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El cruce de dos mundos

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Bajo Las Chacras, Santa Fe, 25 de octubre, 22:15

¿La vida de cuántos compañeros presos o desaparecidos hubiera costado la de Videla? ¿De veinte? ¿De cien? ¿Doscientos? ¿Y la de Martínez de Hoz, Harguindeguy y del resto de los hijos de puta que viajaban en aquel momento en el avión? Aun así, ¿hubiese valido la pena? ¿Hubiera sido otra la Argentina? ¿Se hubiese desplomado la dictadura? No lo sé, hermano, hasta ahora no lo sé.

Miguel escucha los interrogantes de Ernesto, se aleja un paso de la parrilla y se da vuelta para mirarlo. Lo mira fijamente a los ojos. Ernesto permanece quieto, con un purito en la mano y la cabeza un poco inclinada. Está sentado en una silla de lona y tiene las piernas cruzadas. Del purito de Ernesto se eleva, enroscándose en su cara, un tenue hilo de humo. Miguel piensa por unos segundos que le cuesta revisar el pasado con los pies en el presente. El pasado nunca está muerto. No, ni siquiera es pasado. ¿Dónde leí eso? No. Tal vez no está muerto, dice para sí.

–¿En qué te quedaste pensando, Miguel? –le pregunta Ernesto.

–En todo.

–Qué historia, ¿no?

–No sabía que habías participado en la operación Gaviota.

–Casi nadie lo supo.

–¿Fue en enero del setenta y siete?

Ernesto se retrepa en la silla.

–No, en febrero, el 18 de febrero de 1977 –dice con su voz ronca y gastada. Miguel se vuelve hacia la parrilla, pincha la carne con un tenedor, la examina de un lado y del otro, retira dos bifes y unos pancitos caseros que había puesto a calentar, los mete en una fuente de aluminio y camina hacia la mesa para servirlos.

–Esto ya está –dice.

Ernesto levanta el vaso para tomar otro trago de vino. La primera botella está casi vacía. Habían estado tomando y conversando mientras Miguel encendía el fuego y preparaba el asado. Una parrillada completa: chorizos, chinchulines, morcillas y dos grandes bifes de lomo rociados con vino tinto, como habían convenido en Rosario cuando se reencontraron después de algo más de treinta años sin verse.

Aquel mediodía Miguel había ido a la ciudad para comprar herramientas y otras chucherías para su pequeña chacra. En la fila que formó delante de la caja del supermercado Easy, Ernesto le palmeó el hombro. Miguel demoró en re-conocerlo. Ernesto casi no tenía pelos en la cabeza, portaba un bigote tieso y canoso y unos cuantos rollos de más de los que solía lucir en los lejanos tiempos de la insurgencia. Ambos habían integrado el Ejército Revolucionario del Pueblo, el ERP o el errepé, brazo armado del Partido de los Trabajadores, como era aludido en los ámbitos políticos. El ERP, de vocación guevarista, había sido fundado en 1970 y junto con Montoneros, de filiación peronista, constituía el movimiento guerrillero más importante de aquellos años.

–¿Te acordás de mí, Francés? Soy Marcelo, de Córdoba, militábamos juntos en el barrio Ferreyra –le dijo Ernesto con una sonrisa blanda y expectante.

Miguel dio un paso atrás para examinarlo de arriba abajo. Luego lo abrazó.

–Claro que me acuerdo –respondió. Permanecieron unos instantes en silencio, olfateándose uno al otro. Ernesto mantuvo la sonrisa. Su aspecto reflejaba una cierta dejadez.

–Yo a vos te saqué de entrada –dijo–.

Porque estás igual: flaco, pintón, con la misma barba, blanca pero la misma, la pose de siempre, igualito, increíble, y yo que pensaba que habías perdido en Nicaragua. Miguel frunció el ceño.

–¿Nicaragua? Nunca estuve en Nicaragua.

–Bueno, eso se decía.

–¿Dónde se decía? ¿En la cárcel?

–Yo no caí en cana –respondió Ernesto.

–¿No?

–No, hermano, ya te voy a contar. Miguel y Ernesto se habían conocido en Córdoba y habían compartido varias acciones de agitación y propaganda. Ernesto, en verdad, se había integrado por unos meses al equipo que conducía Miguel, cuyo nombre de guerra, Francés, se lo habían puesto sus compañeros por haber cursado un profesorado en esa lengua. Miguel era por entonces, en palabras de la época, un cuadro de dirección. Su destreza militar y sus conocimientos de teoría política no eran extraordinarios. Pero en el ERP, y en las otras formaciones guerrilleras, no había ningún genio militar ni político, ni nada que se le pareciera.

