El hada madrina
- Periodista:
- Sin Autor
- Publicada en:
- Fecha de la publicación:
- País de la publicación:
A la dirección de 17 Purlieu Villas se produjo la llegada de un hada madrina. De un azul nocturno y discretamente lustroso, el enorme Daimler –parecía más grande que la misma casa- rodó como suspirando calle arriba. (El Daimler oscuramente radiante siempre le recordaba a Susan melodías hebreas: “Como estrellas en el mar cuando las olas azules rompen de noche sobre la profunda Galilea”). Entre cortinas de encaje había ojos siguiendo su recorrido: era extraño que cuarenta caballos pasaran por delante de estas ventanas suburbanas. El barullo se detuvo en el portón del número 17. El chofer saltó abrió la puerta. Apareció el hada madrina.
La señora Escobar era alta y delgada, de un modo tan atípico que, vestida a la moda, ella parecía la ilustración de una revista, fantásticamente elegante, más allá de toda realidad.
Hoy estaba de negro; un abrigo negro con un dobladillo rojo, muy fino, en los puños y en el cuello, en los bolsillos y en los bordes de la pollera. Una larga chalina de muselina rodeaba su cuello y de allí ondeaba un volado elaborado, que se proyectaba desde sus solapas como el ala ociosamente agitada de un pez tropical. Sus zapatos eran rojos; había un toque rojo en el adorno de sus guantes, otro en su sombrero.
Salió del auto y, girando hacia la puerta abierta dijo “Bueno, Susan, no pareces tener ninguna prisa por salir”.
Susan, agachada para juntar los paquetes en el suelo del automóvil, levantó la vista.
-Ya voy -dijo.
Se acercó apresurada a las rosas blancas y a la terrina de foie gras. En el camino, se le cayó la caja que contenía la torta de chocolate.
La señora Escobar se rió.
–Tú, viejo ganso -dijo, y un tono chapucero hizo vibrar su voz. –Sal y deja que Robbins recoja las cosas. Llévelas, Robbins, –añadió con otro tono mirando al chofer- las lleva, ¿no?
Lo miró con confianza; su sonrisa era seductora, casi sentimental.
-¿No, Robbins? -repitió, como si estuviera pidiendo el más grande de los favores.
Esos eran los modos de la señora Escobar. Le gustaba imprimirle a cada relación, la más casual, la más comercial o formal, una cierta cualidad íntima, de confianza. Les hablaba a los empleados de un comercio acerca de sus amores, les sonreía a los criados como si quisiera convertirlos en sus confidentes o sus amantes, discutía de filosofía con su plomero, le regalaba chocolates a jóvenes mensajeros de la zona e incluso, cuando eran especialmente querúbicos, les daba besos maternales. Quería “entrar en contacto con gente”, como ella decía, para revolver y pellizcar sus almas y sonsacarles los secretos de sus corazones. Quería que todos fueran conscientes de ella, que la quisieran y adoraran desde el primer vistazo. Algo que no impedía que le agarraran ataques de furia hacia el personal de comercios que de inmediato no la podían proveer de exactamente aquello que deseaba, que insultara violentamente a los criados que no se presentaban ante el llamado de la campanilla con la rapidez suficiente, que llamara al plomero que se demoraba un mentiroso y un ladrón, que despidiera al joven mensajero que le traía un regalo del admirador equivocado, no sólo sin chocolates y sin beso, sin siquiera una propina.
“¿No lo haría?”, y su mirada pareció añadir un “por mí”. Sus ojos eran delgados y largos. El párpado inferior dibujaba una línea horizontal casi recta; el superior, una curva gradual. Entre los párpados, un par de iris de azul pálido rodaban con su luz para un lado y otro con expresividad.
El chofer era joven y nuevo en el puesto. Se sonrojó y desvió la mirada.
-Ah, sí, por supuesto- dijo, y se tocó la gorra.
Susan dejó la torta de chocolate y el foie gras y salió. Sus brazos estaban cargados de paquetes y flores.
-Pareces una pequeña Mamá Noel -dijo la señor Escobar, juguetona y afectuosa.- Déjame agarrar algo.
Eligió el ramo de rosas blancas, dejándole a Susan la bolsa de naranjas, el pollo frío, la lengua y el oso de peluche.
