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Había una vez un circo

Periodista:
Fernando Bogado
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Hay un lugar común que se hace obligatorio parafrasear: la historia es mentirosa, salvo dos o tres fechas; la literatura es toda verdadera, salvo dos o tres fechas. Claro que hay que puntualizar: la historia, en tanto historiografía, deja siempre la sensación de que hay datos que no están, de que hay cosas que no se dicen para dejar intacto al poder que gobierna circunstancialmente y ocultar masacres, muertes, injusticias que no pueden, no deben salir a la luz. Pero salen: de ahí el privilegio de la literatura. En ¿Por qué prohibieron el circo?, última (y primera) novela de Mempo Giardinelli, para citar un ejemplo, el intendente de Colonia Perdida, Marcelino Grande, tiene una eficaz técnica a la que recurre cuando las papas queman: pretender que nada pasó, publicar documentos para asegurar que lo que la gente ve o sabe son rumores infundados y asegurar que el objetivo principal de su gobierno es mantener la paz institucional en el pueblo. Sin embargo, esa intención de esconder el reclamo de los trabajadores del obraje El Quebrachal (vigilado por Ramiro Luján) y el algodonal de Establecimientos Algodoneros S. A. (controlado por Jesús María Pérez) no va a ser eficaz por mucho tiempo, y el llamado de huelga que lentamente comienza a apoderarse de las calles y de las paredes del pueblo le explotará en la cara a más de uno de estos personajes. El poder siempre, a través de su discurso o del ejercicio de una violencia desmedida, busca borrar o tergiversar hechos. Y a Toño, protagonista de la novela, un maestro que llega a esa comunidad casi olvidada, esta situación no lo deja para nada tranquilo.

Llamada inicialmente Toño tuerto rey de ciegos, la edición que ahora publica Edhasa viene a completar una deuda con la obra de Mempo Giardinelli que data desde hace mucho tiempo. El prólogo del autor a esta edición puntualiza los principales datos: presentada en 1973 en un concurso literario del diario La Opinión (cuyo jurado estaba compuesto por cuatro nombres intimidantes para un recien venido: Rodolfo Walsh, Juan Carlos Onetti, Augusto Roa Bastos y Julio Cortázar), el texto sale con una mención que impulsa a Giardinelli a buscar editores para su trabajo. Al año siguiente, Jorge Lafforgue decide incluir la novela en la colección Narradores de Nuestro Tiempo de editorial Losada, pero la demora de la salida empuja la fecha de publicación a 1976, después del golpe militar. Los tres mil ejemplares del libro son retenidos en la bodega de Losada y luego quemados junto a otras ediciones que nunca vieron la luz pública. Giardinelli decide, en ese entonces, partir a México en calidad de exiliado, volviendo a la Argentina en 1985.

Pero el periplo de Toño continúa: luego de la publicación en España de la primera (¿segunda?) novela de Giardinelli, La revolución en bicicleta, en 1980, el nombre del autor comienza a hacerse conocido dentro del ámbito literario, y es en 1983, en la editorial Oasis, cuando por fin ve la demorada luz –luego de las obligadas correcciones– una novela que pasaría a tener el nombre definitivo de ¿Por qué prohibieron el circo?, texto que, luego de más de treinta años, tiene por fin su edición nacional. Si la literatura se transforma en el más elocuente de los relatos de los hechos, mucho más certero y tangible que la historiografía, al menos, es porque su vínculo con la memoria es más resistente, harto más fundamental. Y este vínculo se exhibe en cada una de los obras de Giardinelli, no solamente en ¿Por qué prohibieron el circo?, en donde los documentos oficiales del intendente se oponen a los rumores, las conversaciones de trasnoche y las pintadas de los trabajadores y habitantes de Colonia Perdida. La revolución en bicicleta, por caso, es la biografía de un personaje que condensa el espíritu insurgente latinoamericano y la sed de una justicia negada, o sea, la necesidad de recuperar ese “trayecto” individual para la literatura como un gesto de recuperación memorístico, de preservación. “Lo que importa de la memoria no es tanto saber recordar como saber no olvidar”, asegura el personaje de la Nona en la novela Santo oficio de la memoria (1991, ganadora en 1993 del Premio Rómulo Gallegos), texto que despliega el árbol genealógico de la familia Domeniconelle como una indagación no tanto de hacia dónde va nuestro país sino, antes, mejor, de dónde viene. La literatura es, entonces, reservorio de la memoria de un pueblo, un documento certero de lo que constituye una comunidad.