De otra forma, no hubieran dilapidado las simpatías populares que acumularon cuando, haciendo uso del derecho a la resistencia, combatieron a la dictadura que precedió al tercer gobierno de Perón, continuado luego por su indolente esposa, ni hubieran cometido tantos errores, tácticos y estratégicos, en esos dos años y pico, plenos de tensiones y conflictos, que antecedieron a Videla. Aun así, los miembros del ERP eran valientes y determinados como toros, y Miguel, además de estas dos cualidades, reunía en su personalidad otras virtudes muy ponderadas en la organización: era discreto, callado y tenía sentido de disciplina. Pero la audacia era su don más preciado. Una virtud que lo hacía apto para conspirar y para abordar cualquier situación, por más peligrosa que fuera.

Ernesto, bautizado Marcelo en las filas insurgentes, militó un tiempo en Córdoba y luego tuvo que volver a Rosario, su ciudad natal, donde muchos años más tarde se diplomó de ebanista y maestro carpintero. Ernesto, que a los ojos del partido tenía un punto oscuro en su pasado porque había sido simpatizante trotskista, aceptó moverse de Rosario a Córdoba para hacer méritos.

En Córdoba, luego en Rosario y finalmente en Buenos Aires, demostró ser un buen compañero y un buen combatiente, sin embargo la dirección del partido siempre lo mantuvo en una posición subalterna.

Miguel, en cambio, continuó la lucha en Córdoba hasta que, a mediados del setenta y seis, después de fuertes discusiones políticas con el responsable regional, a quien consideraba falto de sentimientos e incluso de conciencia, y de seis años de adhesión incondicional, abandonó la organización y su ciudad para vivir en la clandestinidad en un campo de la provincia de Buenos Aires. Menos mal que te conocemos, le había respondido el responsable cuando Miguel, en una reunión, hizo una crítica a la estrategia que el partido estaba llevando contra la dictadura de Videla y que diezmaba, poco a poco, el pelotón a su cargo. Le parecía un disparate que siguieran funcionando contra viento y marea, como si nada hubiera pasado en el país, sin tomar en cuenta que la gente ya no los acompañaba y que los golpes que recibían eran cada vez más duros y frecuentes.

¿Y si no me conocieran qué?, le replicó Miguel y continuó interpelando a su responsable antes de levantarse e irse para siempre: ¿Qué tendría que esperar si no me conocieran? ¿La horca, acaso? ¿El destierro? ¿A ver, decime, hijo de puta?, le dijo. Esa decisión le había costado horas de sueño y de angustia, y en los meses posteriores se sintió un desertor. Un quebrado. Pero le había permitido preservar la vida y esquivar una represión inédita y brutal.

Aquel mediodía de octubre, Miguel y Ernesto conversaron apenas un rato y se despidieron con la promesa, un tanto vaga y formal, de volver a juntarse para comer un asado en la chacra que Miguel alquilaba con su pareja a unos ochenta kilómetros al oeste de Rosario. Miguel, que había dudado mucho antes de soltar la invitación, aunque le dibujó un plano en la contratapa de un diario y le apuntó el número de su teléfono celular, recordó camino a la chacra que su relación con Ernesto no había terminado para nada bien y pensó que ese encuentro jamás se cumpliría. Ernesto, en los viejos tiempos, era un tipo rápido, hábil, por rachas aragán, a veces mentiroso, pero su manera de vestir, de pei-narse y de hablar le causaban gracia. Tenía más insolencia y más humor que cualquiera de los otros militantes que conocía. Sin embargo, no había vacilado en sancionarlo con dos semanas de arresto cuando descubrió que, urgido de dinero, se había quedado con el aporte que había hecho un grupo de compañeros universitarios.