Robbins abrió el portón; entraron al modesto jardín.
-¿Dónde esta Ruth? -dijo la señora Escobar.- ¿No nos está esperando?
Su voz expresaba decepción y denotaba reprobación. Sin duda, había esperado que la aguardaran en la entrada y la acompañaran a cruzar el jardín.
-Supongo que no podía abandonar al niño- dijo Susan, mirando con ansiedad a la señora Escobar por sobre la pila de sus paquetes.- Uno nunca puede estar seguro de ser capaz de hacer lo que quiere cuando tiene hijos, ¿no?
No obstante, quería que Ruth hubiera aparecido por el portón. Sería horrible que la señora escobar la creyera negligente o desagradecida. “Ay, Ruth, ven”, se dijo a sí misma, y lo deseó tanto que se dio cuenta que estaba apretando los puños y contrayendo los músculos del estómago.
Los puños y los músculos abdominales hicieron su trabajo, porque la puerta de la casa se abrió de pronto y Ruth apareció y bajó los escalones corriendo, llevando al niño en sus brazos.
-Le pido mil disculpas, señora Escobar -comenzó- pero sabe, el niño acababa de…
La señora Escobar no le permitió terminar la oración. Momentáneamente mareada, su cara se iluminó de nuevo. Sonrió encantadoramente. Sus párpados se aproximaron; delgadas líneas partían de ellos, un halo de un humor cautivante.
-Aquí está Mamá Noel -dijo, señalando a Susan.– ¡Cargada con vaya uno a saber qué! Y yo a cambio tenga unas pobres florcitas. -Elevó las rosas hasta sus labios, las besó y rozó la mejilla de Ruth con el ramo a medias abierto.
-¿Y cómo está esta persona divina? -Tomó la pequeña mano del niño y la besó. El niño la miró con ojos grandes, serios, ingenuos, y debido a su ingenuidad profundamente críticos, como los ojos de un ángel del día del juicio final.
-¿Cómo está? -dijo él en su voz solemne, aniñada.
-Qué dulce -dijo la señora Escobar y no le prestó más atención. No estaba muy interesada en los niños.- ¿Y tú, querida?- preguntó, dirigiéndose a Ruth. La besó. La besó en los labios.
-Muy bien, gracias, señora Escobar.
La señora Escobar la examinó tomando distancia, con una mano sobre un hombro de Ruth.
-Te ves ciertamente bien, mi querida niña -dijo. – Y más hermosa que nunca. Arrojó el gran ramo de rosas en el pliegue del codo del brazo desocupado de la joven madre. -¡Qué bella y pequeña Madonna! -exclamó y, girando hacia Susan, preguntó: -¿Alguna vez has visto algo más encantador? Susan sonrió y asintió, con cierta incomodidad; después de todo, Ruth era su hermana mayor. – ¡Y tan absurdamente, absurdamente joven!- prosiguió la señora Escobar. – En fin, se trata sin dudas de un détournement de mineur, el estar casada y tener un niño. Sabes, mi querida, realmente te ves más joven que Susan. Esto es un escándalo.
Avergonzada por los elogios descarados de la señora Escobar, Ruth enrojeció. Y no era solamente la modestia que subió su sangre a las mejillas. Esta insistencia en el aspecto juvenil de su apariencia la humillaba. Porque este aire infantil se debía en gran parte a su ropa. Hacía sus propios vestidos –cosas más bien “artísticas” en géneros de colores brillantes o con telas extensas-, del único modo en que sabía cómo o en que tenía el tiempo de hacerlas: rectas de arriba abajo, con un canesú y sin mangas, para ser usado encima de una camisa. ¡De una monotonía escolar! ¿Pero qué es lo que uno puede hacer si no puede comprar ropa decente? Y su cabello corto era también terriblemente escolar. Ella lo sabía. ¿Pero de nuevo, qué es lo que ella podía hacer acerca de eso? ¿Dejárselo crecer? Daría tanto trabajo mantenerlo prolijo, y ella tenía tan poco tiempo. ¿Rebajárselo? Pero también necesitaría hacerse ondas, y necesitaría tenerlo bien cortado por un buen peluquero. Todo eso significaba dinero. ¡Dinero, dinero, dinero!
