“La utopía es una de las nociones más destructivas”
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El otoño londinense despliega todos sus colores cálidos en los árboles que flanquean el Gray’s Inn, histórico complejo residencial de jueces y abogados en el centro de Londres. Cuatro mujeres de mediana edad, compañeras de un club de lectura, escuchan las explicaciones de un esforzado guía que las conduce por un pequeño viaje literario.
Acaban de leer y comentar en el club “La ley del menor” (Anagrama), la última y breve novela de Ian McEwan. Les enganchó tanto que decidieron contratar una visita guiada por los escenarios de la vida de Fiona, la protagonista.
Una madura juez de familia, sumida en una crisis matrimonial desatada por la petición de su marido de vivir una última aventura sexual fuera de la pareja, que se enfrenta a un caso complicado: un joven, al que le quedan pocos meses para cumplir la mayoría de edad, padece leucemia y necesita una transfusión de sangre urgente. Pero él y sus padres, testigos de Jehová, la rechazan.
Fiona deberá decidir si salva la vida del chico, contra su voluntad, con una inyección de sangre ajena. Mientras su propio mundo se desmorona, la juez, que no ha tenido tiempo para tener hijos, acude a la habitación de hospital donde convalece el joven para tratar de comprender si debe hacer valer su juicio racional frente a la fe religiosa de este.
Codazos, cuchicheos, miradas discretas. Un revuelo sacude a las mujeres del club de lectura. Resulta que, a apenas cinco metros de ellas, ha aparecido Ian McEwan. Una de las lectoras toma la iniciativa y se acerca. Le explica la situación, ante el asombro del escritor, que se encuentra paseando con un periodista extranjero por los lugares de su novela.
“Tendrán que pagarme más por este final de recorrido”, bromea el guía, ante un McEwan atónito, deseoso de saber más antes de volver a su pied à terre londinense, unas calles más abajo, para contarle la historia a su mujer. Material literario en estado puro que sirve de preámbulo a una conversación con uno de los grandes de la literatura británica que, a sus 67 años, se aleja definitivamente de la transgresión que marcó sus inicios y se adentra en los jugosos dilemas morales propios del territorio de la normalidad.
- No es la primera vez que se sumerge en un colectivo profesional para sus novelas. Esta vez escogió a los jueces de familia. ¿Qué ha aprendido de ellos?
- Los dictámenes de los jueces, los buenos, están dotados de un alcance filosófico espectacular. Muestran una gran compasión y una enorme racionalidad, que creo que son importantes componentes de nuestro sistema moral. Y, en su peor vertiente, son venales, vagos, irritantes, opacos y estúpidos. Así que realmente estaba describiendo la naturaleza humana a través de una institución.
La jurisdicción de familia ha sido poco utilizada por los novelistas, que por lo general prefieren el asesinato y la violencia. Pero está conectada con los dilemas morales de cada día. La separación, el futuro de los niños, el final del amor, la enfermedad. Los juzgados de familia están llenos de muy buenas, y a menudo inquietantes, historias humanas.
- Fiona debe decidir sobre la separación de unos hermanos siameses para que uno sobreviva, contra el deseo de unos padres católicos; después, sobre una transfusión de sangre para salvar a un testigo de Jehová. ¿Hasta qué punto es el libro una defensa del ateísmo?
- Las religiones, los textos sagrados, no son buenas guías para el comportamiento moral. Si pretendieras vivir según los dictados de la Biblia, por ejemplo, esclavizarías a la gente, cometerías genocidio o limpieza étnica. Muchos cristianos leen la Biblia selectivamente. Toman lo que parece prudente y rechazan eso otro. Y hacerlo implica operar en otro sistema moral diferente al de la Biblia; uno superior, de hecho.
Las religiones han tratado de persuadirnos de que Dios es la fuente de la moralidad. Pero ese no puede ser el caso si para corregirla debemos recurrir a otra fuente. Entonces, ¿cuál es la base de nuestras decisiones morales? La ley secular es una fuerza moral superior a cualquier religión. Pero me fascina cuando se produce ese choque entre la fe, sincera y devota, y la ley.
