La áspera belleza de la vida cotidiana
- Periodista:
- Andrés Hax
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Para el lector común decir “Richard Ford” no evoca necesariamente a un mundo específico, una filosofía de vida o un aura en particular, como sí lo hace decir “Thomas Pynchon”, “Don Delillo” o “Raymond Carver”. Este listado no es arbitrario. Los tres autores mencionados son de la misma generación de Ford. Bonnie Lyons, en la introducción a su entrevista con Ford para la revista The Paris Review de 1996, admite que tras su primera novela – Un pedazo de mi corazón (1976)– que mostraba una deuda con William Faulkner, Ford se desarrolló como un escritor “mucho menos predecible y difícil de caracterizar”.
Ford es un escritor tan magistral y contundente como sus pares ya mencionados tanto como otros novelistas y cuentistas estadounidenses de aproximadamente su misma edad, como Tobías Wolff, Joyce Carol Oates y Paul Auster. Pero escribe en una clave menor, sin desesperación, sin enigmas y sin épicas ambiciones. En este sentido su última novela, Canadá , es una perfecta culminación de su obra literaria. Como Philip Roth o Alice Munro, podría declararse jubilado, satisfecho que su obra ya está completa.
Canadá , como el resto de la narrativa de Ford, es una novela lenta. No usamos esa palabra de manera peyorativa sino descriptiva. Ford sabe lo que está haciendo y se toma su tiempo. Su prosa transmite la sensación de que por más que esté describiendo una escena mundana ha elegido cada palabra con sumo cuidado. A nivel estructural también es cierto –y esto se aplica a Canadá .
La acción dramática de la novela puede ser reducida a unas veinte páginas, de una novela de más de quinientas. Un lector no particularmente diestro en la novela literaria podría aburrirse con las centenares de páginas describiendo paisajes, pensamientos y situaciones extremadamente cotidianas. Otro lector, más consciente de las dificultades de armar una novela, se quedará asombrado de la manera como el clímax narrativo de Canadá , aunque sea dramática en sí misma, depende completamente de la narración previa. Para decirlo de otra manera, un evento dramático reconfigura todo lo que vino antes. Para leer a Ford hay que tener paciencia.
Si la obra de Richard Ford es lenta, su vida misma es algo gris. No tiene hijos, no parece haber sufrido, no hay nada en su biografía que sea exótico. Llegó a la literatura sino por accidente, sí por un camino un poco arbitrario. Entró en la universidad estatal de Michigan a los 19 años tras trabajar por un rato en los ferrocarriles en su Mississippi natal. Su intención inicial era estudiar administración hotelera pero en poco tiempo cambió su especialización a la literatura, lo cual en las universidades estadounidenses suele ser, en muchos casos, la carrera por descarte para quienes no saben qué estudiar.
Tras su título intentó estudiar leyes pero terminó postulando al posgrado en escritura creativa de la Universidad de California en Irvine. También fue casi por descarte y, según lo cuenta, con cierto desgano. “Fui simplemente porque me aceptaron”, ha confesado Ford. “No era un joven muy curioso”. De casualidad el magistral novelista E. L. Doctorow estaba enseñando allí y terminó influyendo mucho en su formación.
Tras recibirse, publicó dos novelas que no hicieron mucho ruido. Enseñó brevemente en universidades, pero con falta de convicción sobre su destino literario decidió cambiar de rumbo. Consiguió trabajo como periodista deportivo para la revista Inside Sports .
Si no hubiera sido porque esa revista quebró en 1982 –cuando Ford ya tenía 38 años– combinado con su inhabilidad para conseguir otro trabajo en el mismo rubro, tal vez Ford no hubiera vuelto a la literatura. Pero volvió a escribir y lo que produjo fue El periodista deportivo (1986), nombrada por la revista Time como una de las mejores 100 novelas en inglés del siglo XX.
Aquí comienza el gran logro de Ford como novelista. Aquí está su intento de escribir La Gran Novela Americana.
El periodista deportivo terminó siendo el primer volumen de una trilogía que traza la vida de Frank Bascombe, un ex escritor deportivo que se convierte en un agente inmobiliario en los suburbios de Nueva Jersey. Bascombe es comparado con el Harry ‘Rabbit’ Angstrom, el protagonista burgués de cuatro novelas de John Updike –que retratan la vida suburbana de la costa noroeste de los Estados Unidos entre las décadas de los 60 y los 80.
Es justa la comparación. Con Bascombe, como con el personaje de Updike, entramos al mundo interior de una típica persona de su época (llena de angustias existenciales dentro de un país próspero). Su belleza es algo parecida a la belleza de los cuadros de Edward Hopper, de habitaciones solitarias por cuyas ventanas ingresa un rayo de luz o una brisa veraniega.
Hacia el final de Canadá , el protagonista dice: “Creo en que lo que uno ve es más o menos lo que hay”. Podríamos tomar esto como el credo de Ford y de su obra. Lo que se ve es lo que hay. En la obra de Ford no hay metafísica, apocalipsis, bizarras coincidencias, guerra, grandes romances o fantasía. Lo que hay es la vida como se ve y la vida como es (por supuesto para un sector demográfico muy específico en tiempo y lugar). No hay vida eterna, y no hay Dios; no hay épica o heroísmo. Lo que hay también es una lentitud común y corriente que caracteriza a la mayoría de nuestras vidas. Y sin embargo, hay poesía y misterio y belleza.
Esta belleza y poesía viene tanto de observar con atención detalles impresionistas de la existencia como de buscar un sentido en el arco narrativo de la vida de uno mismo.
Canadá narra eventos ocurridos en 1960 cuando el protagonista (el mismo narrador) tenía 15 años. La narración en sí ocurre en 2010, cuando el protagonista, con 65 años, se siente en el crepúsculo de su vida. Analiza el sentido que él mismo ha dado a los eventos de su existencia. Lo que dice, no dudamos, es también una declaración de Ford sobre el arte de la novela: “Sé que sólo soy yo el que establece estas conexiones. Pero no tratar de establecerlas sería entregarse a las olas que te derriban y te estrellan contra las rocas de la desesperación. Hay mucho que aprender aquí del juego del ajedrez, cuyas batallas individuales son todas parte de una batalla larga que busca un estado no de adversidad o conflicto o derrota o incluso victoria, sino la armonía que subyace en todo ello”.