Miguel, mientras manejaba por una ruta secundaria, recordó que Ernesto le había reprochado a los gritos su severidad y que el partido, por esta actitud, había resuelto poco después separarlo de su equipo y regresarlo a Rosario, su regional de origen, para hacer militancia de base en una fábrica textil. A proletarizarse. Así lo llamaban. Miguel sonrió al volante de su auto. La distancia entre una y otra época le pareció infinita. Pero Ernesto, pese a sus pronósticos, lo llamó unos días más tarde. Miguel le propuso el asado cuando estuviera solo en la chacra. Lo fue a buscar al atardecer a una parada desierta, y ese miércoles, a eso de las diez de la noche, estaban uno frente al otro, bajo un cielo sin luz. Miguel destapa la segunda botella y los dos comen sin levantar los ojos de los platos. Se entregan enteramente al asado y a las achuras como si fueran dos adolescentes hasta que Miguel, de repente, deposita con suavidad los cubiertos sobre la mesa y se lleva el índice a la boca. Se queda quieto, mirando hacia el terreno. Después se levanta sin hacer ningún ruido y va despacio, casi en puntas de pie, hacia el extremo en penumbras del patio. Le hace una seña con la mano a Ernesto. Cuando están juntos, habla en voz muy baja. –¿Escuchaste ese ruido? –pregunta. –No. –¿No escuchaste nada? –No, nada, ¿qué pasa? –Anda un puma por la zona. –¿Un puma? ¿Por acá? –Sí, un macho grande. Hace días. Dejé unas trampas cerca de las tranqueras. –¿Las hiciste vos? –¿Yo? No, se las compré a un paisano. –Qué raro que ande un puma con tanto alambre y cosecha. Miguel hace un gesto hacia donde toda la tierra está sumida en la oscuridad. –Quizá por esos motivos. Viene haciendo destrozos. Dejó huellas en esa dirección. En un vado. -¿Y por qué razón se metería en tu chacra? -Tengo un par de terneros en el corral. Ernesto enciende un purito. Miguel ve brillar su cara entre sus manos y el movimiento de sus mejillas al chupar. Luego sigue con los ojos el vuelo del fósforo hacia el piso. –¿Cuánto hace que venís por aquí? Miguel señala el purito. –Apagá el faso. –¿Por? –Si anda por ahí, mejor que no sepa dónde estamos parados. Ernesto aplasta el purito bajo la suela, contra el piso. –El faso me salvó la vida un par de veces –dice. –¿Cómo fue eso? –Una vez, por contarte una no más, estábamos reunidos en Rosario con tres o cuatro compañeros que habían venido de Villa Constitución. Era una reunión tensa y, de entrada, todos fumamos como búhos. Al rato, nos quedamos sin puchos. Yo, por entonces, fumaba negros sin filtro, eran otra cosa, tenían otro sabor, muy diferente a estos toscanitos de mierda. La cuestión que, como yo era el único que no estaba tabicado, me levanté y salí de la casa para comprar cigarrillos. Fui hasta el kiosco de la esquina, me demoré porque el tipo no tenía cambio y cuando volvía, vi llegar un coche y después otro que estacionaron al frente de la casa donde estábamos. Era la patota que salía a cazar con todos los fierros. Cinco se metieron adentro y otros cuatro se quedaron afuera. Uno de estos, un milico panzón, con una Uzi en las manos, me miró desde un costado del primer coche. Me quedé helado, haciéndome el sota. Después seguí de largo y salí de raje para dar aviso al partido. Fue un desastre. Me salvaron los fasos, no la intuición. ¿A vos nunca te pasó algo así? –No. –¿Nunca intuiste el peligro? –Sí, eso sí. Acá –dice Miguel llevando una mano al oído derecho–. Me da un zumbido extraño, tinnitus le dicen los médicos, aunque ya no le doy bola. –Es como una señal. –Sí, como una alarma. –¿Y ahora? ¿Te zumba? Miguel niega con la cabeza. Por un momento, ambos permanecen de pie, inmóviles, un poco inclinados hacia adelante, mirando hacia la negrura sin fin de la noche. Pero no se oye ni el más débil sonido. Miguel respira hondo el aire del campo. –Aquí vengo algunas veces por año –dice después. –Me dijiste que vivías en Buenos Aires pero que también estuviste en México ¿no? –Sí, por poco tiempo. –¿Y en Buenos Aires qué hacés? –Por unos cuantos años manejé una librería. Literatura, arte y otros textos. Ahora no. –Me imagino que disfrutaste ese trabajo. –¿Por? –A vos