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La pasión como ideal

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Recién entonces pudo ver lo que había que ver, mientras sacaba con infinita precaución la pastilla de su nido”. Tucho ojeó, inquieto, por sobre su hombro. La frase había llegado hasta él con nitidez, dicha por una voz con cuerpo, casi ronca, como si hubiese estado cantando una canción cuya letra recordara sólo a medias. Pero no vio a nadie que estuviera hablándole. Las palabras quedaron suspendidas dentro de su cráneo como vapor de mercurio disipándose a baja presión: “Recién entonces…”. Algo que habría leído y que, como siempre, su memoria perfecta rehusaba sepultar. Miró el reloj.

—Todavía falta casi una hora, María –dijo. Le vino a la cabeza la dirección del departamento que habían alquilado por una quincena cuando llegaron a Mar del Plata. Piedrabuena dos mil, piso segundo “C” por escalera. Un edificio pequeño en Punta Mogotes. Nuevo, anodino. Un buen lugar para dos clandestinos con un niño.

Apenas llegados, liberó el hábito de armar en un santiamén algo transitorio que se pareciera a un hogar; había acomodado unos libros sobre la repisa del living comedor. Reportaje al pie del patíbulo, de Julius Fucik, La verdad sobre el caso Savolta de Eduardo Mendoza, Su hora más gloriosa de Churchill, un viejo ejemplar de la Editorial Peuser. Alguno más, junto al que se podía viajar sin llamar la atención. También había guardado los dólares, detrás del zócalo que finalizaba en la puerta de salida al balcón, frente al corazón de manzana.

—Sí, una hora –dijo María–. ¿Sabés qué…? ¿Y si esta vez nos quedamos en Argentina? –ella, el Quinqui y Tucho caminaban entre la gente en la “Tienda los Gallegos”–. ¿Acaso no sos miembro del Consejo Nacional del Partido, Jefe de la Columna Rosario? ¿No sos Oficial Montonero; no tenés el grado de Mayor? ¿No es doctrina del Partido tratar de que las condiciones materiales que rodean a sus cuadros sean las más favorables para que sus decisiones y su ideología resulten influidas positivamente por el contexto?

Tucho miró el vientre que María mecía. Pensó en que ella misma parecía una cuna, que del dosel de sus hombros colgaba el vestido ligero con el que protegía esa vida.

—Y bueno, mi corazón –la voz sonaba resuelta y práctica–, entonces vos tenés la posibilidad de plantear a tu enlace una reunión de área con las Secretarías Nacionales del Partido y desarrollar que esto de entrar y salir del país nos hace mal. Es mejor que nos quedemos en Argentina. Para el interés colectivo, me refiero. Buscando otra modalidad de cobertura, tal vez revisando el desarrollo del trabajo político territorial –sintió miedo de que el lerdo morir de distancia la hiciera dejar de comprender que se estaba muriendo–. Mirá, estoy segura de que el Negrito Barragán, mi amigo santafesino, ¿te acordás?, atorrante y postergado, al que nunca le faltó el coraje para estar donde había que estar, debe de andar rodando por las villas, invulnerable por parecerse a los que son como él. En cambio, nosotros… cuando el concepto político es erróneo, por más convicción que exista, es muy difícil que no se transforme en voluntarismo. Entonces, ¿cómo evitar el desastre?

Se detuvieron frente a una juguetería. La tomó de la mano y ella aferró la del Quinqui, al que hasta ese momento había mantenido a la par revolviéndole el pelo. Tucho se fijó en un Joe Súper Temerario que estaba en el escaparate. El muñeco tenía barba, polera negra, gorro comando de lana del mismo color, unas improcedentes botas de sublevado mexicano y estaba rodeado de accesorios: equipo de comunicaciones, granadas, mochila, ametralladoras. Advirtió que el niño miraba atentamente la figura erguida.

—¿No querés que le compremos el Súper Temerario? –susurró, para que la criatura no escuchara.
—No, Tucho, no. Es demasiado grande, andamos de aquí para allá, dentro de un rato, a las dos, tenemos que cubrir las citas… No me contestaste…

—Estaba pensando, María. Es un viejo dilema. ¿Cuál es nuestro deber? ¿Crear las condiciones para que la lucha revolucionaria se precipite o esperar a que estén dadas…? Nosotros queremos ir a la insurrección, no a la construcción de una sociedad con mayores niveles de justicia social, ¿no? –vio algo que apenas sobresalía encima de lo más oscuro de su alma: en la taiga rusa, los árboles morían acostados, como los hombres–.

Los trabajadores que están dentro del peronismo son la potencia de la revolución y nuestra actividad es la que debería hacerlos revolucionarios. En eso estamos. No nos corresponde ni a vos ni a mí desarrollar otra doctrina de la acción, porque podemos confundir el campo de la revolución y pasar al contrarrevolucionario. Nuestra obligación es ser orgánicos, y hay que seguir adelante así.

—¡Pero yo no estoy proponiendo una decisión individualista! No te estoy pidiendo eso, hablé de canales formales –protestó María con urgencia, al tiempo que retomaban la marcha–. Lo que planteo es que nuestra experiencia nos enseñó cuál es la fuerza social capaz de protagonizar un proceso revolucionario. Esa energía está en los descamisados, en los cabecitas. La política está ahí, Tucho, y lejos se pierden todos los puntos de referencia y sólo queda la militarización de nuestra práctica. ¡Si hoy, 2 de enero del ‘78, hay un reflujo del movimiento de masas, lo correcto, pienso, sería que nos replegáramos sobre ellas! No me parece bien que sólo algunos nos resguardemos en el exterior, etiquetándolo como “repliegue táctico” o con otras expresiones pomposas y faroleras. A mí me gustaría que propusieras ese debate, que dijeras que la decisión aislada de afrontar la lucha armada no es en sí misma una política de masas.

—… no es en sí misma una política de masas… –repitió Tucho, como si hubiese perdido momentáneamente la fuerza para los sentimientos.
—¡Es que siento tan lejos de nosotros a tantos argentinos! –María percibió en el piso algo que no se movía, pero que tenía vida, que roía–. Miralos, Tucho, miralos a nuestro alrededor. Pasean, compran, se ríen, toman sol, esperan el Mundial de Fútbol. Todas las cosas importantes en nuestra vida ocurrieron en Argentina. Nosotros tendríamos que estar entre los que estuvimos siempre, con aquellos con los que tomamos la decisión de estar…

Tucho se la quedó mirando. Sintió en la boca del estómago que alguien estaba viéndolo mirarla de ese modo. Sintió pudor. Sintió que en ella estaban las carencias, las enfermedades y la pobreza de los más necesitados. Sintió una confianza tan grande en ese ser que lo estaba mirando como nunca antes había experimentado. Confió en que ese lugar público, esa multitud, los haría pasar inadvertidos.

—Allí están –Jorge miró a Sebastián, que movió la cabeza como si hubiese recibido una orden. De la voz correosa manaba saña–. Un hombre como de 35 años, una mujer algo más joven, embarazada, bonita, y un chico de dos, caminaban despaciosamente entre la gente ociosa.
El mayor Sebastián rastreó con una mirada en la que fulguraba un odio impávido, hasta ubicar el grupo de tres individuos que conversaban a poca distancia. La campera le daba calor. (...)La confirmación del hallazgo disparó la adrenalina. Las ventanas de la nariz se dilataron, el resuello se exasperó, los ojos resplandecieron. Preparativos para una batida de caza.