En la guerra, yendo del suspenso al escepticismo
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- Ariel Dilon
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El 28 de junio se cumplió un siglo del asesinato de Francisco Fernando de Austria en Sarajevo, que dio inicio a la primera conflagración industrializada de la humanidad, instauró la era moderna y el orden bélico-económico que –revoluciones más o menos– aún rige el mundo. Pero Jean Echenoz (Orange, 1947) no especuló, al escribir 14 , con esa ruidosa efeméride. Breve como su título, el librito publicado en Francia en 2012 surgió, según el autor, de un descubrimiento accidental. Ayudaba a ordenar los papeles de un familiar fallecido cuando dio con unos viejos diarios de guerra. “Eran unos cuadernos sorprendentemente banales”, declaró, “apenas hablaban del tiempo, de la vida compartida con los camaradas, pero contenían muy pocos episodios bélicnaos. Transcribí los diarios, y empecé a buscar los movimientos de tropas a los que correspondían... y luego, por pura curiosidad, quise saber más y me puse a leer obras históricas, testimonios, novelas clásicas de la época, desde Dorgelès a Jünger, pasando por Remarque, Chevallier, los clásicos de la Primera Guerra.” Ya pensando que quizás hubiera allí, después de todo, un proyecto literario, Echenoz se puso a recorrer museos, a “reunir” objetos de guerra: el ridículo casco llamado cervelière , que oprimía horriblemente los sesos del recluta; la evidencia de que los mandos promovieron un profuso consumo de alcohol, “pues embriagar al soldado contribuye a incrementar su valor”. La investigación preside su método de escritura y sus novelas son un acto de conocimiento que combina perplejidad y precisión, empatía y distancia irónica. La distancia, aprendida de Flaubert, hace de todos los suyos personajes secundarios –aunque deliciosamente retratados–, pues en realidad es el mundo que ellos dibujan con sus pasos lo que protagoniza el texto. Echenoz es como un marciano antropólogo: no uno recién llegado a la Tierra, sino uno que llevara años reuniendo y compulsando casos, libro tras libro, elaborando hipótesis provisionales, y al que sus poderes telepáticos hubiesen enseñado a comunicar esas observaciones en un francés refinado y amigable, tan apocalíptico como integrado.
Si algo quiso evitar al elegir a los dos hermanos, Charles y Anthime Sèze, y el vago triángulo que componen con la rica Blanche Borne, como “protagonistas” de su conflagración bajo la lupa, es el friso histórico: “Uno se ve tentado a hacer una obra tan larga como esa guerra interminable: ‘Contémoslo todo, del 14 al 18’. Yo preferí tomar el partido contrario, dar cuenta de la mayor cantidad de cosas posibles, de las que me habían impactado cuando investigaba y de las que yo mismo pude inventar como novelista, pero condensándolas en un texto relativamente corto”. Ante la vastedad y lo trillado del asunto, el narrador advierte: “Todo esto se ha descrito mil veces, quizá no merece la pena detenerse de nuevo en esta sórdida y apestosa ópera. Además, quizá tampoco sea útil ni pertinente comparar la guerra con una ópera, y menos cuando no se es muy aficionado a la ópera, aunque la guerra, como ella, sea grandiosa, enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades, como ella arme mucho ruido y con frecuencia, a la larga, resulte fastidiosa”.
La anécdota incluye movilización, vicisitudes banales y guerreras, muerte, invalidez, reencuentro y hasta un nacimiento. Pero es tan mínima y delicada que incluso resumirla es peligroso, sobre todo porque en su fórmula hay una gota de suspense muy del gusto del autor: un tenue, inconducente suspense , señal de su profundo escepticismo. Como la esquiva beldad de Rubias peligrosas , como la muchacha auto-marginalizada de Un año , como el marchand Félix Ferrer y su aventura ártica en Me voy , los personajes de 14 viven un tiempo de excepción, un súbito cambio de vida. Lo hacen a la fuerza, aquí: al soldado, “forzado” por antonomasia, hasta un tímido paseo puede acarrearle el fusilamiento por deserción. Hay, en este relato fatal de cinco o seis vidas mínimas, el realismo de quien rehúye lo real como convención para reponer la verdad de su propia mirada. Echenoz recoge una tradición literaria que abarca polos tan opuestos como los relatos del frente en el Viaje...de Céline o la “objetividad” detectivesca del Robbe-Grillet de Las gomas . Y hay mucho cine tras su escritura: la conmovedora gracia del soldado chapliniano, el impasible humor de Keaton, casi contemporáneos de los hechos. Buster Keaton de la palabra, Echenoz está lejos de los personajes pero cerca del lector. Se pliega al punto de vista del individuo –el soldado– y jamás, jamás, al de la Historia con mayúscula: “Siquiera fuese por esos dos, el piojo y la rata, obstinados y precisos, organizados, habitados por un solo objetivo cual monosílabos, sin más meta ambos que roer la carne de uno o sorber su sangre, exterminarlo a uno cada cual a su modo –por no hablar del enemigo allá enfrente, guiado de modo distinto por el mismo objetivo–, había motivos sobrados para mandarse mudar”.
© Ariel Dilon, Ñ.