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La lucha continúa

Periodista:
Mariana Enriquez
Publicada en:
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En 2009, el primer tomo de Mi lucha, la saga autobiográfica del escritor noruego Karl Ove Knausgard, provocó un fenómeno arrollador e inédito en su país, bastante incomprensible al menos cuando se leía sobre lo ocurrido. Knausgard, que hasta entonces había publicado dos novelas favoritas de la crítica –la segunda, Un tiempo para todo, es un extrañísimo relato sobre la vida de los ángeles en la Tierra– tenía su prestigio pero no era un autor conocido; para lograrlo, él mismo lo reconoce, bautizó a su autobiografía en seis tomos con el escandaloso título de Mi lucha y dejó que creciera la controversia sobre cuánto había revelado sobre su intimidad y la de su familia. Mi lucha vendió en Noruega unos 450.000 ejemplares: estamos hablando de un país de 5 millones de habitantes; ya es famosa la reglamentación en las oficinas del país, cuando los jefes de personal prohibieron a sus empleados hablar de Knausgard y sus peripecias.

Pero, ¿qué hay en ese primer volumen de Mi lucha, en español La muerte del padre, para causar semejante interés? No mucho en términos de chisme jugoso, más bien todo lo contrario: es la detallada, hermosamente reconstruida, memoria de un adolescente y luego de un hombre joven que asiste a la decadencia de su padre alcohólico. Es el registro de los primeros romances, las primeras borracheras, el primer amor literario, los cambios sociales de Noruega, el abandono del padre, el alcoholismo de la abuela, la tristeza de la familia. Es una novela de iniciación amarga y también una suerte de diario de escritor, una pregunta sobre qué y para qué escribir de casi 500 páginas.

Un hombre enamorado, la segunda entrega, es aún más extensa: 600 páginas. Y no es una continuación: la saga de Knausgard se va construyendo como un archipiélago, con islas-núcleos narrativos mientras en el agua alrededor discurren sus digresiones, con frecuencia sobre literatura y filosofía. Si en el primer tomo el peso caía sobre el padre, acá lo hace sobre la pareja, sobre su segundo matrimonio y su vida en Suecia con su esposa y tres niños muy pequeños. Con su ya típica obsesión por el registro y el detalle, da cuenta de todo: cuánto detesta a los padres de los compañeros de jardín de sus hijos, suecos saludables y bienpensantes que lo consideran “un reaccionario”, la depresión incapacitante de su esposa, los retiros para escritores, los partos que se leen al borde de la silla con la misma emoción que un thriller, la sospecha de que la suegra es alcohólica, las lecturas literarias a las que asisten tres o cuatro personas, las peripecias de mudarse a otro país en apariencia similar pero profundamente distinto, el recuerdo de su tío comunista, su afinidad con el siglo XVII, las charlas de bar extensas y borrachas con Geir, su mejor amigo, también escritor, el amor por los hijos y el tedio de criarlos, la familia como contención y también como impedimento para el ejercicio solitario de la literatura.

Un hombre enamorado es también un libro sobre la masculinidad en las sociedades occidentales satisfechas pero en la cornisa de la crisis –no sólo económica sino, básicamente, de sentido–. Cuando vuelve de buscar a los chicos de la guardería o la escuela, y pasa al baño, Knausgard ve “mi propia mirada en el espejo; era una mirada tremendamente oscura, dentro de una cara congelada en una frustración tan grande que casi me estremecí al verla”. Cuando pasea a sus hijos o los acompaña a la plaza ve a otros padres y “siempre me producía un ligero malestar, me resultaba difícil aceptar lo femenino en ellos, aunque yo hacía exactamente lo mismo y estaba exactamente tan feminizado como ellos”. En el jardín, cuando ve a las maestras, se siente castrado, sin dignidad, impotente: “así tendría que ser el infierno, tierno, bienintencionado y lleno de madres desconocidas con sus bebés”. Para escaparse, compra libros de Galileo y Curzio Malaparte, habla con Geir sobre existencialismo y sobre su ansiedad por ser reseñado y entrevistado –y la contradicción que ese deseo de reconocimiento le genera–, lee a Hölderlin y Dostoievski, y teoriza sobre la falta de registro de la interioridad en la literatura antigua. Insatisfecho, infeliz, retraído y anticuado, el personaje Karl Ove es una construcción fantástica, un hombre moderno y feminizado con un carrito de bebé por las calles de Estocolmo que, por dentro, desea ser Rembrandt, desea esa excelencia y detesta a sus contemporáneos, sus revistas literarias, sus charlas, “sus artículos, qué malos escritores eran”.

La autobiografía meditada de Karl Ove Knausgard fue comparada con Montaigne, con Proust. Tiene admiradores famosos: Jeffrey Eugenides, que lo entrevistó en vivo en un evento muy concurrido en Nueva York, considera que “nadie había intentado antes este corrimiento de los límites de la autoficción”. Jonathan Lethem se declaró adicto, lector compulsivo que espera el siguiente volumen con ansiedad. En inglés acaba de editarse, con gran éxito, Niñez, el tercer tomo, el que finalmente lo convirtió en estrella en EE.UU. Lorin Stein, editora de The Paris Review, dijo que con el uso de “un narrador que es una persona real y está en control de la historia”, Knausgard ha resuelto “un gran problema de la novela contemporánea”. Con menos hipérbole y quizá más cerca de la valoración apropiada de esta extraña y muy hermosa saga, Jonathan Lethem escribió: “Es un brillante retrato del presente. Estamos en presencia de una voz consciente que tiene el mando, una voz lúcida en toda su capacidad de decir lo que piensa y eso es hechizante”. El coro de admiradores tiene su contraparte de detractores, pero lo que dicen es predecible: critican la superficialidad de los detalles, parodian las digresiones; la parodia, claro, no hace más que confirmar la consagración.

Quizá lo más notable de Un hombre enamorado, además de la prosa absolutamente fascinante y la inquietud que provoca el personaje de Knausgard, brillante, narcisista, provocador, asombrosamente inteligente, es su posicionamiento. En estos libros hay humor pero jamás cinismo y apenas alguna ironía. Knausgard toma muy en serio su propia vida y sus opiniones y, al hacerlo, toma muy en serio las vidas ajenas en toda su dolorosa pequeñez y sus superfluos detalles. Y al hacerlo se desmarca de la mueca sonriente de gran parte de la literatura contemporánea, que necesita de la despreocupación como una suerte de distanciamiento que suele ser vacuidad. Un hombre enamorado es una larga pregunta sobre qué escribir y también es una respuesta tentativa: ¿hay que escribir el presente, nuestras vidas? A medida que pasan las páginas, esa respuesta también se pone en duda. Una afirmación de Geir, el amigo escritor, es probablemente el corazón de Mi lucha: “Escribo para recuperar mi seriedad perdida. Eso es lo que hago. Pero no sirve de nada. Mi vida es tan pequeña... Mis enemigos son tan pequeños... Pero no hay otra cosa. De modo que aquí estoy, agitando el vacío de mi dormitorio”.

© Mariana Enriquez, Página 12