Experiencia de lo trágico
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- José Fernández Vega
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Se considera a la Poética de Aristóteles un primer intento por reflexionar sobre el arte y la literatura en general, si bien centra su atención sobre la tragedia, un género que los griegos inventaron y llevaron a su expresión más sublime. Hay quienes opinan que Aristóteles escribió Poética bajo el influjo de Platón; otros, en cambio, entienden que en realidad lo hizo contra quien había sido su maestro. Platón, cuyos diálogos son tan líricos y dramáticos, había dictaminado en República , su utopía política, que los poetas debían ser marginados. Sus obras eran demasiado sentimentales y reblandecían el carácter de los ciudadanos; mientras que las ficciones que construían distorsionaban el acceso a la verdad.
Fiel a su método, Aristóteles desmenuza los elementos de la tragedia, traza su genealogía y captura sus lineamientos esenciales. Toma como modelo a Edipo Rey de Sófocles: un individuo superior -pero no un dios- pasa de la dicha a la desgracia por motivos de los que no es responsable. Los espectadores se identifican con su triste deriva y experimentan, a la vez, compasión y temor. Compasión por unas altas cualidades aniquiladas por fuerzas incomprensibles; temor, porque males semejantes podrían abatirse sobre quienes asistían en el teatro a la caída del héroe. Para Aristóteles, la tragedia nos acercaba a la verdad, pero además aportaba un beneficio ético y político a la sociedad, puesto que, como resultado final, equilibraba las pasiones de la audiencia.
Tragedia moderna -publicada hace casi medio siglo por el célebre crítico galés Raymond Williams (1921-1988) y recién ahora traducida al español- es un ambicioso intento por comprender las transformaciones de una forma literaria y de sus relaciones con la sociedad desde sus orígenes griegos hasta sus múltiples derivaciones en el siglo XX. A lo largo de ese amplio recorrido, el autor busca conectar las distintas concepciones de la tragedia con lo que llama la "experiencia trágica": la vivencia de los conflictos históricos y sus efectos en las cambiantes "estructuras de sentimiento". Williams acuñó esta última expresión para referirse a las emociones, percepciones y valores dominantes entre las subjetividades de una época, que la literatura producida en ella testimonia de modo eminente.
Divida en dos partes, Tragedia moderna se ocupa en la primera de la historia de la tragedia como idea. En la segunda, se detiene en una serie de autores activos a partir de fines del XIX. El nutrido catálogo incluye desde Ibsen y Chéjov hasta Pirandello, Ionesco o Beckett. Consciente de que "la tradición no es el pasado, sino la interpretación del pasado", Williams evita el habitual énfasis en una continuidad cultural de Occidente que surgió en Grecia y que llegaría en línea recta hasta nosotros. Sus temas son más bien las rupturas y los cambios de rumbo.
El hilo conductor lo constituye el proceso de secularización de la tragedia. Mientras que para los griegos la causa de la desdicha del héroe posee una dimensión metafísica, a partir del Renacimiento, y luego con la tragedia isabelina, el drama es desencadenado por la acción humana. Esta clase de humanismo ya está plenamente presente en Shakespeare y secunda el surgimiento de un nuevo tipo de individuo, que goza de libertad y es el único responsable de sus actos. El precio de esta independencia moderna es, por cierto, alto: los sujetos ya no forman parte de un entramado comunitario sustancial, sino que sufren un desgarramiento respecto de la antigua unidad en la que habitaban. El héroe trágico se encuentra ahora completamente solo.
El vendaval de nociones que pone en juego Williams resulta impactante. Su ensayo condensa una historia cultural de Occidente a través de las radicales alteraciones de uno de sus géneros literarios. Dichas mutaciones corren parejas con los cambios sociales y las peculiares tragedias que traían aparejados: la aristocrática ejemplaridad neoclásica y su "justicia poética", la inadecuación entre los deseos individuales y las convenciones del mundo liberal, la ausencia de reconocimiento mutuo entre los hombres, el desorden revolucionario y el sufrimiento generado por la inalcanzada redención humana, el sacrificio inútil y la resignada aceptación del mundo.
El autor que cierra este vasto panorama es quien más explícitamente rechazó el paradigma establecido por Aristóteles dos mil quinientos años atrás: Brecht. Su programa para un teatro épico rechazaba la identificación emocional del espectador; más bien, pretendía suscitar en él una conciencia crítica. La tragedia, que desde el comienzo se ocupó de los grandes asuntos del Estado, alcanza en Brecht otra dimensión, sin abandonar el crucial aspecto político que caracteriza al género.
Un capítulo previo aborda el teatro de dos escritores tan distintos, y tan cercanos, como Camus y Sartre. Las visiones de Williams a lo largo de su enérgico estudio no se muestran inmunes a la gravitación de la filosofía existencialista, en su momento tan influyente en Occidente, y particularmente asociada a los nombres de esos dos escritores franceses. En la pugna estética y política entre ambos, Williams se inclina por Sartre. El compromiso es la respuesta -trágica, sin duda- a la desesperación y el absurdo. La actitud también revela el tiempo que nos distancia de la composición de este libro.