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Eugenides y Knausgärd: la poética fascinación de cierta banalidad

Periodista:
Andrés Hax
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Un viernes, a las cinco y media de la tarde —el 6 del junio pasado— frente a la biblioteca pública de Nueva York en Manhattan, ya se había formado una cola de media cuadra para asistir a la entrevista pública que el escritor estadounidense Jeffrey Eugenides (1960) le haría al novelista noruego Karl Ove Knausgärd (1968). Faltaba una hora y media para el arranque pero todas las entradas estaban vendidas desde hacía muchos días. Plena luz de fin de primavera, una ciudad alegre y próspera. Un oficinista a la izquierda de este redactor casualmente le pregunta: “¿Me guarda el lugar un rato? Me voy a comprar un burrito.” Se ausenta veinte minutos, dejando en su lugar su portafolio. A la derecha una joven mujer china-estadounidense lee unas brillosas páginas dobladas, arrancadas del último The New Yorker; es la reseña de James Wood de In the Light of What We Know , la primera novela de Zia Haider Rahman. Más lejos, a cada costado de la fila, viejos hippies, jóvenes oficinistas impecablemente vestidas, hipsters con barbas espesas y anteojos negros.

A la hora de entrar muchos quedaron afuera; la capacidad del auditorio era de unas 500 personas. Las primeras cuatro filas estaban reservadas para luminarias de la inteligencia neoyorquina, la mayoría giraba alrededor de Andrew Wylie, el agente literario más poderoso del mundo, conocido como “el chacal”. La gente linda se besaba en las dos mejillas, al estilo frances.

Hello... hello.. oh, hello...

Tras una breve introducción, Eugenides y Knausgärd tomaron el escenario. Altos, imponentes y con aura de estrellas, vestidos con ropa oscura y con caras luminosas y sonrientes. Esa noche era el cierre de un paseo triunfal del noruego por Nueva York. En la semana ya había sido entrevistado en público por Nicole Krauss en Park Slope, Brooklyn y por Zadie Smith en SoHo. Ambas lo declararon como su novelista contemporáneo favorito.

El mundillo de letras estaba a sus pies y Eugenides no fue la excepción. Nunca ocultó su admiración como fanático incondicional, visible tanto en el modo de hacerle preguntas como en la manera de mirarlo. Eugenides, hay que recordar, es uno de los grandes novelistas vivos de los Estados Unidos ( Las vírgenes suicidas , 1993; Middlesex , 2002; La trama nupcial , 2011).

El motivo de tanta veneración por Knausgärd es su monumental novela autobiográfica, en seis volúmenes, titulada, provocativamente, Mi lucha . Cuando fue publicada en su tierra natal entre 2009 y 2011 creó furor y escándalo, a tal punto que muchas oficinas se vieron obligadas a declarar días especiales en los cuales se prohibía hablar sobre “Min Kamp.” Hasta ahora, tres tomos han sido traducidos al inglés y dos al castellano. Aunque Knausgärd ha sido comparado con Marcel Proust y Thomas Mann, la pura verdad es que Mi lucha es un monumento a la banalidad. O mejor dicho, una obra que hace lo banal fascinante y, en momentos, poético. Es un relato de vida sin adornos novelísticos ni esfuerzo alguno por ficcionalizar a los protagonistas. Los nombres de las personas en los libros son los nombres de las personas en la “vida real”. Hay intervalos ensayísticos, como el que abre el primer volumen, que en castellano se titula La muerte del padre .