No, si ella se veía tan ridículamente joven, eso se debía simplemente a que era pobre. Susan era una beba, cinco años más joven. Pero parecía mayor. Tenía aspecto de más grande, porque estaba bien vestida, con ropa de una verdadera modista. Vestidos de adulto, aunque sólo tuviera diecisiete. Y su cabello castaño, corto, estaba hermosamente ondulado. La señora Escobar le daba a Susan todo lo que quería. Cada bendita cosa.
De pronto se vio detestando y despreciando a esta hermana envidiablemente feliz. ¿Después de todo, qué era ella? Apenas un perro faldero en la casa de la señora Escobar. Apenas una muñeca; la señora Escobar se entretenía vistiéndola, jugando con ella, haciéndole decir “Mamá”. Era una posición indigna, indigna. Pero incluso cuando pensaba acerca de lo despreciable que era Susan, se quejaba ante el destino, que no le había permitido compartir las bienaventuranzas de Susan. ¿Por qué Susan tenía que tenerlo todo, mientras que ella…?
Pero de golpe se acordó del niño. Impulsivamente, giró su cabeza y besó la mejilla redonda y rosácea del niño. La piel era lisa, suave y fresca, como el pétalo de una flor. Pensar en el niño la hizo pensar en Jim. Se imaginó como la besaría cuando regresara del trabajo. Y esta noche, mientras cosiera, leería en voz alta Decadencia y caída del Imperio Romano de Gibbon. ¡Cómo lo adoraba cuando se sentaba con sus lentes a leer! Y el modo curioso en que pronunciaba la palabra “persas” – no perzas sino persas. Pensar en los persas la hizo desear con toda su alma que él estuviera junto a ella, para que pudiera arrojar sus brazos alrededor de su cuello y besarlo. Persas, persas; repetía la palabra para sí misma. ¡Cómo lo adoraba!
Con un súbito arrojo de afecto, intensificado de inmediato por un arrepentimiento por sus pensamientos odiosos y el recuerdo de Jim, giró hacia su hermana.
-Bueno, Sue -dijo. Se besaron por encima del pollo frío y la lengua.
La señora Escobar miró a las dos hermanas y, con sólo mirar, se colmó de placer. ¡Qué encantadoras eran, pensó, qué espontáneas y jóvenes y hermosas! Se sintió orgullosa de ellas. Porque después de todo, ¿no eran de alguna manera una invención suya? Un par de jóvenes, bien educadas, de un modo incluso exquisito; luego, se quedan de pronto huérfanas y sin un centavo. Podrían haberse hundido, desaparecido sin dejar un rastro. Pero la señora Escobar, que había conocido a su madre, llegó para rescatarlas. ¡Irían a vivir con ella, pobres niñas! Y ella sería su madre. Con un poco de ingratitud, como siempre le había parecido, Ruth había preferido aceptar la propuesta de Jim Waterton de un matrimonio prematuro y arriesgado. Waterton no tenía dinero, desde luego; era sólo un muchacho, con toda su carrera por delante. Pero Ruth había hecho su elección, con deliberación. Habían estado casados durante cinco años. La señora Escobar se había ofendido un poco. De todas maneras, había realizado sus visitas de hada madrina a Purlieu Villas periódicamente; se había hecho madrina normal del niño. Mientras tanto, Susan, que tenía apenas trece años cuando murió su padre, había crecido bajo el cuidado de la señora Escobar. Estaba atravesando los dieciocho ahora, y era encantadora.
-El placer más grande del mundo- le gustaba decir a la señora Escobar- es ser bondadoso con otra gente.
Sobre todo, podría haber añadido, cuando esas otras personas son pequeñas criaturas jóvenes y atractivas que te adoran.
-Queridas niñas. -dijo y, acomodándose entre las dos, rodeó la cintura de ambas. De repente se sintió profunda y hermosamente conmovida, tanto como cuando oía el Sermón de la Montaña o la historia de la mujer adúltera que se leía en la iglesia.
-Queridas niñas-. Su poderosa voz tembló un poco, se le llenaron los ojos de lágrimas. Apretujó a las niñas contra su cuerpo. Abrazadas, caminaron por el sendero hasta la puerta de entrada. Robbins las siguió a una distancia respetuosa, llevando el foie gras y la torta de chocolate.
II
-¿Pero por qué no es un tren? -preguntó el niño.