siempre te gustó la lectura. Miguel dice sí con la cabeza. Por un instante se ve a sí mismo, en un día tranquilo de invierno, acomodado en un sillón, leyendo un clásico que había sacado del depósito. Aquello había sido importante para él. Ernesto se vuelve hacia la casa que está a su espalda. Dos faroles arden en el patio y otros dos en la cocina. La casa, una estructura cuadrada de ladrillos vistos y techo de tejas, enclavada en el medio de cinco hectáreas forestadas con naranjos, ciruelos y algunas variedades de arándanos, se ve reluciente entre la negra y dentada masa de árboles. –No te ha ido mal. –No me quejo. –¿Tenés una moto? –¿Por qué me preguntás? –Por el auxilio que está al lado de la parrilla. –Sí, la usa mi mujer. –Debe ser joven. –Es más joven que yo, sí –dice Miguel y mira a Ernesto por encima de su hombro. Miden más o menos lo mismo. Ernesto, que está parado junto a él, a su derecha, lo observa con una expresión más recelosa que fría. Miguel no esperaba eso. Lo mira a los ojos unos segundos y luego señala hacia atrás. –Sigamos con la operación Gaviota. Dale. Contame bien, ¿querés? –dice, se vuelve y enfila hacia la mesa. –¿Me prestás un teléfono? –le pregunta Ernesto y agrega–: Es una llamada breve y tengo que hacerla antes de que sea muy tarde. –Sí, usá mi celular, ahí está, sobre la mesada, a un lado de la parrilla. –¡Cuántos quilombos hubieran evitado estos aparatitos en nuestros tiempos! –apunta Ernesto. Miguel asiente con la cabeza. –Hablá tranquilo –dice, mira hacia la parrilla, donde chispean las últimas brasas, luego otra vez a Ernesto, continúa su camino y cuando llega a la mesa sirve vino en los dos vasos antes de sentarse. II   Kathy, Texas, 22 de octubre, 08:30 El cartel con el dibujo de curva peligrosa era fácilmente visible para los automovilistas que ese domingo de octubre iban o venían de San Antonio por la ruta 90. El sol había salido hacía más de una hora y la luz de la mañana le daba de lleno. Sin embargo, Robert Boom Boom Valdez no pudo distinguirlo cuando entraba en Kathy conduciendo su viejo Cadillac y luego, sentado a una mesa del fondo, pegada al ventanal del restaurante Black Eyes, pasó un largo rato mirándolo, tapándose con las palmas de las manos, en forma alternada, un ojo y el otro. Dos sombras, ligeramente marrones, estacionadas en la mitad del izquierdo y del derecho, limitaban su campo visual. Solo si inclinaba la cabeza podía ver unas líneas y cuanto más se empeñaba en corroborar su dolencia, descubierta un par de semanas atrás, mientras jugaba una partida de póquer en un hotelito de El Paso, mayor era la angustia que lo roía por dentro. Aquella tarde nubosa, al ojear las cartas frente al último adversario que le quedaba, había notado un par de chispazos que lo sacaron súbitamente del juego. En los días siguientes, poco a poco, se le instalaron las sombras. Tiene las retinas dañadas. ¿Recibió un golpe en la cabeza?, le preguntó el médico que lo revisó. No, respondió Boom Boom. Podría haber dicho que a principios de ese mes, cuando estaba a punto de finalizar un trabajo para su jefe El Rey, un matón rival, a modo de último recurso y en el último suspiro, le había hundido los dedos en los ojos. Pero no dijo nada. Enfrente de él, Bernardo KikoDi Mundo, lo observaba en silencio. Había hablado y manejado durante casi toda la noche. Setecientas cincuenta millas. Desde El Paso hasta las cercanías de ese pueblo insípido y silente llamado Kathy, en el sudeste de Texas, cuando, extenuado, le cedió el volante a Boom Boom. Mientras manejaba, fumando un cigarrillo tras otro, había referido a su pasado en Honduras y, también, a su vida cotidiana en las montañas de México. Cuando la moza llegó con el café servido en dos tazas grandes de plástico, Boom Boom trató de enfocar la cara de su compañero. –Maldita sea –susurró. –¿Qué pasa, chigüín? –le preguntó Kiko. –Estoy jodido. –No tienes nada grave, hombre. –¿Tú qué sabes? –Vamos, chicano, un poco de humor que Buenos Aires nos espera, pué. ¿Conoces el cuento del chavo que se asoma a una obra en construcción y les pregunta, gritando, a los alba-ñiles que están en los pisos de