La hija de la revolución
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"Soledad sentía que sus vidas no valían nada comparadas con la grandeza de la idea de la Revolución”, dice la narradora, absolutamente ligada para entonces a los sentimientos genuinos que brotan de la mirada de Soledad, esa jovencita que aún no había terminado el colegio secundario y sin embargo tenía todo lo que una mujer necesita para reinventar el amor. Tal vez porque quien escribe conoce esa clase de sentimiento que emana cuando se mezcla tan sutilmente con la admiración, le resulta necesario imaginar a Soledad diciendo frases tan contundentes como: “Yo te voy a esperar”, y pensarla luego deslizando sus cuadernos y sus libros de colegio bajo un banco de piedra, como si hubiera querido hacerlos desaparecer, la tarde en que su novio Manuel le dijo que los cubanos querían que salieran los primeros días de septiembre, convocados con urgencia a Cuba. Con la mayor urgencia.
Quizá porque todo esto se trata de literatura surge la posibilidad, el juego maravilloso de que la narradora sea justamente la hija de Soledad escribiendo como a un costado del tiempo, retomando desde otra perspectiva la búsqueda que Laura Alcoba inició con su primera novela, La casa de los conejos, y que también en cierto modo está presente en Jardín Blanco. “Yo trato el tema de la supervivencia, que es uno de los motores de mi escritura”, dice la escritora durante la entrevista. Hace unos días llegó a Buenos Aires para presentar en la Feria del Libro su tercera novela, Los pasajeros del Anna C., donde logra amalgamar a partir de distintos relatos la travesía de un grupo de jóvenes que, liderados por un muchacho llamado el Loco, a mediados de los años sesenta los convoca para incorporarse a la Revolución Cubana. Soledad no estaba destinada a destejer su espera como una Penélope mientras Manuel se incorporaba al grupo que más tarde se denominaría Los Cinco de la Plata; por eso ante una imprevista deserción surgió la posibilidad, la pregunta del Loco se impuso con todo el peso que tiene la historia: “Alguien podría ir en su lugar”. Y entonces, volviéndose a mirar a Soledad, agregó: “¿Te animás?”. Por supuesto. ¿Cómo hubiera podido negarse? “Manuel me dice que Soledad necesitó envejecer mucho para hacer ése, su primer viaje –escribe Laura Alcoba–. Acababa de cumplir dieciocho años y los papeles que le había remitido el Loco para viajar a París estaban a nombre de una tal Cristina Moreau, que tenía tres años más que ella y lucía, por lo tanto, mayor.”
Los Pasajeros del Anna C. encarna a través de Manuel y Soledad las convicciones y sueños, la búsqueda posible de un cambio concreto y la sensación de pérdida y desilusión de toda una generación absolutamente convencida de ser parte de un proceso histórico destinado a cambiar el mundo, y donde la Revolución Cubana significaba algo más que un lugar instalado en la utopía: era posible. Es el año 1966 y el Che está terminando de planificar su viaje a Bolivia. Cuba espera con ansiedad a ese grupo de supuestos expertos en distintas disciplinas que será una pieza clave para esta nueva etapa de la Revolución. Sólo que Los Cinco de la Plata distan mucho de ser el grupo idóneo que tanto estaban esperando los cubanos. Sin embargo, una vez en La Habana se quedarán casi dos años, hasta que finalmente regresan a Buenos Aires a bordo del crucero Anna C.
La obra de los escritores no se construye en un sentido lineal o progresivo en relación con la recurrencia de sus temas. Y en este sentido Los pasajeros del Anna C., podría ubicarse antes que La casa de los conejos si uno quisiera rastrear tu búsqueda narrativa. ¿Cómo nace la idea del libro?
