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La otra cara de Adolf Eichmann

Periodista:
Pablo Chacón
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En el libro que acaba de publicar Edhasa, también queda claro que las actividades del criminal de guerra antes de Jerusalén excedían a las de un simple operario de la Mercedes Benz que inocente por omisión, bajo el seudónimo de Ricardo Klement, se ocupaba de su mujer y sus hijos como un buen padre de familia.

Sin embargo, Arendt, a la fecha de la publicación de su libro y hasta que murió, en 1975, su obstinación por entender cómo ese burócrata que en el juicio respondía las preguntas sin evasivas y con una paciencia agotadora, cómo ese hombrecito, banal y al parecer libre del estrés, sabiendo que nada de lo que dijera lo haría eludir la condena a muerte, fue capaz de dar las órdenes que dio, de tratar con quiénes trató y de negociar su huída con los servicios secretos de medio occidente y con la iglesia católica, por supuesto.

“Podría ser interesante, si no se tiene en cuenta que es tan espantoso”, escribió la autora de Los orígenes del totalitarismo a su amiga, la escritora estadounidense Mary McCarthy.

Bettina Stangneth nació en 1966. Estudió filosofía en Hamburgo, y en 1997 terminó su tesis doctoral sobre Immanuel Kant. Ha escrito sobre la historia del antisemitismo en el siglo XVIII, y sobre la filosofía del nazismo. En el año 2000 su estudio sobre el antisemitismo en Kant fue premiado por el Philosophisch-Politischen EV Akademie, de la ciudad de Colonia.

“El Eichmann posterior a 1945 es mucho más que una cuestión argentina. En la República Federal de Alemania, el nombre también permanece en la memoria (…) Las listas de fugitivos más buscados y las escasas actas dadas a conocer por la fiscalía, la Oficina Federal de Protección de la Constitución y el Servicio Exterior de Alemania, permiten hacer un primer esbozo de la importancia de Adolf Eichmann”. Para la joven república en ruinas y para Austria.

Y continúa la historiadora: “El testigo principal de los crímenes de lesa humanidad amenazaba, con su mera supervivencia, el esfuerzo por superar el pasado desterrándolo de la memoria”.

“La realidad de que Eichmann, ni siquiera en la Argentina quiso llevar una vida reservada y llegara a escribir una carta abierta al canciller Konrad Adenauer, lo transformó en un factor de riesgo. ¿Era posible desear que este hombre, que tanto sabía, hablase, en especial, en la República Federal?”.

No, por supuesto. Como tampoco descartar la solapada colaboración de los servicios secretos de la RFA, la RDA, el espionaje inglés y el de los Estados Unidos con el Mossad para su captura. Lo que nadie esperó nunca fue que Eichmann, en Jerusalén, no se saliera una coma del guión que ya había escrito, sin ceder a las exigencias israelíes, quizá con la vaga esperanza de que el imperio de los mil años alguna vez reagrupara sus piezas.

Es imprescindible -junto a la lectura de este libro- ver el documental filmado del juicio, de título homónimo al libro de Arendt. La banalidad del mal es un sintagma que explica la obediencia debida y el colaboracionismo pero poco del sujeto Eichmann, ese que supo rodearse en la Argentina de colaboradores y conspiradores, que se jactaba de ser quien era, que firmaba autógrafos y sobre todo, que escribía y grababa todo (o casi todo) lo que sabía.

“Es hora de renunciar a mi anonimato y presentarme Nombre: Adolf Otto Eichmann. Ocupación: SS Obersturmbannfuhrer a. D (teniente coronel) (…) Cuánto me dejará vivir el destino, no lo sé, pero sí sé que alguien tiene que hablarles a las generaciones futuras sobre estos acontecimientos. Tuve un papel importante en la conducción y dirección de esos programas”, escribió a Adenauer en 1956, cuando tenía 50 años, supuestamente incómodo con su trabajo de criador de conejos.

Stangneth, entre otros datos clave, no sólo sugiere que el servicio secreto alemán sabía dónde estaba Eichmann, y quién había sido en rigor: algo más que un cuatro de copas, un burócrata o parte del engranaje del Reich, pero como en un juicio ajustado a derecho (burgués) nadie está obligado a declarar contra sí mismo, esa estrategia, a pie juntillas, siguió el nazi.

Adenauer, enterado de la captura (y al parecer conocedor del papel que el hombre había tenido junto a Hitler, Goering, Himmler y Goebbels), despachó a uno de sus espías de confianza a Jerusalén, Rolf Vogel, disfrazado de periodista. Si surgían inconvenientes, era crucial decir que “Eichmann era un lugarteniente de las SS de Himmler”, dice la autora del libro.

Stangneth, quien define a su libro como un diálogo con el de Hannah Arendt, se muestra sorprendida del poco estudio que han tenido los registros sonoros conocidas como Entrevistas Sassen, desde 1998 desclasificadas, donde el criminal nazi, acaso algo entonado por el whisky, se despacha frente a su colega Willem Sassen, quien no era un inocente periodista –si es que existe alguno de esa condición.

Historia de un asesino de masas es una investigación de rigor: sin piedad con los gobiernos cómplices, con el simulacro de juicio en Israel, con la falta de investigaciones sobre la época (ya denunciada por W. G. Sebald), además de una llamada contra las nuevas formas del fascismo contemporáneo, de los cuales Adolf Eichmann ha sentado precedente.