Leila: "Escribo para organizar un mundo que me parece fascinante"
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Para Leila todo empezó con la palabra, porque siempre supo que quería escribir. Cuando a sus compañeros de escuela la maestra les pedía que escribieran sobre las vacaciones o la primavera, algunos se aburrían y ella, en cambio, se encendía. Se entregaba ansiosa a armar oraciones que pudieran encontrar algún ritmo o transmitir sensaciones. Y eso mismo hace hasta hoy, aunque ahora escriba textos más largos, rigurosamente construidos, donde, además de “explorar las formas del idioma y cierta sensualidad que siente al escribir”, narra historias, retrata a pequeños hombres capaces de devenir en gigantes. Y acompaña a colegas a intentar mejorar sus textos en talleres que dicta en su casa o en escuelas de periodismo.
Leila Guerriero es escritora, periodista, docente y editora, lo cual quiere decir que, cuando no escribe o investiga para sus propias producciones, cuida celosamente la salud y potencia de los textos de otros. El resultado puede verse en publicaciones (que parecen islas) como la revista Gatopardo, de Colombia, o en los libros que edita para Ediciones Universidad Diego Portales de Chile, donde ella misma publicó el libro Plano americano, integrado por veintiún perfiles de músicos, escritores, fotógrafos, cineastas, pintores y cantantes de España y Latinoamérica.
Ese libro de retratos escogidos ya fue publicado en varios países y llamó la atención de muchos colegas pero, en particular, del enorme Mario Vargas Llosa, que publicó una columna en el diario El País donde desata una catarata de elogios: “En nuestro mundo, el periodismo suele ser el reino de la espontaneidad y la imprecisión, pero el que practica Leila Guerriero es el de los mejores redactores de The New Yorker: implica trabajo riguroso, investigación exhaustiva y un estilo de precisión matemática”, escribió.
Leila sabe de lo que es capaz cuando logra unir esfuerzo y resultado. Se hace cargo con orgullo de ese rigor inusual con el que encamina proyectos y asegura que la transición o el proceso no es solo un camino de rosas. Lejos de eso, luego del extenso trabajo de campo en el cual echa a andar su espíritu de arqueóloga, llega la etapa de escritura, y para eso se encierra durante días y sale solo para comer o correr, para despejarse o destrabar algo que siente que no fluye.
Sin pasar por la Academia, ni siquiera por talleres de periodismo, Leila prefirió aferrarse desde temprano a cuanto libro, historia y dato curioso cayera en sus manos; se puso a trabajar en una redacción cuando era muy joven. Tuvo algunos buenos editores que le cuidaron la espalda y la pluma. Y supo concentrarse en todas esas preguntas que le surgían sobre temas ya visitados, que para ella no tenían suficiente desarrollo o magia.
Así empezó su camino apasionado. Y hasta hoy, cuando escribe cada nota o capítulo de libro, siente que el camino se abre (vertiginosamente) de nuevo. ¿La última vez? El trance en el que estuvo sumergida para la construcción de Una historia sencilla, su reciente libro publicado por Anagrama. Inicialmente, la historia iba a ser una crónica para Gatopardo y terminó siendo un vigoroso relato alrededor del Festival de Malambo de Laborde, en Córdoba. Historia de no ficción, centrada en la figura del bailarín Rodolfo González Alcántara, el viaje le permitió retratar “una de esas vidas sencillas en las que el espíritu de sacrificio y la ilusión de un sueño pueden devenir en el triunfo de la humildad y el esfuerzo”. Es el cuarto libro de la autora luego de Los suicidas del fin del mundo (2005, Tusquets), Frutos extraños (2009, Aguilar) y el mencionado Plano americano (2013, UDP, Chile).
–Siempre recuerdo aquel momento iniciático en el que llevaste tus cuentos a la redacción de Página/12 y el director del diario, Jorge Lanata, publicó uno de los relatos y te ofreció empleo. ¿Qué cambió desde entonces?