- Usted vivió muy de cerca la amenaza del fanatismo religioso cuando se dictó la fetua contra su amigo Salman Rushdie, a quien usted escondió durante un tiempo en una casa de los Cotswolds. ¿Fue el momento en que Occidente se dio cuenta de que el siglo XXI no iba a estar libre de esas amenazas?
- En los ‘80, para muchos de nosotros que vivimos en la Europa poscristiana, la religión nunca entraba en la conversación. Era algo que la gente hacía hace 150 años, antes de Darwin. Pero lo que sucedió con Salman, primero, y sobre todo lo que vino después con el 11-S, nos colocó frente a frente con el poder de la fe religiosa.
- ¿Qué piensa cuando lee sobre niñas londinenses que escapan de sus familias para unirse a la yihad?
- Es un misterio completo. Una de las nociones más destructivas en la historia del pensamiento humano es la utopía. La idea de que puedes formar una sociedad perfecta, ya sea en esta vida o en otra posterior, es muy destructiva. Porque la consecuencia es que no importa si has matado a un millón de personas por el camino: el objetivo es la perfección y eso disculpa cualquier crimen.
Es una fantasía que ha tenido sus equivalentes seculares, en el comunismo soviético, por ejemplo, y también en los nazis. La idea de la redención, una idea milenaria, siempre requiere enemigos.
- El inexorable paso del tiempo está muy presente en la novela. ¿Cómo convive usted con su propio envejecimiento?
- El otro día hablaba con Martin Amis por correo electrónico y los dos decíamos que somos bastante felices, y nos quejábamos de lo triste que es que, justo cuando aprendes a vivir, cuando le coges el truco, tienes que hacer el check out. Toda una serie de signos menores, desde un dolor en la espalda hasta la pérdida de pelo, están ahí recordándote que hay una bala que viene hacia ti y no vas a esquivarla. Así que más te vale utilizar bien ese tiempo que te queda.
- La crisis de pareja de Fiona, la protagonista de su novela, sobreviene cuando Jack, su marido, solicita un último disparo. Un último affaire apasionado…
- Veo que simpatiza usted con esa idea (risas).
- Me preguntaba, en realidad, si era usted el que simpatizaba. Si cree que es justa su petición.
- Digamos que me interesaba mucho culturalmente. Jack y su mujer no habían hecho el amor en siete semanas. Cuando estuve en Estados Unidos hablando con amigas de allí, me decían: “¿Siete semanas? ¡Eso no es nada!”. Y cuando hablaba con españolas o francesas, me decían: Fiona es una mala esposa, no está cuidando de su marido. Había diferentes visiones.
- Usted dijo que, cuando empezó a escribir, de lo que se trataba era de buscar una frontera y, entonces, derribarla. ¿Sigue sintiendo esa pulsión por transgredir?
- No de la misma manera. En aquellos días me sentía mucho más interesado por lo sexual y lo neurótico. Estaba muy influido por Freud y por cómo la sexualidad puede definir el mundo. Hoy lo veo como un componente crucial, entre muchos otros. Atravesar fronteras, ser transgresor, está muy bien. Pero hay mucho que explorar dentro de esas fronteras, ahí dentro está toda la naturaleza humana.
- Primer amor, últimos ritos, su primer libro de relatos se publicó hace ahora justo 40 años. ¿Lo ha releído? ¿Siente que aún le pertenece?
- Sí. Algunas partes las he releído con verdadero placer y hasta admiración. Otras me han irritado más allá de lo imaginable.
- Parece disfrutar del éxito literario, no parece usted un ermitaño, al modo de Salinger o Pynchon.
- No lo soy. Una de las muchas cosas buenas que Christopher (Hitchens) me dijo fue: “La felicidad es escribir a solas todo el día sabiendo que disfrutarás de una interesante compañía al caer la noche”. Creo que tenía toda la razón. Es maravillosa esa combinación de estar completamente absorbido por tu trabajo y, cuando llegan las 7 o las 8 de la tarde, beber vino con amigos.