-Pero es un oso tan bello.
-Tan bello… -insistió Susan.
Las caras de las hermanas expresaban una avergonzada ansiedad. ¿Quién lo hubiera predicho? El niño detestó al oso de peluche. Él quería un tren, y nada que no fuera un tren. Y la señora Escobar había elegido el oso ella misma. Era un oso muy especial, cómico de un modo más bien artístico, había que verlo; hecho de felpa negra, con grandes ojos de cuero blanco y botones de metal.
-Y miren cómo se revuelca -deslizó Ruth. Le dio al animal un empujoncito; rodó por el piso. –Sobre ruedas. -añadió. El niño tenía debilidad por las ruedas.
Susan se estiró y recogió al oso. -Y cuando tiras de este piolín ruge-. Tiró del piolín. El oso dio un chirrido ronco.
-Pero quiero un oso -insistía el niño. –Con rieles y túneles y señales.- Él las llamó sinialis.
-En otro momento, querido -dijo Ruth.- Ahora ve y dale un beso a tu oso. ¡Pobre peluche! Está tan triste.
Los labios del niño temblaron, su cara se distorsionó con la angustia, comenzó a llorar.
-Quiero sinialis -dijo.- ¿Por qué no me trae sinialis?-. Señaló acusando a la señora Escobar.
-Pobre alma -dijo Escobar. –Ya tendrá sus sinialis.
-No, no -le rogó Ruth.- Adora a su oso, sabe. Es sólo una necia idea que se le metió en la cabeza.
-Pobre alma pequeñita -repitió Escobar. Pero qué niño malcriado, pensó. Tan malcriado, y ya indiferente. Se había tomado tanto trabajo con el oso. Una verdadera obra de arte. Habría que decirle a Ruth, por el bien de ella y del niño. Pero era tan susceptible. ¡Qué necia era la gente de ser tan susceptible sobre esta clase de cosas! Tal vez lo mejor sería hablar con Susan acerca de esto y dejar que hablara tranquila con Ruth, cuando estuvieran a solas.
Ruth quiso distraer la atención.
-Mira este hermoso libro que te ha traído la señora Escobar. -Levantó un flamante ejemplar del Libro del Nonsense de Edward Lear.- Mira. –Pasó las páginas seductoramente ante los ojos del niño.
-No quiero mirar -respondió el niño, obstinado en convertirse en un mártir. Sin embargo, al final, no puedo resistirse a las ilustraciones. -¿Qué es eso? -preguntó de mal humor, aún intentado pretender que no estaba interesado.
-¿Te gustaría que leyera uno de estos adorables poemas?- preguntó la señora Escobar, arrojándole brasas encendidas al que despreciaba el oso.
-Ah, sí -exclamó Ruth con un ansioso entusiasmo. –Sí, por favor.
-Por favor –repitió Susan.
El niño no dijo nada, pero cuando su madre quiso entregarle el libro a la señora Escobar, intentó negarse…
-Es mi libro –dijo con una voz de queja elevada e iracunda.
-Cállate –dijo Ruth, y le tocó la cabeza para calmarlo. Dejó ir el libro.
-¿Cuál elegimos? –preguntó la señora Escobar, pasando las hojas del volumen. -¿“El Yonghy-Bonghy-Bo”? ¿O “Pobble, que no tiene dedos en los pies”? ¿O “Dong, el de la nariz luminosa”? ¿O “El búho y la gatita”? ¿Cuál?
Levantó la vista, interrogándolo con una sonrisa.
-“ Pobble” –sugirió Susan.
-Yo creo que el mejor para empezar es “El búho y la gatita” –dijo Ruth. –Es más fácil de entender que los otros. Te va a gustar oír del gatito, ¿no, hermoso?
El niño asintió sin entusiasmo.
-¡Qué dulzura! –dijo la señora Escobar. –Tendrá su gatito. A mí también me encanta. -Encontró la ubicación en el libro. –“El búho y la gatita” –anunció en una voz más vibrante y seductora de lo habitual. La señora Escobar había estudiado elocución con los mejores profesores, y le agradaba actuar, en funciones de caridad. Había sido inolvidable como Tosca en ayuda el Hospital de Niños de Hoxton. Y después hizo de Portia para los ortopédicos, de la señora Tanqueray para los tuberculosos (¿o había sido Tanqueray para los incurables?).