“Esa relación entre literatura y memoria para mí es fundacional, ineludible e irrenunciable –asegura Mempo Giardinelli–. En esas 500 páginas de Santo oficio de la memoria traté de contar la historia de una familia de inmigrantes que todavía me parece que es una historia paradigmática. Memoria y literatura son un noviazgo precioso porque la tragedia de la humanidad no se comprende en ningún texto mejor que en la literatura. En Hamlet está toda la historia de Dinamarca, como La Divina Comedia de Alighieri narra la sociedad florentina del 1300 mejor que cualquier tratado histórico o filosófico. Y aquí mismo, no se entiende el siglo XIX argentino sin Facundo ni Martín Fierro, y así siguiendo, como diría David Viñas.”

 

Escritura o muerte

¿Qué cosas fuiste modificando en ¿Por qué prohibieron el circo? en los años que van de esa novela que presentaste para el concurso de La Opinión, en 1973, a la que se edita ahora?

–El texto es prácticamente el mismo, no modifiqué nada, ni la estructura ni la idiosincrasia de los personajes. Y la verdad es que la publicación de esta novela se debe a otras personas: el notable escritor mexicano José Agustín, y Karl Kohut, catedrático de la Universidad de Eichstätt, Alemania, hace treinta años intentaron convencerme de publicarla, como ahora lo hizo mi editor, Fernando Fagnani, que desde hace años viene reeditando toda mi obra. Capaz que acepté por la única razón de que hace diez años que no tengo novela nueva. La última fue Visitas después de hora, en 2004. Aunque, de todos modos, no estuve quieto: hice periodismo a lo bestia y escribí dos nuevos libros de cuentos, un artefacto inclasificable como es Soñario y además hace un cuarto de siglo que me dedico a la pedagogía y la política de la lectura. Pero estoy retomando el ritmo: tengo dos novelas en barbecho. Escribí ¿Por qué prohibieron el circo? cuando era muy joven, la empecé durante el servicio militar, en 1969, que fue un año tremendo. Lo único seguro es que yo sabía que si no escribía me moría. Yo escribía diaria, frenéticamente. Algo así como “escritura o muerte, venceremos”.

¿Cómo fue tu inicio como escritor, tus primeros vínculos con la literatura?

–Empecé como lector porque en mi casa, que era humilde, lo que más había eran libros y dos lectoras voraces: mi mamá y mi hermana. Tuve que trabajar desde muy chico, desde los catorce años, y después estudié Derecho en la Universidad Nacional del Nordeste, pero mi actividad más consistente fue siempre leer y escribir. Todo lo demás fueron fuegos artificiales, ganapanes, remar contra la corriente, puchero flaco muchas veces, en fin, recursos de sobreviviente. Lo que puedo decir es que llegué medio tarde a la publicación. Cuando La revolución en bicicleta salió en España, yo pisaba los 34 años y literariamente me sentía un anciano fracasado porque tenía montones de cuentos y dos o tres novelas pero no había publicado ningún libro.

Pero desde entonces publicaste una obra profusa, y en tu biografía se mezclan la literatura con el periodismo político y el cultural, la revista Puro Cuento, la docencia, y hasta el cine...