arriba: ¡Eh!, ustedes, ¿están em-padronados? –dijo Kiko, que por cualquier motivo o al cabo de un par de frases anodinas encontraba siempre un pretexto para contar un chiste o alguna historia en la que resultaba difícil separar la mentira de la verdad. Boom Boom removió el café con la cucharita aunque no había nada que remover. Luego la levantó, señalándolo. –Basta de cuentos. Ahora cierra el pico y escucha: cuando llegue El Rey no quiero que pronuncies ni una palabra. Yo le hablé de ti y está todo arreglado. Vamos a trabajar juntos porque lo considero necesario. Mi problema es cosa mía. Ni una palabra. ¿De acuerdo? Kiko se pasó una mano por su pelo negro y enrulado, tra-tando de aplastarlo. –De acuerdo –dijo. –Así está bien –dijo Boom Boom y bajó la cucharita. Kiko dejó correr unos segundos. –¿El Rey vive en Houston? –No lo sé. ¿Por qué lo preguntas? –Porque Houston está cerquita de este cementerio. Boom Boom sacudió levemente la cabeza, en un gesto que denotaba fastidio. Unas gotas de sudor comenzaron a poblarle la frente. Conocía a El Rey desde mucho años atrás. De cuando había comenzado como vulgar traficante de marihuana y cocaína en una barriada de El Paso. Ya entonces se hacía llamar así: El Rey. Aunque nadie, ni siquiera él, hubiera apostado un solo dólar al futuro de ese mexicano retacón y presumido, ahora vuelto poderoso, que le había frecido trabajo bien pago apenas vuelto de la primera guerra del Golfo. Por entonces no eran sencillas ni pacíficas las relaciones entre chicanos y mexicanos en las barriadas de El Paso. En realidad, nunca lo fueron. Sin embargo entre El Rey y él, de un modo u otro, se las habían arreglado desde que habían sido vecinos, pared de por medio, en la calle Oregón. Los chicanos, voz que deriva del náhuatl, reivin-dicaban con orgullo su presencia como pueblo originario en esos territorios y también su cultura y su arte fresco y distintivo. Pero los nacidos en México, como El Rey, los trataban en forma despectiva, ignorando sus raíces históricas. Ustedes, los pochos, no son de aquí ni de allá. Ni pichan ni batean, le decía El Rey a Boom Boom, largando una carca-jada, apenas solía acalorarse cualquier discusión entre ellos. Con Kiko, en cambio, había compartido una celda en la prisión de Ciudad Juárez hacia fines de los años noventa. Kiko, en aquel tiempo apodado Veneno, hubiese pasado la mitad de su vida ahí dentro de no haber cooperado con la fuga que urdieron Boom Boom y otros dos sicarios, un norteamericano y un chino a sueldo de El Rey. Kiko escapó hacia el interior del estado de Chihuahua, hacia la Sierra Madre. Allí había formado familia con una india tarahu-mara. Al menos eso decía cada vez que Boom Boom lo contactaba para hacer un trabajo de este lado de la frontera o del otro. (...)       Entre los '70 y la actualidad Basada en hechos reales, Los cuerpos y las sombras es una novela atrapante. Es el cruce de dos mundos: pistoleros que matan sin mirar a quién y viejos guerrilleros que siguen presos de las paradojas de la historia, y que no alcanzan a descubrir si fue un alivio o una fatalidad que "aquel atentado" fracasara. De la novela política al thriller, una historia que va y viene de la década de los setenta a la actualidad, Fue editada por Editorial Edhasa. Eduardo Sguiglia nació en Rosario. Estuvo exiliado en México durante la última dictadura militar y desde hace 30 años reside en Buenos Aires. Es autor de varios estudios y ensayos, entre ellos El Club de los Poderosos y Las ideologías del poder económico, dos de los cuales fueron distinguidos con premios nacionales de economía. También publicó cuentos y cuatro novelas –Fordlandia; No te fíes de mí, si el corazón te falla; Un puñado de gloria; y Ojos Negros– que fueron traducidas a distintas lenguas y resultaron finalistas en los concursos internacionales DublinLiteraryAward, GrinzaneCavour y Tusquets. Integró los jurados en narrativa en Casa de las Américas (Cuba) y Casa del Teatro (República Dominicana), y fue profesor de la UBA, presidió el organismo regulador de aeropuertos, fue subsecretario de Política Latinoamericana y embajador argentino en Angola.