–Supongo que hay muchas cosas que se mantienen igual, pero mi escritura cambió radicalmente. Antes era mucho más barroca y ahora busco más el camino del ascetismo, de la sutileza. No me interesa hacer fuegos de artificio. Y sigo sintiendo que esto recién empieza. Nunca sentí esto que por ahí se escucha a veces: “Ay, con este oficio ya no se puede más”. Al contrario, acá al espacio hay que abrírselo a los codazos y me gusta incluso eso, que haya que dar batalla. No creo que nada haya cambiado mucho en el fondo. En nuestro trabajo se trata de hacerlo bien o de hacerlo mal, y las condiciones pueden no ser óptimas pero mucho peor eran para los corresponsales de guerra, y de ahí salieron nombres que quedaron en el canon de los mejores de la historia. Tengo el mismo entusiasmo de siempre. En todo caso, con los años tenés más claro por dónde no es.
–¿Qué te trajo la escritura de este nuevo libro en torno al mundo de malambo y competencia de Laborde?
–Una historia sencilla me trajo un poco lo de todos los libros: esa experiencia de inmersión durante mucho tiempo en un tema y esa especie de cono de silencio en el que no entra ninguna otra cosa que no sea eso de lo que te estás ocupando. El otro día escuchaba a Alan Pauls, que, en conversación con Rodrigo Fresán, decía que la escritura es “un lugar horrible en el que, a pesar de todo, querés estar”. Es una buena definición de lo que pasa cuando escribís. Durante muchos ratos, estás en un lugar de profunda soledad.
–¿No es también, a veces, un refugio seguro?
–No, todo lo contrario. Para mí es un lugar de riesgo donde estoy en diálogo solitario conmigo y con mis criterios. Como no comparto el momento de la escritura con nadie, mientras escribo me siento más bien a la intemperie. En todo caso, el de la escritura es un lugar de recogimiento y aislamiento, y eso sí es algo que me gusta mucho.
–¿Cómo arrancó tu romance con la escritura?
–Escribo desde muy chica. En la escuela, en Junín (N. de la R.: Leila nació y pasó sus primeros años en esa localidad bonaerense) escribía composiciones y cuentitos. Hasta hoy, si paso mucho tiempo sin escribir, algo que sucede cuando estoy de viaje o haciendo tarea de campo o reporteando, empiezo a sentir que algo del mundo se licúa. La escritura es, para mí, una forma de organizar el mundo. De organizarlo, de cuestionarlo o comprenderlo. Las primeras versiones de los textos son unos bodoques y recién ahí empiezo a limpiar y a escribir realmente. Esas primeras versiones me sirven para entender la historia, y de todo eso queda poco en el texto final. Creo que escribo con la voluntad de organizar un mundo que me resulta fascinante. Y también está eso que dice mi adorado Alberto Salcedo Ramos, cronista colombiano, citando a alguien más. Dice que lo lindo no es escribir sino haber escrito. Yo tengo esa relación medio paradojal con la escritura: no me gusta saber que voy a meterme en ese túnel de quince días de soledad y disciplina, esa especie de Día de la Marmota, pero hacia el final todo se va transformando en un gozo y solo queda ir ajustando tuercas. Escribo porque, de vez en cuando, me gusta el resultado. Y escribo porque no puedo dejar de hacerlo.
–¿Cómo es esa otra tarea de acompañar a periodistas en los talleres y desde tu rol de editora?
–Las dos cosas me interesan mucho. Comencé a editar fuerte para la revista Gatopardo, y así empecé un proceso que fui aprendiendo sola, porque nunca había hecho esa tarea al lado de un editor, aunque sí había tenido algunos buenos. Los textos de Gatopardo son gigantes, de gran complejidad, y cuando el trabajo está bien hecho, el trabajo de edición desaparece. Como dice una amiga editora chilena, Andrea Palet, el editor debe ser una digna sombra. Me gusta mucho esta tarea de trabajar con el otro en pro de la salud de un texto. Y no para imponer mi manera sino para guiarlo, para decirle: “Por ahí no es, fijate por acá”.
–¿Qué no le puede faltar a un cronista, a un contador de historias, a un periodista?