-¿Qué es un búho? -preguntó el niño.
Interrumpida, la señora Escobar emprendió una lectura preliminar del poema para sí misma; sus labios se movían a medida que leía.
-Un búho es una especie de gran pájaro gracioso -respondió su madre y le pasó un brazo alrededor de su cuello. Ella esperaba que se mantuviera más callado con esta posición.
-¿Los núhos muerden?
-Búhos, hijo, no núhos.
-¿Muerden?
-Sólo cuando la gente los molesta.
-¿Por qué los molesta la gente?
-Sshh –dijo Ruth. –Ahora debes escuchar. La señora Escobar te va a leer una hermosa historia acerca de un búho y una gatita.
Mientras tanto, la señora Escobar había estado estudiando su poema.
-¡Demasiado bello! -dijo, a nadie en particular, sonriendo con ojos y labios mientras hablaba. –Tan poético, en verdad, aunque no tenga sentido. Después de todo, ¿qué es la poesía sino sinsentido? Un sinsentido divino.
Susan asintió.
-¿Empiezo? -preguntó la señora Escobar.
-Oh, sí -dijo Ruth, sin dejar de acariciar la cabellera sedosa del niño. Ahora estaba más calmo. La señora Escobar comenzó:
-“El búho y la gatita se lanzaron a la mar
En un hermoso (después de una breve pausa y con intensidad) barco verde como las arvejas.
Un poco de miel decidieron llevar (la voz portentosa se elevó un tono y cayó) y mucho dinero,
Envueltos (breve pausa) en un billete de cinco libras.”
-¿Qué es un billete de cinco libras? -interrogó el niño.
Ruth ejerció más presión con su mano sobre la cabeza, como si quisiera aplastar su creciente curiosidad.
-¡Sh-sh!- dijo.
Ignorando la interrupción, la señora Escobar prosiguió, después de un silencio breve y dramático, con el segundo párrafo.
-“Mirando las estrellas el búho cantaba (su voz resonó profundamente con la pasión de una noche amorosa y tropical)
Acompañándose con una pequeña (breve pausa) guitarra”
-Mamá, ¿qué es una guit…?
-Cállate, amor, cállate.
Casi podía sentir el espíritu inquisidor del niño sudando por entre sus dedos firmes.
Con un relampagueo de verdes esmeraldas, y un colorido fulgor de brillantes, la señora Escobar apoyó su larga mano pálida sobre su corazón y elevó sus ojos hacia constelaciones imaginarias.
-“Ay hermosa gatita, mi cielo, mi amor,
Qué (bajó la voz teatralmente) hermosa gatita que eres,
Qué hermosa gatita sois.
-Pero Mamá, ¿a los búhos les gustan los gatos?
-No hables, querido.
-Pero me dijiste que los gatos comen pajaritos.
-Este gato no, mi amor.
-Pero dijiste eso, mamá.
La señora Escobar comenzó con la nueva estrofa.
-Le dijo la gatita al búho, Eres un ave tan elegante,
Y es tan dulce tu canción (la voz de la señora Escobar se volvió lánguida).
Ven, por qué no nos casamos; nos hemos demorado mucho tiempo.
¿Pero qué (pausa; la señora Escobar hizo un gesto desesperado, luminoso por los anillos) debemos hacer (pausa) para encontrar el (su voz se elevó para que fuera una pregunta) anillo?
¿Pero qué debemos hacer para encontrar el anillo?
De modo que navegaron durante un año y un día
Hacia la tierra donde crece el árbol del Bong
-¿Qué es un árbolcrecedelBong, Mamá?
La señora Escobar elevó su voz levemente para tapar la interrupción infantil y prosiguió con su recitado.
-Y allí (pausa) en un bosque (pausa) había un noble cerdo,
Con un anillo…
-Pero Mamá…
-Con un anillo (repitió la señora Escobar aún más fuerte, trazando un círculo en el aire) en la punta de su nariz…
-¡Mamá! –el niño estaba furioso de impaciencia; sacudió el brazo de su madre. -¿Por qué no me lo dices? ¿Qué es un árbolcreceBong?
-Espera, mi niño.
Susan se puso un dedo sobre sus labios.
-Sh-sh.
