Desobediencia de vida
- Periodista:
- Leticia Martin
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La imagen del padre ha sido pensada y escrita a lo largo de la historia de la literatura cientos de veces. Kafka, Carver, Auster, Coetzee, Saccomanno, Garcés, Barón Biza, Libertella, y tantos otros. Sin embargo la cuestión no se agota y los libros vuelven siempre, ofreciendo renovados enfoques de los mismos temas. Es el caso de Papá, de Federico Jeanmaire, publicado por primera vez en 2003 y reeditado este año.
“A mi padre lo estamos velando desde hace más de dos años”, escribe Jeanmaire para abrir el relato de su primera novela autobiográfica. Así de directo, de entrada, de puro audaz, el autor sienta las bases de una narración que se propone contarlo todo.
Un hombre nace en La Pampa. Durante los primeros años de su vida cabalga a diario 10 km para ir a la escuela. Más tarde deja el campo por la carrera militar. A partir de entonces se enfrentará a un nuevo mundo de restricciones; el mismo mundo del que -una generación más tarde- su hijo intentará arrancarse. Ese es el primer punto de choque. Pero ¿podemos leer más allá de la desobediencia? Si el hijo no ingresa al liceo tendrá que volver al pueblo, a su núcleo familiar. La desobediencia se propone entonces como el lugar de la re-unión, un gesto fundacional del ser alterno del hijo. ¿Qué hacer ante la opresión familiar? Escribir. ¿Y ante la muerte del padre? Seguir escribiendo. Escribir implica cierta jerarquización de los recuerdos. Al escribir ordenamos el pasado, recuperamos unas escenas, borramos otras, pensamos las palabras y decidimos un orden intencional. Construimos -en última instancia- un relato nuevo. Este hijo que acepta, pero también resiste, se dedica a jugar con las palabras. Toma unas cosas, se distancia de otras, no reproduce y sintetiza. Por eso cada vez que se pone a pensar un sustantivo, o subrayar un adjetivo, detiene la trama haciendo foco en las palabras, lo que puede leerse como: subversión de un orden del relato, o transgresión de la forma canónica.
Papá es una novela sobre el modo en que un hombre se convierte en escritor. La relación padre-hijo está, sí. Pero bien podría faltar; o ser otro el padre, otro el dolor, otra la Argentina que contextualiza los hechos. Nada de esto cambia el modo en que la novela interpela al lector: ¿qué relato familiar construimos? ¿Dónde termina el individuo y empiezan sus padres? ¿Es posible trazar el límite que nos constituye en otro ser?
Ese padre fuerte que no se resigna, no se entrega a la agonía, no se deja acariciar, fue nombrado intendente de su pueblo, en 1976, por decisión del General Onganía. El título deja una marca en el hijo, de tan solo 9 años, que enseguida pasa a ser: “el hijo de”. La escritura será, entonces, el lugar donde encontrarse a salvo de la mirada de los otros. Años más tarde será también un lugar de resistencia, la excusa para dejar el país y empezar de nuevo. En esa distancia, en esa ambigüedad, en ese amor-odio del hijo hacia el padre, se define el mayor logro de este libro.
Quiero detenerme, también, en la figura oximorónica, del “militar que muere”. La imagen es rotunda. Estamos frente a un fuerte débil, un autoritario que depende enteramente de los otros, la medicina y las máquinas. Si bien la novela sale por primera vez en 2003, su publicación se adelanta solo un año del momento histórico en que Néstor Kirchner ordenara bajar los cuadros de Videla y Bignone de las paredes de la Casa Militar. La coincidencia no parece casual. Señala la madurez de una sociedad tanto a nivel individual y privado, como a nivel público y político; un estado evolutivo del pensamiento general.
Para cerrar quisiera volver a la línea inaugural: “A mi padre lo estamos velando desde hace más de dos años”. ¿Es esto así? La respuesta debiera ser: no. Ese hijo que decide resistir los mandatos, ese hijo que ama, pero que no está dispuesto a ceder y necesitará desterrarse, comienza a velar a su padre el mismo día de la desobediencia. Aquel “no” funda un camino de disidencia que señala el comienzo del fin de la paternidad.