–No le pueden faltar el entusiasmo y la curiosidad. Y no puede dejar de preguntarse por qué hace lo que hace. ¿Por qué queremos contar historias? ¿Por qué queremos escribir y no hacemos, en cambio, documentales ni trabajamos en la tele o hacemos radio? También debemos tener lo que en otra época llamaban “cultura general”. Puede sonar a lugar común ahora, pero para ser periodista no alcanza con informarte: hay que formarse. Ser una persona que sepa cosas del mundo: de cultura, deportes, ciencia. Siempre admiré a periodistas como Homero Alsina Thevenet, que era crítico de cine pero que sabía de todo. En esta profesión no te podés permitir ciertas ignorancias. A mí el mundo me produce curiosidad; leer o ir al cine me producen curiosidad. A esa curiosidad hay que alimentarla todo el tiempo.
–En tus entrevistas se nota que el otro, ahí enfrente, también te mueve y te fascina completamente.
–Sí, la curiosidad por la vida del otro. Siento curiosidad por la gente tan diversa que tiene este mundo. Cuando entrás en la cabeza de una persona y empezás a ver cómo ve, hay cosas increíbles que te parecen súper raras. Aparecen cosas en las que te reconocés y otras que te hacen sentir menos loco. Además, hay algo muy importante que no todo el mundo tiene: el registro pleno del otro. Me refiero al respeto, a la escucha atenta, a saber que es el momento de protagonismo del otro y no de uno.
–¿Qué le dirías a alguien que quiere escribir y no se anima?
–El otro día leí una frase bastante terrible de Doris Lessing. Contaba que a los escritores jóvenes les decía: “Escriban ahora porque ese entusiasmo y fuerza que sienten, después se licúa, se va como el agua”. Si alguien quiere escribir, le diría que se ponga a escribir ahora mismo, que no pierda un minuto. Después dependerá de su talento, pero esta cosa del “habría que ponerse a escribir” es el mejor veneno o la mejor trampa para no hacerlo nunca. Además, no creo en que haya millones de talentos dando vueltas sin que nadie les dé bolilla, súper incomprendidos. Este es un buen momento para escribir y hacer periodismo. Hay revistas interesadas en publicar buenos textos. Y una cantidad de espacios en la Web que permiten difundir lo que uno escribe.
–Por último, ¿cómo encontrás los temas? ¿Trabajás por encargo o proponés tus propias historias?
–Eso sigue siendo más o menos como ha sido siempre; hago las dos cosas. Como escribo para medios de afuera sobre temas argentinos, propongo historias. Y también llegan temas por encargo que me divierte hacer o que me sorprenden. Muchas veces me embarco en temas nuevos para ver qué sale, y si hay un aniversario o alguien saca una novela y quiere que escriba, también lo hago con gusto. Por lo demás, los temas salen más o menos de los mismos lugares: hay algo que me llama la atención de un tema, algo que destella, y hacia allí voy. Puede ser un festival de folclore, un pueblo de la Patagonia, un escritor, la historia de una señora que mató al marido, el caso de Romina Tejerina, un mago… A veces, de lo que veo en la tele o en la prensa publicado, me queda una enorme cantidad de preguntas. Y eso me lleva a buscar. ¡Hay tantas historias y vidas! En ocasiones, siento que no tengo tiempo para hacer todo lo que quiero, para contar las historias que puedo contar.
Los libros de mi vida
“Leo mucho, en especial libros de ficción y de periodismo. La última gran marca, y eso fue hace ya hace muchos años, me la dejó Lorrie Moore, una escritora norteamericana que escribe cuentos y novelas. También me interesan mucho Anne Tyler, que tiene una escritura aparentemente sencilla pero bestial, y A. M. Homes o Lyda Davis. Pero hay muchos autores que me dejaron huella o que me gustan mucho: Scott Fitzgerald, John Irving, Richard Ford, Michael Chabon, los cuentos y algunas crónicas de Foster Wallace, Patrick McGrath. En la infancia y en la juventud leía mucho a Horacio Quiroga, Ray Bradbury, Mark Twain, Julio Cortázar, Bioy Casares, pero hay autores nacionales que fueron y son importantes para mí, y a los que vuelvo todo el tiempo: Fogwill, Hebe Uhart , Martín Kohan, Alan Pauls, Ricardo Piglia, Elvio Gandolfo, Rodrigo Fresán. Y poesía. Ahora estoy releyendo a Louise Glück e Idea Vilariño, dos poetas interesantísimas.
@Agustina Rabaini, revista Sophia