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El arte de la novela y el tiempo

Periodista:
Pedro B. Rey
Publicada en:
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Alguna vez a Jean-Luc Godard le preguntaron qué opinaba de Lolita , la película de Stanley Kubrick, y respondió que el problema era la obra que le servía de base. Vladimir Nabokov, el autor de la narración original, era en su opinión un mal novelista: manipulaba a los personajes sin dejarles espacio ni libertad alguna, carecía de sentido romanesque (novelesco). Puede parecer contradictorio que el más sofisticado director de los años sesenta tuviera un reclamo tan tradicional, pero Godard antes de convertirse en cineasta quiso ser escritor, conocía los clásicos y no confundía -más allá de sus juicios sobre el genial Nabokov- los procedimientos vanguardistas de su oficio con los de la literatura.

Después de casi un siglo de la tarea de demolición y transformación que inició Ulises , y en tiempos en que se promociona la fragmentación como panacea comunicativa, preguntarse por las posibilidades de lo novelesco (un tema que obsesionó entre otros a Barthes hasta el fin de sus días) resulta tan anacrónico como urgente. ¿Se pueden escribir novelas "novelescas" que no funcionen como la envejecida mímica del modelo entronizado por el siglo XIX?

James Salter (Nueva York, 1925) viene ejerciendo desde hace décadas un magisterio excepcional, por casi secreto, en la materia: ha logrado continuar el arte novelístico de modo genuino, sin revoluciones, pero sin ceder tampoco a la inercia de la narración conservadora. Quizá todo se reduzca al casual resultado químico de ser inevitablemente norteamericano -hay en Salter un gen tardío de la generación perdida: algo del mejor Hemingway, pero sobre todo del genio de Scott Fitzgerald-, y haberse encandilado con el tono de algunos escritores franceses.

Todo lo que hay descree de las espectacularidades de la trama. La novela está en otra parte: se atiene a contar una vida al son -como Anthony Powell- de la música del tiempo. El primer capítulo es ajetreado y engañoso: transcurre hacia finales de la Segunda Guerra Mundial, sobre un barco de la marina, en el Pacífico, pero no habrá nada bélico en el libro. Se trata en realidad del hecho fundacional de la vida adulta del protagonista, Philip Bowman. Al retornar de la contienda, Bowman, que vive con su madre sin conocer a su padre, estudiará literatura isabelina, buscará convertirse en periodista (sus contactos se revelarán ineficaces) y terminará por anclar como lector en una pequeña editorial, donde hará, ya en algún puesto más decisorio, el resto de su carrera. Tiene un matrimonio desafortunado con una chica rica con tristeza, y una serie de relaciones amorosas que lo candidatean al título de cómodo soltero antes que al de Don Juan. Su trabajo lo lleva a frecuentar ambientes intelectuales neoyorquinos o cosmopolitas londinenses, a escritores menores o renombrados, con la mirada curiosa y sorprendida del intruso que -no tan frecuente en un personaje principal- agradece los placeres del trabajo que le tocó en suerte.

Salter no prodiga fechas. Acompaña el decurso de esa vida y los diversos ambientes y situaciones, donde el detalle de una línea puede pintar para siempre un carácter o un entramado social (incluida una curiosa referencia a la Argentina). Lo distintivo y excepcional de Todo lo que es , de todos modos, resulta de un movimiento complementario: al acompañar a Bowman, la narración va capturando en sus redes las historias de los otros personajes que son inevitablemente secundarios y, al mismo tiempo, clave. La madre de su primera mujer, un colega querido (que sufre la historia de amor más trágica de la novela), un viejo escritor, un trío de editores europeos, un vecino, entre tantos, pueden ser el punto de fuga para que la novela se desvíe hacia sus historias parciales. No es una coreografía (Salter no se preocupa porque la inserción de esos motivos sea perfecta), pero cada bifurcación sugiere otra novela en potencia, como si tan importante como el libro que se escribe, y que tiene a Bowman como centro gravitatorio, fuera el libro que nunca se llegará a escribir.

Lo que puede sorprender del editor protagonista es que no saque mayores consecuencias de sus intereses y fracasos. Sólo hacia el final el abandono de su mujer de entonces, la que creía definitiva, lo lleva a planear una venganza que lo convierte, de pronto, en un Humbert Humbert de gustos más maduros. La solución a su relativo conformismo puede encontrarse en una escena brevísima, casi insustancial: al cruzarse por primera vez en décadas con uno de sus compañeros durante la guerra, Bowman entiende que ésa es la única gente con la que se siente vinculado de manera profunda, sin necesidad de palabras. Una experiencia refrendada por el propio Salter, que fue piloto de cazas y combatió en Corea, antes de abandonar la carrera militar por la literatura.

Uno de los secretos de este arte narrativo reside en la precisión y ausencia de énfasis de sus frases. En Juego y distracción , la novela de mediados de los años sesenta considerada por mucho la obra maestra de Salter (en gran medida por anticipar la franqueza sexual de Último tango en París ), su narrador testigo acopiaba frases breves con un efecto impresionista, casi cinematográfico. Todo lo que hay reformula ese estilo. El minimalismo lacónico, en que no falta ni sobra un adjetivo, tiene algo casi mineral, como si buscara volverse translúcido, invisible.

Si el pasado vivido parece un sueño y lo único que tiene posibilidades de ser real es lo que se conserva por escrito, como se lee en el epígrafe inaugural de la novela, la alianza entre la prosa y la trama, deliberadamente anodina por momentos, adquiere un sentido extraordinario. Salter tardó tres décadas en escribir Todo lo que hay . La paciencia en la ejecución no es una casualidad, sino un método. Salter fue dejando caer las palabras con la regularidad con que brotan las gotas de una estalactita para dar forma así a un libro que narra no tanto una vida como la textura del tiempo que la compone, que es una forma neoproustiana, siempre viva, de lo novelesco.