Los fugitivos
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- Rodrigo Fresán
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Pocos comienzos más rotundos y redondos y poderosos –un literal y literario Big Bang que su autor pasó veinte años pensando y planeando– que el de Canadá, séptima novela de Richard Ford. Allí, en el primer párrafo, leemos: “Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después. El atraco es la parte más importante, ya que nos puso a mi hermana y a mí en la senda que acabarían tomando nuestras vidas. Nada tendría sentido si no contase esto antes que nada”.
Y quien nos cuenta la parte importante y lo que sucedió después –durante el verano y otoño de 1960– es un tal Dell Parsons. Adolescente, quien no es más que un nuevo nombre para una clásica y siempre poderosa voz dentro de la siempre poderosa y clásica literatura norteamericana. La joven pero curtida voz de un testigo implacable a pesar suyo. Alguien a quien no le queda otra que ofrecer testimonio condenatorio del mundo de sus mayores que no tienen por qué ser adultos o maduros. Esa voz que –con diferentes inflexiones y estilos– parte de la garganta de Huckleberry Finn de Mark Twain y conecta con la del Nick Adams, de Ernest Hemingway, y sigue en la Scout Finch, de Harper Lee, y de ahí al carraspeo del Holden Caulfield de J. D. Salinger o a aquel chico sin nombre pero ojos bien abiertos en Adiós, hasta mañana, de William Maxwell.
Que el Dell Parsons de Ford –junto a su hermana gemela Berner y a sus padres Bev y Neeva– no desentone en semejante ilustre compañía dice a las claras que nos encontramos en presencia de un libro importante. Un libro al que podría definirse como el mejor de Ford si no fuese también responsable de la Trilogía Bascombe. Allí, en El periodista deportivo, El Día de la Independencia y Acción de Gracias –a crecer, próximamente, con un volumen de cuatro nouvelles titulado, juguetonamente, Let Me Be Frank with You–, donde Ford hace gala de su faceta digresiva y torrencial con un héroe capaz de hablar a la velocidad del pensamiento. O de otros títulos igual de magistrales como Incendios (de 1990, cuyo protagonista, el también adolescente Joe Brinson, y cuya sequedad medular y radiográfica puede releerse casi como un tentativo ensayo y seguro arrime a Canadá). O de sus tres colecciones de cuentos y nouvelles (las primeras hojas de Canadá parecen caer ya en algunos relatos de Rock Springs, de 1987; ver “Optimistas”).
Y en Canadá, Ford (Jackson, Mississippi, 1948) vuelve a territorios conocidos por sus seguidores: lenguaje áspero y despojado como el paisaje de Montana, el derrumbe del amor y la construcción de los siempre frágiles puentes que unen a padres con hijos, el reflejo casi automático que empuja a huir del pasado pero al mismo tiempo extrañar lo que se deja atrás, el trabajo o la falta de trabajo como disparador, el exquisito arte y talento para tomar todas las malas decisiones y los caminos equivocados, y el movimiento perpetuo y el fantasma verdadero del poder volver a empezar. Pero aquí Ford lo rehace con una madurez que deslumbra pero, también, conmueve. Porque conviene aclararlo: hay muchos libros excelentes, pero son contados los que apelan con igual fuerza a nuestro corazón y a nuestro cerebro. En ese sentido, los paisajes tanto geográficos como mentales de Canadá –la épica doméstica y delictiva de la familia de Dell– recuerdan, por momentos, a la pintura de Edward Hopper (a quien se menciona en la novela). O a la inquieta quietud en el cine de Terrence Malick a la altura de Malas tierras y Días del cielo. O a ciertas añejas baladas asesinas cantadas por Johnny Cash o Bob Dylan, donde el elemento criminal o sombrío (como el del personaje adoptador y fugitivo Arthur Remlinger, una/otra de las grandes creaciones dentro del canon fordiano) es presentado con un lacónico pero arrollador lirismo que, nos guste o no, de inmediato nos hace sentirnos cómplices y fuera de la ley. Así, cuando la policía llega a arrestar a los padres de Dell sentimos como si viniesen por nosotros o por nuestros padres.
No es de extrañar que Canadá haya despertado la admiración en público de escritores que no dudaron en reseñarla por las nubes –entre ellos el gran estilista de la memoria John Banville o la maestra de la primera persona en singular Lorrie Moore– y que ese placer se traslade al de un lector que enseguida comprende no sólo que le están contando una gran historia sino que además se la están contando, tonal y técnica y rítmica y estructuralmente, de la mejor manera posible.
Dividida limpiamente en dos largas partes y una breve coda –el fordiano Great Falls en Montana y el atraco, Canadá y los asesinatos, un último encuentro entre los hermanos ahora grandes pero de algún modo pequeños para siempre– Dell parece, como nosotros, ir encontrándole cierto sentido a su historia a medida que nos la cuenta. Pero lo suyo no tiene la ambigüedad de los narradores poco confiables de Joseph Conrad o Ford Madox Ford o Francis Scott Fitzgerald. Imposible no creerle a Dell o no perdonarle su nunca del todo recitado credo y reflejo casi automático del sálvese quien pueda. Ninguna duda perturba su relato o nos perturba a nosotros hasta las últimas páginas, cuando un Dell sexagenario y profesor de literatura nos habla de la lectura y del estudio de grandes ficciones como del “cruzar una frontera” y de la vida como algo a lo que debe intentarse sobrevivir. Igual sensación nos deja Canadá: hemos huido, hemos conocido nuevos mundos y nuevas personas sin movernos demasiado. Pero –y nunca nos cansaremos de experimentarlo– regresando siempre a esa nueva patria para siempre cada vez que volvemos a viajar y a vivir un gran libro.
Bienvenidos a casa.
© Rodrigo Fresán, Página 12