Luis Gusmán: "Estaba muy decidido a que no fuera una trama tumbera"
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Hace mucho calor en Buenos Aires, pero Luis Gusmán está impecable con saco y corbata. Viene desde su consultorio, se quita el uniforme de psicoanalista y se pone el de escritor. Pide disculpas porque llegó apenas unos minutos tarde y cuenta que está cansado de que los inversores inmobiliarios le toquen el timbre de su casa para comprarla. Parece una escena de sus novelas: casi a diario, un tipo con mucho dinero bajo el brazo le toca el timbre y le ofrece comprarle la casa para construir allí un edificio. El los atiende y les explica que no piensa vender porque allí vive feliz. Lo cuenta y se ríe. Gusmán tiene la sencillez de los grandes. Es afectuoso y agradece los comentarios sobre su literatura. Cita una y otra vez autores con precisión erudita y la humildad de de decir: "Esto lo aprendí de..."
Autor de una extensa obra que Edhasa viene reeditando, Luis Gusmán no para de producir: el año que viene piensa publicar sus cuentos compilados y dar a conocer nuevos ensayos. Pero eso es futuro, este fin de año lo encuentra con una nueva novela, Hasta que te conocí (Edhasa) y la reedición de un clásico de la literatura argentina, Villa.
En esta nueva novela, el autor de El frasquito aborda una trama policial que se abre con un ex pesista, Walenski, que decide contarle un sueño a un cliente del gimnasio en donde trabaja. Una muerte violenta, un enigma, dos personajes femeninos (Clara y Lucero), un inspector de policía (Bersani), el vacío de la soledad y una cartografía del Conurbano bonaerense cruzada por negocios oscuros son las piezas que componen un libro que se suma al mundo de profesiones extrañas y diálogos inolvidables de uno de los grandes escritores argentinos.
En esta charla, Gusmán cuenta cómo vuelve a sus textos cuando son reeditados, cómo trabaja la construcción de sus personajes, de la oralidad y el lenguaje. Adelanta que es posible una nueva edición de El peletero -"Sin los dos o tres capítulos finales"-, dice que El frasquito es intocable y explica por qué cree que Villa es un texto fundante de los modos de narrar los setenta.
—Antes de meternos en su última novela y dado que junto con ella Edhasa reeditó Villa y hace unos años El frasquito, me gustaría que me responda cómo es el encuentro con sus viejos textos cuando se vuelven a publicar. ¿Los relee y los corrige?
—Prácticamente no me vuelvo a leer, salvo si llego a una reedición de los cuentos el año que viene, por ejemplo. Ahí soy impiadoso. Antes de volver a entregar esos cuentos debo haber sacado diez. Me parece que El frasquito es intocable, como decimos con el amigo [Luis] Chitarroni, es incorregible. No lo corregiría ni le tocaría una sola coma, porque sería otro libro. Esa ortografía violenta y esa gramática que tiene El frasquito; acentuando amandomé en la e, si pongo amándome es otro libro. En cambio Villa, que para mí es una buena novela, porque cambia el punto de vista del narrador y me parece que cambia la perspectiva desde donde se contaba toda la cuestión de los años del Proceso, por ahí tiene unas diez o quince páginas de más. De El corazón de junio saqué quince páginas o en El peletero, que también lo quieren reeditar, quiero sacar los últimos dos o tres capítulos y terminarlo antes.
—¿Tanto? ¿En serio me lo está diciendo?
—Sí, me pasa eso, pero una vez que está y hasta que no hay reedición no lo toco.
—A pesar de eso, en esta reedición de Villa entiendo que no tocó nada, ¿o sí?
—No toqué nada. Es cierto lo que me decís, pero ni a Villa ni a El frasquito los toqué.
—Creo que Villa es un texto fundante de un modo de narrar los setenta. ¿Lo considera así?
—Me parece que es fundante en el sentido de que no hay moraleja. La posición ideológica del narrador no está tomada de antemano. Si el narrador toma una posición ideológica de antemano, necesariamente concluye en una moraleja. Es una novela política, pero no ideológica, es una diferencia importante, porque no sabemos que el narrador está en contra de lo que sucedió. La ruptura que implica Villa es el punto de vista del narrador, donde él deja que ese personaje esté tan comprometido por esa cuestión que no podemos decir que esté afuera, Villa está adentro y, como está adentro, no puede tener una moraleja de él mismo.
—¿Se trata de un narrador que no juzga al personaje?
—Totalmente, no lo juzga y no toma partido. No es un militante, que ya es una diferencia. Me parece que en las novelas anteriores, que pueden ser las más significativas, por ejemplo, las de Soriano, hay una toma de posición del narrador de antemano respecto a la historia. Me parece que en Villa no y eso permite el carácter fundante y de ruptura que puede tener respecto a la literatura de ese tiempo y en relación con ese tema.
—En Hasta que te conocí también hay un narrador que tiene esas características.
—Estoy totalmente de acuerdo. En una nota de Capelli de Hasta que te conocí y sobre La ficción calculada II, él me decía que, a diferencia de El Peletero, donde yo tenía un mensaje, en el sentido de que el peletero era un ser o un personaje desafectado de la estructura, había perdido una dignidad, un oficio. Había una intención de querer transmitir a aquel que queda al margen de la estructura. Eso estaba al margen de la narración. En esta novela no aparece eso, no hay un mensaje en ese sentido, sucede lo que sucede.