–Es verdad, y podría sumar todavía otras habilidades, quizá porque me educaron en una idea un tanto renacentista, multifacética e hiperactiva, y por eso fui actor de teatro, músico, coreuta, carpintero, jardinero. Pero es la narrativa la que siempre prima. Y sobre todo, si en cualquier sentido viene mal la mano me pongo a escribir a lo bestia. Y en eso estoy ahora: dos novelas, un libro de cuentos nuevos y pensados como libro, algunos cuentos para lectores niños y adolescentes, y tres guiones cinematográficos. Y todo con la desesperación de que el tiempo me juega en contra, porque tengo ya 66 años y una salud medio cachuza, pero me siento con la polenta de un tipo de treinta y estoy lleno de ideas como una olla a presión.

En el prólogo de la novela aclarás que esa búsqueda de variación en las diferencias dialectales de los personajes no está tan usada en lo que se publica por estos días. ¿Cuál es la relación que tu obra mantiene con la oralidad?

–A mí la oralidad me interesó siempre como marca y posibilidad de literatura. No te olvides de que en mi generación nos formamos leyendo José María Arguedas, Manuel Scorza y Huasipungo, de Jorge Icaza. Y leíamos Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, como los chicos toman la leche. De manera que esas influencias eran insoslayables. Pero no sé si había búsqueda; lo que había era sonoridad, intensidad, desgarramiento. Lo que después trajo el tiempo, sí, es una mayor conciencia. Que está bien, pero no es muy recomendable para escribir. Yo prefiero escribir como en estado de gracia y simplemente sintiendo, escuchando, desesperando... Aún hoy, ya grande, sigo escribiendo para contener la desesperación.

¿Qué diferencia encontrás entre tu producción y la de los escritores de generaciones anteriores, la mayoría, vinculados al boom de los años ’60?

–Nunca me sentí parte de una generación porque siempre anduve metido entre gente mayor que yo. Osvaldo Soriano me llevaba cinco años y eso, cuando andás en los veinte, cuenta. El era un maestro, mi guía de lecturas y un crítico temible de lo que uno le daba a leer. A Ricardo Piglia lo conocí muchos años después, en México, cuando salió Respiración artificial, y desde entonces creo que somos amigos. Y sí lo fueron Juan Rulfo y Juan Filloy, de quienes aprendí lo mejor de lo que sé. Y también lo son hoy en día Noé Jitrik o Angélica Gorodischer. Pero quizás eso de las generaciones hay que tomarlo con pinzas, porque son categorías de estudio. Pero no son determinantes de la literatura que escribimos. Yo no me siento lejos de Cortázar ni de Manuel Puig, como tampoco de Guillermo Martínez, Samantha Schweblin o Juan Incardona. Todos son mi generación, porque para mí decir generación es decir literatura. Tengo, claro, la impronta de algunos escritores, como Cortázar, huella que es decisiva en la literatura argentina, aunque ahora haya algunos apresurados que lo niegan o cuestionan. Cortázar es uno de nuestros Padres Fundadores, así, con mayúsculas. Así que no jodan; mejor vayan y léanlo completito y bien. Mi relación con él fue efímera. Nos vimos una sola vez, en Chile, y él andaba fulo y no me dio bola. Entonces escribí una nota contando mi desilusión y meses después me mandó una carta muy hermosa desde París, disculpándose. Creo que nunca supo que esta novela era mía, ni hoy tiene importancia. Además, él, como jurado del premio La Opinión, había votado otras novelas.

 

Realidad mata literatura

En la novela hay un fuerte protagonismo de diversos miembros de la comunidad qom chaqueña. ¿Cómo ves la trascendencia que sus reclamos han tenido en la actualidad?

–Lo que puedo decir es que yo he convivido con los pueblos originarios desde que era chiquito y recorría el Chaco acompañando a mi viejo, que era viajante de comercio. Conozco y no me gusta la mirada piadosa burguesa y urbana, y menos aún el oportunista “descubrimiento” político y periodístico que está de moda.

Y en líneas más generales, ¿sentías que había ahí también un ajuste de cuentas con lo que estaba sucediendo en el país en ese momento?

