Riverside Agency

Realizar una búsqueda avanzada +

Ingresar

¿Olvidó su contraseña? Haga click aquí

“Soy un convencido de que un libro te puede cambiar la vida”

Periodista:
Pablo Chacón
Publicada en:
Fecha de la publicación:
País de la publicación:
  • Descripción de la imagen 1

“Escribir es como respirar. Uno no elige respirar, respira.” Lo dice el narrador del volumen de relatos La casa del Dios oculto (Edhasa), Luis Gusmán, el autor elegido para inaugurar la 38 Feria Internacional del Libro, que comienza hoy en el predio de La Rural bajo el lema “Un futuro con libros” (ver aparte). Este espacio de encuentro para escritores, editores, libreros y lectores tendrá como invitados y protagonistas principales al escritor uruguayo Eduardo Galeano, el mexicano Carlos Fuentes, el israelí David Grossman, el rumano Norman Manea y el francés Daniel Pennac, entre otros. “En principio fue una sorpresa, pero también una alegría. Lo tomé como un reconocimiento que me da la posibilidad de poder hablar de literatura. Mi padre fue imprentero y traía a casa una colección que se llamaba Malinka Pocket. En esa colección estaba La sinfonía pastoral, de (André) Gide; el Rosas de (Lucio V.) Mansilla, y Así habló Zaratustra de (Friedrich) Nietzsche. Mi madre, con su biblioteca de empleada pública, leía los best seller de ese tiempo. El libro más de ‘vanguardia’ era El reposo del guerrero, de Christiane Rochefort, que era casi como el Henry Miller de la época. Mi abuelo leía novelas de aventuras y policiales. En ese bricolage me fui armando una primera idea de la literatura”, recuerda el escritor y psicoanalista en la entrevista con Página/12.

Los primeros textos que escribió, la antesala de El frasquito, su primer libro, eran un “poco realistas”. Lejos de idealizar esas tentativas, se convierte en el crítico más despiadado de la primera etapa de su juventud. “Esos relatos eran muy escabrosos, muy macabros para mi gusto”, subraya con un énfasis que abona el misterio. En un texto que se titulaba “Los que nacieron muertos” había un hijo que le pegaba un tiro a la madre embarazada, “una especie de Bataille, sin haberlo leído en ese tiempo”. Gusmán trabajó en la librería de usados Astral, donde también estuvo por unos meses Osvaldo Lamborghini. “Ahí me vio un corredor de libros que distribuía en ese tiempo a Sade, que se publicaba de manera clandestina, y me llevó a la librería Martín Fierro”, repasa el escritor. En esa librería, sobre la calle Corrientes, escribió El frasquito, que se publicó en 1973. “Cuando salió la nota de Osvaldo Soriano en el diario La Opinión, la novela se agotó. Se había transformado en un best seller. Yo seguía trabajando como librero y algunos me pedían que les firmara El frasquito, lo cual era muy extraño para mí. Aparte era un libro chiquito, se vendía mucho, pero parece que había una envidia inconsciente de algunos de mis compañeros. A la mañana lo buscaba y no lo encontraba porque lo habían tapado con un cenicero.”

Al merodear por los arrabales de su pasado librero, Gusmán sonríe. Es una risa atenuada por el efecto de la picardía. Ahora puede festejar la triquiñuela de esos compañeros de oficio, acaso celosos con el fenómeno que se había generado. “Siempre aprecié el oficio librero. No fui el único escritor que ejerció el oficio. Germán García había estado trabajando en Faustito, (Eduardo) Stupía y Arturo Carrera después estuvieron en Discépolo. Muchos escritores, poetas y pintores trabajaron de libreros. Los oficios no hay que perderlos –advierte–. Otra cuestión que voy a plantear en la feria es que soy un convencido de que un libro te puede cambiar la vida”, anticipa el escritor algunos de los temas de su discurso inaugural.

–¿Qué libro le cambió la vida, cuál fue decisivo para usted como escritor?

–Según las épocas; pero si tuviera que elegir uno, fue Crimen y castigo. Los escritores éramos un poco rusos después de leer la literatura rusa. Un libro te puede cambiar la vida, más allá del lugar que ocupe la literatura en la sociedad. La literatura es la pariente pobre; no tiene mucha incidencia en este momento.

–¿En qué lugar lo posiciona el hecho de tener la palabra de apertura?

