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Asesinar a un general y salir huyendo

Periodista:
Philip José Farmer
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Escribir una novela al ritmo de las metrallas, esquivar los disparos, encontrar los recovecos para poder contar una historia entre esquirlas. De eso se trata. Boom Boom y Kiko están en un pueblo perdido del estado de Texas y tienen que dar con Andrea, que se encuentra en la provincia de Santa Fe en la Argentina. La orden baja de El Rey, el despechado en cuestión, un hombre de la mafia que no confía ni en su sombra. En un contexto de viajes, rutas desiertas, camiones sospechosos, pueblos chicos y cuernos varios se encuentran Miguel y Ernesto. No son dos personajes más en la trama, no pertenecen a la estirpe de los mercenarios que se insinúa de entrada en la novela.

Luego de treinta años de no verse eligen cumplir con el rito de hablar de su participación en la Operación Gaviota que el ERP llevó adelante en febrero de 1977 y tuvo como objetivo eliminar a Videla y otros funcionarios de la dictadura militar. El diálogo es tenso y el tema ofrece la posibilidad de llevar a cabo más de un encuentro. Todo transcurre en una chacra de campo mientras no dejan de estudiarse, de charlar sobre una acción que pudo haber cambiado el rumbo de la vida política en el país, pero que en lo fundamental los cambiaría a ellos para siempre. “El cielo ha apagado todas sus luces” escribió Shakespeare en Macbeth mientras estos hombres un tanto agotados por desenterrar recuerdos se preparan para continuar la charla otro día. Entonces los mexicanos encargados de la venganza, mercenarios de toda causa que implique sangre y dinero, pasan a un segundo plano, se corren de los tiroteos y sus destinos siniestros y dejan paso a estos dos hombres que entre tenedores y cuchillos para preparar un asado se preguntan una y otra vez si valió la pena jugarse a todo o nada, pues se sabe que el fuego quema o encandila y así es imposible tener una buena visión.

La novela entonces es un diálogo inconcluso (¿hay alguno que no lo sea?), por momentos un feroz intercambio sobre tanto vértigo como si un camión de proporciones enormes de la Historia los hubiera agarrado de súbito para saltear la adolescencia, la juventud y los ideales. Entre ellos ahora se interponen sólo las brasas y el reencuentro y las pausas que genera el autor para que la intriga en esencia sea secundaria y el lector vuelva a una época donde dos jóvenes lo dieron todo cuando nada había, cuando la tierra era yerma y ellos abrían boquetes, se arrastraban en túneles y buscaban herramientas para alcanzar su objetivo.

Eduardo Sguiglia nació en Rosario, pasó su exilio en México y publicó entre otros libros Fordlandia, Un puñado de gloria, Ojos negros y ensayos sobre economía y ciencias sociales. Fue también jurado en el Premio Casa de las Américas en Cuba. No escribe desde ningún lugar. Ni desde cualquier tiempo. Y si febrero de 1977 ya queda muy lejos en el tiempo, Miguel y Ernesto evitan los desbordes sentimentales y no hablan de sus asuntos personales pues los latidos quedaron allí, en una acción que se frustró apenas por milímetros y azares. Entonces es imposible domesticar las palabras luego de tanta agua que avanzó debajo de los puentes, el líquido y lo sólido son incontenibles, dejan huellas y cada lector encontrará su propia voz, sus propias escenas de otro tiempo y de otros lugares. Hay reproches entre ellos, señas de la vieja militancia y un comportamiento que incluye la vigencia de medidas de seguridad y la atmósfera clandestina del vivir que se impregna en el cuerpo como la piel misma, así como las piernas y los brazos. Las mujeres (“toda una noche cogiendo se pierde el respeto a la muerte”), los policías y las persecuciones que habitan el texto son un telón de fondo muy lejano y por momentos disonante con lo que se quiere contar como si el hielo que sirven en los vasos durante una tarde de campo fuese a parar a ese almanaque antiguo de traslados secretos, miradas y amores mientras la oscuridad se come la llanura.