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La esperanza en el pasado

Periodista:
José María Brindisi
Publicada en:
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      Encantadores, volátiles, delicados, irónicos, sugestivos, imperfectos, digresivos, inmorales, ingenuos y, antes que nada, maravillosos: todo eso puede decirse de estos cuentos de juventud de Aldous Huxley, el más reciente eslabón de esa suerte de militancia en pos del refinamiento y de cierta literatura sólo aparentemente trivial que ha emprendido en solitario Matías Serra Bradford –aquí traductor, antólogo y prologuista- recuperando, descubriendo o iluminando ciertos textos o figuras que hasta hace no mucho encontraban, por aquí, escasa circulación. A decir verdad, se trata de una búsqueda que años atrás ya había iniciado, en sociedad con Luis Chitarroni, en la editorial Sudamericana, y cuyo rédito para los lectores fue el acercamiento a piezas soberbias como Viajando en grupo, de Henry Green, o De amor y de hambre, de Julian Maclaren-Ross (y que Chitarroni continúa a puro capricho en la exquisita editorial La bestia equilátera). En la casi totalidad de los casos se trata de autores de habla inglesa, y a su vez la gran mayoría británicos, lo que sin duda podría tomarse como un gesto elitista, o snob; más productivo, sin embargo, es agradecer esa preferencia e interpretarla como una suerte de religión jamesiana, un modo de situar a Europa –y a Gran Bretaña- no en un altar literario sino en un registro particularmente delicioso e inimitable.
    El de Huxley no es, por supuesto, un rescate. Pero aunque el hijo de Oxford desplegó una obra inmensa, incontenible (novelas, cuentos, ensayos, poemas, crónicas de viaje), apenas un puñado de esos textos logró la visibilidad que se merecía, o al menos la que el peso de su autor podía imponer. Huxley fue un intelectual inquieto hasta sus últimos días, además de un viajero infatigable. Pero también, al margen de algún que otro equívoco provocado por él mismo -como el de erigirse en una suerte de gurú, a partir de Las puertas de la percepción y de sus promocionados experimentos con las drogas-, fue víctima de ese libro enorme, escéptico y perturbador que lo convirtió, en definitiva, en ese al que todo el mundo conoce aun sin haberlo leído y de cuya muerte acaban de cumplirse las bodas de oro. No hace falta decir que hablamos de Un mundo feliz, una distopía con la que hasta el propio Huxley siguió entreverándose durante un cuarto de siglo, tal vez porque sus presagios no dejaban en paz al místico en que ahora se había transformado.
    Los cuentos que aquí se reúnen fueron publicados por Huxley –en cinco volúmenes diferentes- entre los veintiocho y los treinta y dos años. Se trata de un género que a posteriori prácticamente abandonó, como sucede con tantísimos narradores. Sólo que a diferencia de la mayoría de ellos, en él no significó la preparación para lanzarse a aguas más profundas ni más extensas. La falta de concreción en algunos de esos relatos, la despreocupación por montarse en los nervios motores de la trama -una suerte de dandismo nada esforzado-, la libertad con que sus personajes surfean las aguas de su propia historia y reflexionan y se hacen preguntas existenciales casi sin advertirlo, todo eso deriva de la prepotencia de su juventud y de su genio, y asimismo es el caldo de cultivo no del novelista sino del pensador, ese que no descansará en los treintilargos años que le restan de vida. Los más logrados de ellos –“Túneles verdes” o “El pequeño mexicano”- son relatos a la deriva, muy lejos de ese mecanismo de relojería del que tanto suele alardearse. No: aquí hay alguien en las sombras, bebiendo de la estela de sus personajes, en cuerpo y alma a la caza de una verdad que tal vez nunca le haya sido revelada.
    En el prólogo de Serra Bradford hay dos comentarios que vale la pena subrayar aquí. El primero es una definición soberbia –por lo sintética- no sólo de una literatura sino de un modo de plantarse frente al mundo: Huxley, dice, es “un escritor al que tanto lo tentaba adelantarse como quedarse atrás”. El segundo es una pregunta: “¿Circulan los mismos personajes por la literatura de un país, como avatares?”. La respuesta es un sí rotundo. Porque así como el puritanismo yanqui y su primitivismo de antaño explican la violencia de Faulkner y de Hemingway, los del Huxley temprano se plantan en una tradición que mira hacia atrás, añorando un mundo que ya no es o que está dejando de ser, pero que también respira hacia adelante con cierta esperanza: “un mundo feliz” sin comillas, sin ironía, así de sencillo y de ilusorio.