- A usted le gusta mucho caminar. ¿Qué le aportan sus excursiones?
- Es una manera de estar exactamente donde estás, lleno de placer en el momento inmediato. La conversación es una parte importante de ello. A veces, con mi mejor amigo de andar, subimos a una cordillera, con vistas impresionantes a ambos lados. Entonces, rodeados de belleza, abrimos una botella de vino. Siempre llevamos dos copas. Andar en un paisaje con dos copas de buen vino tinto te hace sentir que el mundo es tu salón. Es delicioso.
- Usted es hijo de un militar y viajó por el mundo en su infancia siguiendo sus destinos. Esa experiencia de observar su país desde fuera y, a la vez, desde dentro, ¿tuvo que ver en su destino como escritor?
- No lo sé. Es cierto que siempre fui como un outsider de la cultura británica. También tuvo que ver en eso el haber ido a un internado público un tanto experimental. La idea, ahora pasada de moda, era convertir a chicos de clase obrera en chicos de clase media. Era muy estimulante esa sensación de ausencia de clases. Esa combinación me proporcionó un vago sentimiento de exilio, una cierta distancia cultural.
De joven trabajé seis meses de basurero en Camden, subido detrás de un camión. Y me di cuenta de que, entre la gente con la que comía el bocadillo en los descansos, el rango de inteligencias era igual que si estuviera en la universidad. Había estúpidos y gente brillante. Me hizo comprender cómo la suerte y el accidente del nacimiento determinan lo que es de ti.
- Eso me recuerda a su encuentro reciente con su hermano, cuya existencia usted desconocía. Fruto de una aventura extramatrimonial de su padre con su madre, entonces casada con otro hombre, fue entregado en adopción. Cuando lo conoció hace unos años, él era un albañil con quien, a priori, usted no tenía mucho que ver.
- Exacto. Y ahora que lo dice me hace sentir culpable, porque le debo un correo electrónico desde hace un mes. Lo escribiré en cuanto usted se vaya. No lo tenía en mente, pero él es exactamente de lo que estoy hablando. Podría haber sido diferente. Pero odiaba el colegio y quería un trabajo. Era impaciente. Si se hubiera encontrado con el profesor adecuado, no tengo dudas de que podría haber hecho otra cosa. Pero ha sido feliz poniendo ladrillos, es muy bueno en ello. Uno no debe asumir que, si no es profesor de universidad, no se ha realizado.
- En su casa no había muchos libros. Pero usted ha apuntado, en alguna ocasión, que parte de su vocación literaria pudo venir de su madre, que era una experta en preocupaciones…
- Tenía una imaginación prodigiosa para el desastre (risas). Había un ritual cada vez que salíamos de casa. En cuanto estábamos lo suficientemente lejos, decía: “Me he dejado la plancha encendida”. Yo la acompañaba, veía cómo la desenchufaba, y aun así me preguntaba: “¿De verdad la he apagado?”. Supongo que la imaginación existe, ante todo, para hacernos anticipar desastres. Mi madre siempre esperaba volver a casa y que no hubiera casa, solo una pequeña ruina, y todo por su culpa.
- ¿Qué es la felicidad para usted hoy?
- Estoy muy enamorado de mi mujer, y eso es una gran fuente de felicidad. Trabajar es una felicidad. La amistad, andar, jugar al tenis. Por primera vez en mi vida, desde que era un niño, poseo un perro. Ah, y otra fuente de placer es convertirme en abuelo.
- ¿Lo es ya?
- Mis hijastras tienen hijos, y mi hijo mayor y su mujer tienen un bebé de un año. Tener hijos ha sido una gran fuente de interés y placer. Me gusta mucho ser padre, me encantaba cuando eran niños, especialmente esa etapa mágica de los 6 a los 12 años. Luego pensé que todo iría cuesta abajo, pero me fascinó el proceso, no siempre fácil, de convertirse en adulto.