Jonathan Franzen o cómo ser Balzac en el siglo XXI
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- Nicolás Mavrakis
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"Pip", el apodo de Purity Tyler, la estelar entre las muchas protagonistas de Pureza (Salamandra, 2015) podría remitir al Philip "Pip" Pirrip de la novela Grandes esperanzas de Dickens, o también al Pippin "Pip" deMoby Dick.
De una u otra manera, con Jonathan Franzen (Estados Unidos, 1959) el asunto siempre parece ser el peso de la tradición: no de la tradición norteamericana, absorbida por algo todavía más vasto como la tradición anglosajona, sino la aun más compleja tradición universal de la novela.
De hecho, todo el músculo literario de Franzen ?autor de novelas como Las correcciones (2001) y Libertad (2010)? podría medirse como una respuesta a quienes insisten en señalar que la novela en sí misma es un espectro penitente y agotado, una forma demasiado exigente ya no para los autores sino aun más para los lectores, sumergidos en una época donde la tecnología digital ?a la que Franzen suele criticar con especial pesimismo? hizo de la lectura algo omnipresente y al mismo tiempo fugaz, donde lo extensivo y lo profundo de cualquier narración resultan ser vectores irreconciliables.
Por lo tanto, y en carrera permanente hacia el trono del Gran Novelista Americano ?donde merodean nombres de calibre diverso como Philip Roth, Cormac McCarthy, Thomas Pynchon o Don DeLillo?, Pureza propone 697 páginas acerca de la búsqueda inclaudicable de la identidad, la verdad, la historia, el amor y el sexo. Y es en lo poderoso de esa apuesta, que arrastra a la novela desde la fuerza del modelo decimonónico hasta el tenor actual de casi todas las ansiedades eternas de la experiencia humana, donde Jonathan Franzen traspasa el mero carácter de lo descriptivo y lo analítico para explorar también lo satírico.
Así, la joven "Pip", que ante sus pretendientes circunstanciales actúa acomplejada "como un perro que del lenguaje humano apenas reconoce su nombre y cuatro o cinco palabras sencillas", encuentra la oportunidad de abandonar su puesto aburrido en una oficina que estafa a pequeños contribuyentes con supuestos proyectos ecologistas para trabajar junto a Andreas Wolf, "el famoso forajido de internet" al que Franzen contrasta una y otra vez a lo largo de la novela con el verdadero Julian Assange, cuyo proyecto WikiLeaks "fue sucio; hubo gente que murió por eso", mientras Wolf "se mantiene razonablemente puro; de hecho, esa es precisamente su marca ahora: la pureza".
Pero lo que une a Purity y Wolf no es simplemente la atracción del poder y la fascinación de todos esos secretos almacenados del otro lado de cualquier pantalla conectada a Internet "o su idea de asociar el secretismo con la opresión y la transparencia con la libertad", sino una larga serie de relaciones pasadas y futuras que, asomando incluso más allá de la conciencia de unos y otros, le sirven a Franzen para crear, retratar y desnudar psíquicamente ?y con el mismo trabajo elefantiásico que el escultor Ron Mueck aplica a sus obras hiperrealistas? un abanico de personajes que incluye desde periodistas, espías, amantes y escritores hasta padres, madres e hijos recortados con cuidado a lo largo de algunos de los episodios más relevantes de los últimos cuarenta años de la historia de Occidente. Y si bien no es sobre el estilo de cada frase donde Pureza convoca su máximo poder, la persistencia para volver profundamente significativa la existencia de a cada uno de esos personajes y vincularlos de manera lúcida y premeditada con sus entornos termina por sostener con mucha eficacia todo el edificio.
A lo largo de esa tarea, a la voluntad balzaciana de Franzen se le suma el componente mediante el cual irrumpe la voz del ensayista y la del escritor satírico. Al fin y al cabo, ¿qué sería una novela sobre Internet si no incluyera alguna opinión directa sobre la pornografía, o qué clase de historia contemporánea sobre las relaciones entre padre e hijo sería una que no se tomara la libertad de medir y juzgar la intensidad actual del discurso feminista? Acerca de lo primero, el propio Andreas Wolf, aun mientras viaja a Buenos Aires para la filmación de su biopic, se ocupa de adoctrinar a sus seguidores. Lo más fantástico de Andreas ?dice una de sus leales empleadas? es que sabe que Internet es la mejor máquina de la verdad que se ha inventado. "¿Y qué nos dice? Que en realidad en nuestras sociedades todo gira en torno a la mujer, no al hombre. Los hombres miran fotos de mujeres y las mujeres se comunican entre ellas." Franzen no deja pasar oportunidad para discutir el valor de Internet como plataforma de la exposición absoluta de cuerpos, deseos y datos, y para discutir también el rol de presunta gran herramienta del presente para la búsqueda de cualquier verdad.
