Sutileza. A grandes rasgos, la literatura referida a la última dictadura en la Argentina ha atravesado dos etapas: una testimonial, urgente, inmediata a los acontecimientos, caracterizada por la denuncia explícita de la violencia de Estado y de las atrocidades cometidas por las fuerzas públicas. Es la literatura producida a partir de 1983, y que atraviesa los ‘80 y los ‘90. Hacia finales de esa última década, comienza a escribirse otra literatura, en un tono mucho más marcado por la reflexión crítica en torno de los años de militancia. Es una narrativa que tiene como obras centrales a la novela de Sergio Schmucler Detrás del vidrio, por ejemplo. El colectivo no adscribe a ninguna de estas tradiciones: habla de la dictadura sin hablar específicamente de ella, da cuenta del horror sin recurrir a las herramientas que habitualmente hacen explícito ese horror.

“Nunca pensé tratar el tema de la dictadura –explica la autora–. Quise escribir la historia de esta gente, en ese pueblito, que tiene que cruzar la vía y que se le va el colectivo. Y esa historia quedó en un cuaderno que como no daba vuelta bien las hojas, me embolé y lo dejé. Y unos años después lo vi y me puse a seguirlo”.

Todo se reduce a una simpleza que asombra, hasta que Eugenia Almeida va un poco más allá: “Particularmente la razón que me llevó a retomar este libro fue que yo estaba en un momento muy jodido, con trámites familiares horrendos. Me pasaba el día viendo expedientes horribles. Volvía a mi casa y me decía: a ver qué estará haciendo esta gente...”.

¿Y qué hacía esa gente? “A mí lo que me inquieta de El colectivo es lo que transcurre, el cotidiano, la gente común... y me parece que está bueno pensar en eso porque los mismos mecanismos de delación, de sospecha, de persecución, de racismo, de homofobia de la dictadura siguen totalmente vigentes. Cuando uno oye lo que se dice en la tele, lo que dice la gente en la calle, la discusión sobre el campo… esa chiquitez en la que el vecino es capaz de vender al que vive al lado o esa grandeza del vecino que es capaz de abrirte la puerta y esconderte sin preguntarte nada, siguen vigentes. Fue terriblemente más explícito durante la dictadura, porque eran otras condiciones, pero esas cosas se siguen dando”.

La obra indaga entonces en las relaciones personales: “Se juntaron dos preocupaciones y por eso salió el libro: la dictadura, que para mí es un tema que sigue abierto, sangrante, porque no hemos hablado lo que hay que hablar, no se ha hecho justicia... Y la otra preocupación, sobre qué hace una persona por otra”. Esa instancia es un tema que Eugenia reconoce como recurrente en su obra. “Me parece que no hay nada más. Después son todas palabras, ahora, cuando vos estás solo, con tu vecino, con tu hermano, con tu pareja… ahí es donde se ve qué sos”.

El pueblito cordobés funciona entonces como escenario de esa soledad en la que se define la humanidad de las personas. Un escenario que replica a escala el horror de un mundo convertido en una trampa mortal. Pero no hay desesperanza en El colectivo, a pesar de la desolación: “El mundo es horrendamente doloroso, es un lugar terrible, pero hay destellos. Y yo a las fichas las pongo en los destellos”, dice Almeida. Su preocupación deviene en una búsqueda del humanismo en los gestos mínimos. “Las cosas que cuentan son las que uno hace en la oscuridad”, asegura, y apenas sonríe, como un pequeño destello en una noche de campo.