Sentado con las piernas cruzadas Eugenides se disculpó por tener que someter a Knausgärd a ciertas preguntas, sabía muy bien –afirmó– que era desagradable; dijo que preferiría que la noche fuera una charla entre dos escritores. Luego leyó un comentario suyo sobre Mi lucha para después preguntar si Knausgärd estaba de acuerdo con sus conclusiones. Leyó Eugenides: “Mi lucha es una forma literaria de arte conceptual. El concepto es: escribir todos los días, por el mayor tiempo que puedas soportar, tan cerca de la verdad como puedas soportar. Sin preocuparse de tener que inventar nada. Por más que odies lo que estás escribiendo, no cesas. No tienes piedad por nadie, en particular por ti mismo... Sólo un escritor en un millón, siguiendo estas instrucciones hubiera creado una novela tan fluida, tan convincente, tan lacerante, profunda y graciosa como Mi lucha . Hizo algo que no se había hecho antes. Al final, hasta sus defectos son parte de la perfección general de la obra.” Como pasó reiteradamente durante el encuentro, Knausgärd corrigió levemente a Eugenides: “Es verdad que escribí con reglas y que no sabía dónde me iban a llevar. Pero lo que terminó siendo o lo que ven los lectores, se aleja de mí. Una de las cosas principales de este libro es que no está dirigido a nadie. Quería ser completamente libre. La única manera en que pude hacerlo fue no pensar en el lector, en el crítico. El libro contiene muchas cosas vergonzosas. La gente me pregunta cómo pude escribir esas cosas. El hecho es que cuando estás escribiendo, estás solo, entonces no hay vergüenza... No piensas en lo que va ser. En el momento en el que piensas yo voy a cambiar “la novela” estás muerto.” Pronto Eugenides le pidió a Knausgärd que leyera un pasaje y entonces se dio uno de los momentos más interesantes de la noche. Knausgärd tomó el libro en sus manos, se paró, se acercó al borde del escenario y se puso a leer, hamacándose con ritmo, como si fuera un trompetista tocando un solo. Knausgärd es alto, ampliamente supera los 1,80 m. Con la cabeza agachada, sus largas mechas grises le tapan la cara y se mecen al compás de su cuerpo. Eugenides, y los 500 plus presentes, hipnotizados.

Eugenides empujó y empujó para sacarle respuestas teóricas a Knausgärd pero se vio amablemente frustrado en cada intento. Quiso preguntar como Knausgärd usaba el ensayo dentro de su obra y si eso respondía a una tradición más bien europea, o si había un plan narrativo para determinar su uso. Knausgärd, sin ser irrespetuoso, respondía siempre con cierta descalificación: “Son mil formas de buscar sentido dentro de una vida ordinaria. Cuando hago algo, estoy haciéndolo y pensando al mismo tiempo. Simplemente quise encontrar una forma para esos dos niveles. Es completamente posible estar sentado en casa leyendo Heidegger y después ir a lavar los platos. Es el mismo mundo. Cada uno corresponde al otro. Cuando dices algo sobre la vida, hace falta, yo pienso, ambas cosas. Fui muy inspirado por Gombrowicz. Creo que sus diarios son una de las mejores obras del siglo pasado. ” Una gran revelación de la noche fue conocer cómo llegaron a ser seis volúmenes. Eugenides planteó la pregunta en términos de estrategia de escritor: ¿Por qué decidió hacerlo así? Knausgärd: “Ante todo, estaba intentando escribir sobre la experiencia de la muerte de mi padre. Pero no paré donde para el primer libro. Seguí, porque había encontrado un lenguaje para hablar sobre la vida cotidiana. Di a mi editor lo que ahora son los primeros dos volúmenes y eran como 14.000 páginas. La primera idea que tuvieron fue publicarlo en 12 novelas, una por mes por un año. Pero era un riesgo financiero demasiado grande para ellos. Entonces me dieron la opción de cortarla como quisiera, pero seguir escribiendo más. Y me gustó ese desafío...” Las condiciones comerciales impuestas por el editor le dieron un programa de escritura a Knausgärd que, en vez de abrumarlo, lo liberó. “Me gustó tener restricciones porque tengo muchos problemas con la autocrítica. Me paraliza. Para vencer esto me encierro en un cuarto y escribo cinco páginas por día, pase lo que pase.” Al fin de la noche, Knausgärd tuvo la amabilidad de sentarse casi una hora para firmar ejemplares, siempre sonriente y seductor. Eugenides, con su barba mefistofélica, se quedó en un rincón oscuro, charlando sobre el verano con esbeltas mujeres y con Andrew Wylie, el chacal.

© Andrés Hax, Revista Ñ