En su momento más osado, llega a trazar un paralelo entre el derrumbe de los socialismos soviéticos a finales de los años ochenta y la emergencia de la Web: "Los privilegios disponibles en la República Democrática Alemana eran irrisorios, un teléfono, un apartamento con algo de luz y aire, el importantísimo premiso de viaje, pero quizás no más irrisorios que tener x seguidores en Twitter, un perfil de Facebook muy popular y una aparición de cuatro minutos de vez en cuando en la CNBC (...) El Nuevo Régimen reciclaba incluso las palabras clave que la antigua República había usado: colectivo, colaborativo. En ambos casos se consideraba un axioma la emergencia de una nueva especie de la humanidad." Y si, en un plano más humano, para Pip "haberse criado sin televisión significaba tener buenos recursos lingüísticos", al momento de recorrer los hábitos de la nueva sociabilidad digital a Pip también "le cuesta mantener el interés por los tuits y los posts y las fotos interminables de chicas felices".
Más adelante, cuando Pip experimente durante un tiempo el trabajo en un diario online dirigido por dos profesionales tan experimentados como idealistas, Franzen tampoco va a dejar pasar la oportunidad para asentar una posición sobre el vínculo entre la tecnología y la información a través de la voz de una de las fugaces tutoras de su protagonista. "Internet está matando al periodismo. Nada puede sustituir al reportero que lleva veinte años cubriendo el mismo tema, que ha cultivado sus fuentes, que es capaz de reconocer dónde hay una historia y dónde no la hay."
Respecto a la cuestión feminista, y aunque Pureza es una novela donde, no por accidente, la historia avanza entre numerosos y variados padres ausentes, en fuga o desconocidos, las mujeres alcanzan una fuerza semejante a la de muchas de las protagonistas de las más famosas comedias de Woody Allen, Franzen se permite discutir incluso esa ambigua figura cada vez más expandida representada por el varón feminista. "El sexo es una gran bendición, pero lo que ves en una revista porno es la desgracia humana y la degradación. Por el mero hecho de tenerla has participado materialmente en la degradación de otro ser humano", le dice al periodista Tom Aberant su propio padre, un modelo de beatitud insustancial sobre el cual su propio hijo confiesa casi atónito que "todo lo que hacía me repelía y avergonzaba". Más adelante, y después de haber conocido a una artista cuyo proyecto es filmarse detalladamente los genitales ?mientras grita lo injusto que le resulta que los hombres puedan orinar de pie?, el mismo periodista también va a decirle a Wolf: "Entiendo el feminismo como una cuestión de igualdad de derechos. Lo que no entiendo es la teoría. Si se supone que las mujeres han de ser exactamente iguales que los hombres, o bien diferentes y mejores que ellos." Una broma que, a oídos de Leila, se vuelve riesgosa (y, en este punto, Franzen apela otra vez a la ironía: "Leila guardaba silencio, enfadada, porque su versión también era híbrida, pero en el sentido contrario: feminista en lo conceptual, era sin embargo una de esas mujeres que siempre establecían sus relaciones primordiales con hombres y que toda la vida habían obtenido beneficios profesionales de su intimidad con ellos)."
Capaz de reírse de sí mismo a través de Charles, un veterano escritor minusválido que se burla de "la cantidad de Jonathans en los suplementos literarios", Franzen satiriza también el acto megalómano de sentarse a escribir el gran libro, la novela que va a garantizarle un lugar en el canon moderno de Norteamérica ?"en otros tiempos habría bastado con escribir El ruido y la furia o Fiesta; en cambio, en su época, la magnitud era esencial: el grosor, el tamaño"?, pero lo hace sin dejar de insistir en que, al fin y al cabo, no hay despliegue posible para ningún tipo de fuerza creativa en la medida en que esta no asuma, en un momento u otro, sus más profundas contradicciones, aun bajo el riesgo de desmoronarse en el proceso. En ese sentido, y sin rebajarse a los moralismos ni ceder demasiado a la ingenuidad, Pureza es finalmente un vasto tratado sobre lo irreparable en cualquier identidad humana ante aquello que, a pesar de las esperanzas y los entusiasmos coyunturales, no puede ni le corresponde subsanar a ningún dispositivo tecnológico ni discursivo.
No muy lejos de grandes novelas norteamericanas como Ruido de fondo, Cosmópolis o Mao II, de su compatriota Don DeLillo, o incluso de la más reciente Lionel Asbo, del británico Martin Amis, la voz de Franzen rastrea aquello que a primera vista parecería definir el presente para después interrogarlo. Entre esas preguntas, algunas se vuelven transparentes y contemporáneas y otras resultan casi forzadas e insuficientes.
En ningún caso, sin embargo, la apuesta de Pureza resulta francamente débil. E, incluso en esos momentos, el espíritu narrativo de Jonathan Franzen parece servirse de las palabras de Cormac McCarthy sobre la forma en que las ideas y las respuestas más profundas se revelan a la mente a través de dramatizaciones mucho más complejas que las palabras, simplemente porque el inconsciente es más antiguo que el lenguaje.