–El libro surge de las ganas que tenía de reconstruir mi nacimiento, si bien no es el objeto del libro. Yo tenía la extraña impresión de que, si bien con La casa de los conejos ya había salido del silencio, todavía sentía que había algo que conservaba de la clandestinidad, y ahora me doy cuenta de que lo seguiré conservando de por vida: el hecho de no haber nacido en el lugar que figura en los papeles. Tengo papeles verdaderos y falsos; mis padres me anotaron como si yo hubiese nacido en Argentina. Eso lo sé desde siempre y lo digo también en La casa de los conejos. Finalmente decidí corresponder a mi verdad desde hace un tiempo. Nací en Cuba. Entonces pensé que era hora de reconstruirla. Comencé a investigar. Así surgió la idea de la novela. El problema era que no tenía documentos, no tenía enlaces, salvo las memorias de cada historia, el relato de mis padres, y de dos personas más, en la novela el Loco y Antonio, todas fuentes orales. Con mi padre iniciamos un diálogo que no habíamos tenido desde hacía mucho tiempo. Creo que la relación que tuve con mi padre es epistolar desde que él estaba en la cárcel y yo viviendo en Francia. Nos escribíamos una vez por semana. Ahora él vive en Barcelona y a partir de la novela reanudamos nuestra relación epistolar, que marcó siempre mi relación con él.
La vida y la obra de Laura Alcoba están atravesadas por la dictadura militar, la clandestinidad, el exilio y la búsqueda de la identidad. En sus novelas, aparecen el miedo o la desesperación y la necesidad de aferrarse a alguien que excede sus límites corporales. Laura Alcoba nació en 1968 y desde los diez años reside en París, donde se licenció en Letras en el Ecole Normale Supérieure. Al pensar en su tercera novela dice que es un género que le sienta muy bien porque le permite abordar una perspectiva multifacética. “Cuando escribí La casa de los conejos, algunos decían que era un testimonio. No, un testimonio hubiera sido menos complejo. La novela interroga y deja puertas abiertas, por eso no quiero cerrar la lectura y sé que hay algo que no me gusta en la literatura: cuando me dictan la reflexión que hay que tener. Para mí la novela como género abre puertas y no cierra.”
Resulta un poco complejo hablar de esos jóvenes como generación, se inclina uno naturalmente a la idealización, pareciera que se concentrara todo en ellos: la lealtad, las convicciones políticas, la literatura como medio de conocimiento. Pero también el desencanto, la derrota.
–Creo que es una historia que dice mucho de una generación al nivel del planeta. Para mí es una generación, tal vez la última, que permite la épica o la lírica. Pero también es una epopeya imposible donde encarnan la utopía misma. Recuerdo que fui a visitar a Régis Debray, yo le había enviado una carta junto a La casa de los conejos, y cuando le comenté sobre qué pensaba escribir, me dijo: “Es imposible escribir sobre eso porque tu generación no puede entender eso que había en el medio entre la esperanza y la espera para nosotros”. Le dije que igual iba a tratar y cuando finalmente leyó la novela me dijo: “Sí, lo entendiste, leyéndote encontré esa espera y esperanza”. Pienso que un impulso los pone en marcha, la certeza absoluta de llegar al ideal, quizá tiene una dimensión mítica. Estos jóvenes quieren inventar el amor de nuevo. Por otro lado terminan haciendo un viaje de hambre y vuelven a la Argentina sin ese ideal y como sus antepasados: en un barco.
¿Cómo fue la recepción de Los pasajeros del Anna C. en Francia?
–Fue una sorpresa muy grande, una satisfacción muy grande para mí. La cantidad de lectores que se reconocieron. El Mayo Francés fue atravesado por ese deseo también, aunque de manera diferente, menos trágica, diría, por sus consecuencias; pero si hubo algo que se compartió fue ese deseo, por eso hay personas que también se encuentran en el relato; porque no sólo me lo contaron a mí, sino que también hay chicos de veinte y treinta años que encuentran ese momento lírico del que les hablaron, ese cuento que les transmitieron, esa fábula de amor.