–Mi lugar siempre fue un poco lateral en la feria. Recuerdo que participé en una mesa redonda cuando vino la escritora inglesa P. D. James, en la que estábamos Luis Chitarroni y Charlie Feiling. El año pasado me invitaron al festival de poesía para hablar del pudor que el narrador siente ante la experiencia poética cuando no maneja ese registro. Yo leo mucha poesía, pero al no practicarla, hablar de poesía me produce cierto pudor. Más allá de la Feria del Libro, en cualquier lugar en que intervengo trato de sostener una diferencia para que haya un sentido. Sumar es disolverse un poco. Los géneros se imponen más allá de la performance de los autores.

–A propósito del pudor del narrador, en La casa del Dios oculto menciona que su madre escribía poemas en trance. Quizás en esa escena familiar esté el principio del pudor, ¿no?

–Nunca la vi escribir los poemas, siempre decía que lo hacía, pero me los daba por la mañana; tenían una prosa y retórica muy escolar. Nunca se me había ocurrido que el pudor podía provenir de ahí... Está bien la pregunta, me quedé pensando... Yo escribí unos poemas horrorosos que no sé dónde estarán, creo que los tiré. Hay un pudor cuando uno empieza a escribir; los argumentos de las primeras cosas eran casi ingenuos. A los 18 años escribí un cuento que se llamaba “El loco año nuevo”, que consistía en un personaje del barrio que perseguía a todos el 31 de diciembre; era una especie de chiste de (José) Marrone o de teatro de revista de Luis Sandrini (risas). Otro cuento, muy cortito, era sobre un referí al que estaban amenazando porque había cobrado un penal. Eran argumentos tan disparatados que la verdad que me da pudor recordarlos. Escribí también poesía sin ninguna idea de métrica ni nada que se le parezca, a pesar de que empecé a leer poesía de más grande.

–Y sin embargo, El frasquito es muy lírico.

–Exactamente, estoy totalmente de acuerdo. El frasquito es muy lírico porque es la mirada de un chico, la mirada de la infancia. El frasquito no ha sido igualado, pero no hablo en términos de calidad. Lo subversivo de ese libro es la violencia del lenguaje respecto de la religión. No he leído otras cosas en la literatura argentina que se refieran a cuestiones como la hostia, la misa, de esa manera tan violenta que aparece en El frasquito. Cuando lo prohibió la Liga de Madres de Familia, en el ’76, captaron algo. No era por la cosa del sexo, por lo incestuoso que podía tener. Siempre me pareció más violenta la cuestión religiosa. Claro que no se planteaba como anticlerical, sino como una especie de violencia en el lenguaje referido a los ritos, como por ejemplo que un policía violara a alguien en un pesebre. Un pesebre no es cualquier lugar, es el lugar donde está la familia tradicional: María, Jesús, José. Hay muchos estudios críticos sobre El frasquito, pero no conozco que se haya trabajado esta vertiente. Es el libro que más pudor me da; creo que lo escribí en “trance”. Para mí había marcas muy claras: Fernando Arrabal con el libro Viva la muerte; El camino del tabaco, de Erskine Caldwell, y el gran libro de Reinaldo Arenas, Celestino antes del alba. Estos libros estaban dando vueltas en El frasquito. No es que estaba en trance y no había leído nada. El frasquito lo terminé en 1970, tenía 26 años, pero se publicó en el ’73 porque no encontraba editor y lo querían publicar con un prólogo psiquiátrico. Hasta que apareció Ricardo Piglia y escribió el prólogo. Después pasó todo lo que pasó.

–A los 26 años, ¿contra qué escribía?

–Escribía en contra del referente, del realismo socialista, en contra del populismo y de la cosa lúdica que podía aparecer en (Julio) Cortázar. Y escribía a favor del estilo, sin que importara la historia. Escribía fundamentalmente contra el referente. ¡Yo no ponía la palabra obelisco o Corrientes, pero ni que me mataran! Con lo cual llegaba a veces a una especie de hermetismo, sobre todo en Cuerpo velado, que lo entendía solo yo por ser tan alusivo y elusivo. Lo que pasa es que esto se interpretó equivocadamente por el cruce con las lecturas del estructuralismo, que recién emergía en el país. Lo que queríamos era más bien aprender a leer que a escribir. ¿Cómo se aprende a escribir? Es imposible; cada uno tenía su propia mitología. Lo que sí fue posible, en cuanto a aprender a leer, es que Literal con su producción crítica le dio refugio, alojamiento y acceso a ciertos textos.