¡Cómo le hubiera gustado que se comportara bien! ¿Qué pensaría la señora Escobar? Y su lectura era tan bella.
-Con un anillo (la señora Escobar trazó un círculo todavía más amplio) en la punta de la nariz.
-Es una especie de árbol -susurró Ruth.
-“Querido cerdo, ¿querría usted vendernos su anillo por un chelín?
Sí quiero, dijo el cerdo.
Así que lo tomaron y al día siguiente se casaron
Frente al pavo que vive en la colina (la nota soñadora que entró en la voz de la señora Escobar logró que la colina del pavo sonara maravillosamente azul, romántica y remota),
Frente al pavo que vive en la colina.
Cenaron picadillo y rodajas de membrillo,
Que comieron con una cuchara puntiaguda,
Y…”
-¿Qué es puntiaguda?
-Cállate, amor.
-“Y tomados de la mano (la voz se volvió seductoramente tierna, como un durazno con un sentimiento aterciopelado), a orillas…”
-¿Por qué dices sh-sh, así? -gritó el niño.
Estaba tan enojado que comenzó a golpear a su madre con sus puños.
La interrupción fue tan escandalosa, que la señora Escobar se vio forzada a notarla. Se limitó a fruncir el ceño y a apoyar un dedo sobre sus labios.
-“A orillas del mar (el océano entero estaba en la voz de la señor Escobar)
Bailaron (qué dicha y qué ternura tan exquisita, tan nupcial) bajo la luz (habló muy despacio; dejó que su mano, que había elevado, cayera gradualmente, como un pájaro cansado, hacia su rodilla) de la luna.”
Si alguien hubiera podido oír esas palabras finales, habría oído el espacio interestelar, y el misterio de los movimientos planetarios, y la serenata de Don Juan, y el balcón de Julieta. Si alguien hubiera podio oírlas. Pero el grito que pegó el niño fue tan agudo y penetrante, que fueron prácticamente inaudibles.
III
-Creo que un día deberías hablar con Ruth seriamente- dijo la señora Escobar, de regreso de Purlieu Villas- acerca del niño. No creo que lo esté criando bien en absoluto. Es un malcriado.
La acusación estaba envuelta en algo más general. Pero Susan comenzó enseguida a pedir disculpas por lo que estaba segura había sido la ofensa específica del niño.
-Desde luego –dijo ella- el problema era que había tantas palabras que no comprendía del poema.
La señora Escobar estaba furiosa de haber sido tan bien comprendida.
-¿El poema? –repitió, como si no entendiera de qué estaba hablando Susan. –No, no me refería a eso. Pensé que había estado muy bien, teniendo en cuenta eso, ¿tú no lo crees?
Susan se ruborizó, con culpa.
-Me pareció que había interrumpido bastante –dijo.
La señora Escobar se rió con indulgencia.
-¿Pero qué puedes esperar de un pequeño niño como él? –dijo. –No, no, estaba pensando en su comportamiento en general. Durante el té, por ejemplo… Realmente deberías hablarle a Ruth del asunto.
Susan le prometió que lo haría.
Cambiando de tema, la señora Escobar comenzó a hablar de Sidney Fell, que iba a cenar esa noche. ¡Una criatura tan encantadora! A ella le gustaba cada vez más. Tenía una boca bellísima, tan refinada y delicada, y a la vez tan fuerte, tan sensual. Y era tan ocurrente y un seductor tan completo. Susan escuchaba en silencio, deprimida.
-¿No lo crees? –seguía preguntando la señora Escobar con insistencia. -¿No te parece adorable?
De pronto, Susan explotó.
-Lo odio –dijo, y rompió a llorar.
-¿Lo odias? –dijo la señora Escobar. -¿Pero por qué? ¿Por qué? ¿No estarás celosa, no?
Se rió. Susan negó con la cabeza.
-¡Sí que lo estás! -insistió la señora Escobar -¡Sí que lo estás!
Susan seguía negando con la cabeza. Pero la señora Escobar sabía que había logrado vengarse.
-Tú, niña aniñada –dijo ella con una voz en la que había tesoros ocultos de afecto. Puso su brazo alrededor de los hombros de Susan, la acercó con suavidad y ternura y comenzó a besarla en sus mejillas húmedas. Susan se abandonó a su felicidad.