–No hay ajuste de nada, ¿quién era y quién soy yo para hacer eso? Todo eso que sucedió en el país en los últimos 40 o 50 años son datos que uno puede interpretar en un texto periodístico, en un ensayo. Pero en literatura no, para mí eso está prohibido: cualquier ajuste de cuentas de la realidad político-social aplicada a la literatura, la liquida. Realidad mata Literatura. En términos morales, digo, aunque también estéticos. Y es que yo me crié en un ambiente en el que la literatura era algo muy serio, era algo superior. Se “llegaba” a la literatura a través de la lectura, de la conversación sobre lo leído, de la discusión y el ensayo y el debate de nunca acabar. Quizás éramos medio solemnes, lo admito, pero también por eso tan exigentes. Osvaldo lo era, y cómo. Un lector implacable, que no daba tregua ni regalaba nada. Ricardo también, y mirá que lo han jodido. Y ni te cuento lo exigentes que son Angélica Gorodischer y Ana María Shua, que para mí están entre las más grandes narradoras argentinas de la actualidad, con Luisa Valenzuela, Liliana Heker y Tununa Mercado, y todas ellas apenas un poco por encima de una media, la de las mujeres, que en la Argentina es fabulosa. Por supuesto, es inevitable que haya un reflejo de la Argentina, sea del tiempo que fuere, en la literatura. Como España está en Leopoldo Alas “Clarín” y está en Laura Freixas o Javier Marías. Como Chile está en Antonio Skármeta y México en Juan Villoro. O sea, sublimado como obra de arte, no como testimonio. Uno lee los cuentos de Abelardo Castillo y lo entiende perfectamente. Y así pasa también con los narradores que en Buenos Aires casi no se conocen pero que están haciendo una obra original, diferente, consistente. Empezando por Orlando van Bredam en Formosa, Luisa Peluffo en Bariloche y Carlos Roberto Morán en Santa Fe, y siguiendo con Mariano Quirós y Mike Molfino en el Chaco, Graciela Bialet en Córdoba y decenas de narradores de calidad. A mí no acaba de sorprenderme todo lo que leo y gozo: Selva Almada, Gustavo Nielsen, Claudia Piñeiro, joder, es innumerable nuestra literatura. Y tenemos grandes ensayistas jóvenes, como Irene Chikiar. Y seguro me estoy olvidando de otros nombres. Pero la pregunta es: ¿de dónde nos viene todo eso, de dónde venimos? Obvio que de Rojas y Arrieta, de David Viñas y del enorme Noé Jitrik.

¿Por qué prohibieron el circo? fue quemada antes de que saliera a la calle, obligándote a un exilio de muchos años. ¿Cómo fue ese momento tanto a nivel personal como profesional?

–Fue un garrón, obviamente, pero sobreviví. En cambio, muchos de mis compañeros, amigos, hermanos fueron chupados y sus vidas destrozadas. Por eso siempre sentí que mi caso era menor y sólo uno más. No se jode con eso; no se puede hacer bandera. Y además nunca pensé que esta novela fuera reflejo de nada. Todo lo que yo quería era una sociedad mejor y en paz. Trabajé toda mi vida para eso, pero también para que no determinara mi literatura. Siempre procuré sacar al país de mis textos. No siempre lo conseguí, es claro, pero la batalla la di y la doy siempre. Tuvo razón Piglia cuando dijo que nosotros escribimos “contra” la política. Con respecto a un posible vínculo biográfico, creo que en toda creación literaria, artística, hay algo o mucho de sublimación, y además de hecho uno está poniendo el cuerpo. Pero yo escribo sin pensar en mi biografía, ni creo que tenga la menor importancia. Todo lo que quiero es que los lectores lean las ficciones que propongo y se las crean. No me gustan los lectores que se pasan de listos. No quiero lectores que anden leyendo mi vida, o lo que suponen que es mi vida. En literatura, las únicas vidas que interesan son las de los personajes.