La sintaxis de la mirada de Gusmán anuncia un entusiasmo, un hallazgo. De pronto evoca a un escritor por el que profesa una especial devoción, el francés Jean Paulhan. No repite el epígrafe de Paulhan que aparece en La casa del Dios oculto sobre ese monje de acento vulgar del monasterio de Asís que llegó a inventar catástrofes y “como era sincero, pasó a provocarlas él mismo”. Convoca otra frase-pensamiento para completar –si esto fuera posible– contra qué escribía él y cuál fue el legado Literal. “Aún quedan el carácter y la sorpresa; sin embargo, esto que la literatura finge darnos nos lo vuelve a quitar inmediatamente –afirmaba el escritor francés–. Ese carácter apenas repetido se vuelve mecánico, esa sorpresa virtual lo contrario de una sorpresa. Tegui sostiene que un escritor compone una primera obra original y pasa el resto de su vida repitiéndose. Goncourt añade que la obra personal no tarda en hacerse oscura, si fracasa; banal, si triunfa; y decepcionante en cualquier caso. Así la belleza comienza y el carácter acaba por desencantarnos. No hay mucha diferencia. En resumen, hemos renunciado o casi a conocer lo que nos debe la literatura, arrojados ante ella sin defensa, sin método y completamente desorientados.”

No es asunto de un escritor explicar el misterio, diría Paulhan. Gusmán, como si fuera el médium del autor francés, suscribe en parte la sentencia. “Yo no creo en el espiritismo, pero escribo como si creyera, que es como creer. No creo en el espiritismo, pero creo en mi madre. Hay un viaje como metáfora en La casa del Dios oculto, que en todo caso es espiritista en función de que es la ausencia del cuerpo de la madre. Lo que queda de la madre es su voz, los relatos.”

–Pero también aparece una especie de “mandato”. En el relato que da título al libro hay un personaje que hace una peregrinación en busca de relicarios para la madre. Aunque está el motor de la curiosidad presente parece imponerse la demanda materna.

–Mi madre en la vida real –si es que hay vida real o algo que se pueda llamar así– no me lo pedía. Pero la madre que armo en los relatos pide esos relicarios. El narrador es un mensajero, sólo que quizá con el mensaje en la nuca. En muchos de mis viajes he ido a cementerios, pero no sé qué me llevó a esos lugares. En el libro cito un poema de Samuel Butler: “Aún habrá un encuentro, una separación, un reencuentro/ donde los muertos se encuentran/ en los labios de los vivos”. Y sí: los muertos están en los labios de los vivos, es decir en los relatos. No recuerdo qué historiador se pregunta, en la saga familiar, cuántos años puede persistir una persona en la memoria. Calcula que alrededor de cien años, porque yo puedo contarle a mi hija quién era mi mamá y quién era mi abuela. Ahora es posible que mi hija cuente quién soy yo y quizá su abuela. Pero ya hay una, la bisabuela, que se perdió. Y así sucesivamente... Lo que me asombraba del relato espiritista es que mi madre, después de la muerte de mi padre, me decía: “Bajó tu papá...”. Yo le preguntaba qué le había dicho y me volvía a contar todas las mismas peleas que tenía cuando mi padre estaba vivo. No había un mensaje nuevo del más allá. “Vos viste cómo era de celoso”, me decía mi madre, que se había vuelto a casar. No había una cosa esotérica, no había ninguna invención al respecto.

–¿La casa del Dios oculto cierra un ciclo, una trilogía espiritista-autobiográfica?

–Sí, creo que sí. Cuando uno escribe, quizá pueda pensar que se siente Kafka, Joyce o Beckett. El problema es que te lo creas después, cuando te leés; son dos momentos distintos. Quizá sin el primer momento no puedas escribir. No porque te apabullen Kafka o Joyce, sino porque querés hacer una diferencia. Yo siempre escribo porque no puedo dejar de escribir. La casa del Dios oculto cierra un ciclo biográfico, aunque después uno enmascare su biografía en otros libros. Cuando escribís con personajes y con tramas, tenés que renunciar a tu biografía, tenés que pensar cómo hacer hablar al personaje, le tenés que inventar un lenguaje. Cada vez escribo más en una forma dialogada y eso me está haciendo perder lo que llamo “escritura”. Y lo siento mucho. No estoy pudiendo encontrar el equilibrio entre la estructura dialogada y la escritura. La estructura dialogada me está tomando mucho porque está al servicio de la trama; en el diálogo se me está resolviendo la trama, pero no la historia. Y la historia a veces necesita de cierta morosidad, y en esa morosidad encuentro momentos de escritura que me gustan. A veces uno se enamora de los propios trucos y hay que estar atento, ¿no? La casa del Dios oculto es el cierre de una trilogía sobre la madre, en la que están también Los muertos no mienten y La rueda de Virgilio. Y si pienso en El frasquito, Brillos y Cuerpo velado sería una trilogía o ciclo del padre. ¿Y mi ciclo? No sé cuándo me toca a mí... quizá empieza ahora (risas).