—¿De dónde salen las profesiones que elige para sus novelas? Un peletero, aquí un pesista y stripper.
—Te agradezco mucho que hayas leído mi mitología. Un amigo me decía que en Hasta que te conocí quizás la diferencia es que la mitología sigue siendo la misma, pero esta vez está incluida dentro de un género, el policial, y eso le da mucho más posibilidad. Respecto a lo otro, forma parte de mi mitología. Fueron personajes de mi infancia. Yo al club Regatas fui a jugar tres veces al fútbol en los intercolegiales y no fui nunca más hasta que se filmó la película Sotto Voce de Mario Levin. El pesista está sacado del Club Independiente, adonde iban a practicar muchos pesistas. Nunca fui un hombre de gimnasio, nunca en mi vida entré a uno, para mí es como un mundo futurista, pero no por prejuicio de los que van, por prejuicio mío. Mis dos padrinos, el de confirmación y el de bautismo, fueron peleteros y los dos vivieron en el sur. Cuando se me ocurrió El peletero es porque en la otra cuadra del consultorio hay una peletería y había un cartel que dice: "Su antigua piel tiene valor, cámbiela por otra". ¡Como si fuera tan fácil cambiar la piel por otra! Después fui a la calle Suipacha y me contaron que años atrás había como sesenta peleterías. Es ese submundo, como diría [Witold] Gombrowicz en el prólogo de La seducción, un mundo de la subcultura, del desperdicio, siempre en esta mitología me he situado tratando de mantener un lenguaje, a veces anacrónico, a veces mítico, que me permita que con los años no quede reducido a lo contextual.
—Se refiere a que no quede encajonado en una literatura de época.
—Claro, de época, como a veces puede suceder con grandes novelas. Por ejemplo, Bioy [Casares] en el prólogo a La invención de Morel le dice a [Jorge Luis] Borges: "Me parece que a usted le gustaba más la trama que la escritura". En cambio, en Diario de la guerra del cerdo, que es una gran novela y una gran idea, que los jóvenes empiezan a matar a los viejos, a veces el lenguaje no mítico de Bioy es mucho más contextual, mucho más coloquial, muy encajonado en la época y es muy difícil de leer después, como en otra novela como El sueño de los héroes. En cambio en Borges no, como es mítico se puede leer acá, dentro de cuarenta años o cincuenta, los que hablan son personajes de La Odisea. He cuidado mucho esa cuestión y fijate que en algunas notas me dicen que no usan celular. No es que me cuidé específicamente de eso, pero lo que sí traté es que estaba muy decidido a que no fuera una trama tumbera. No quería sexo, droga y rock and roll y transformarla en una cosa muy tumbera y maldita. Y un registro, porque si uno toma a Pynchon en esa novela policial tan buena, el detective está fumado todo el tiempo y a mí no me parecía que el contexto este daba para eso; más la dificultad para buscar que no fuera un comisario. Por ejemplo, Ricardo Piglia en Blanco nocturno se permite un comisario, porque es un pueblo, un detective me parecía ridículo.
—El gran problema del policial argentino: ¿quién investiga? Usted eligió un inspector de Policía. ¿Por qué?
—No quería que fuera un periodista, no quería que fuera un escritor, no quería que fuera un detective y una parodia de [Christopher] Marlowe, que son maravillosas. Como esa película Cliente muerto no paga, que es genial, pero me parecía que no podía ser. Me pareció que el inspector atenuaba un poco, podía ser un inspector de feria, diría Borges. Era como un término medio. La otra dificultad era cómo uno los hace hablar.
—A eso quería llegar, porque si hay algo admirable en su literatura, es el manejo de la oralidad de sus personajes. ¿De dónde viene? ¿Tiene que ver con su oído de psicoanalista? ¿Con sus lecturas?
—La verdad, no sé. María Esther de Miguel dijo, con Hotel Edén, algo que me alegró mucho: "Los mejores diálogos de la literatura argentina". Aprendí mucho en ese sentido de [Manuel] Puig y creo que el género te da un refugio, te da un amparo. La discusión acá es si el inspector habla lo mismo que el pesista y mi amigo, que siempre te alumbran los amigos, me dijo: "Fijate vos que no son diálogos con respuestas, son réplicas". Es como si fuera una payada, uno habla y el otro le replica, no es que le contesta. Traté de que los personajes hablaran de una manera que no fuera estereotipada, porque me parecía que ya había tenido esa dificultad en Villa, cuando tuve que hacer hablar al coronel, porque era muy difícil. Si uno toma partido desde antes, lo enjuicia. Eso lo aprendí de Graham Greene cuando dice: "Yo no pienso como mi personaje". En las novelas anteriores yo pensaba como el personaje, no había esa diferenciación ni esa preocupación por los personajes, la preocupación era sólo por el estilo y la escritura. A partir de Villa se construye un personaje. En una historia de nuestra literatura en donde no hay tantos personajes. Uno puede pensar en Funes, puede pensar en un personaje de Puig, en Renzi de Ricardo Piglia, en alguno de [Juan José] Saer, pero no abunda tanto. Quizás el apellido Villa, Walenski, te marque. Lo aprendí de [Georges] Simenon, que es muy claro, dice: "Primero pienso en el apellido; si tengo el apellido, tengo la nacionalidad; después pienso en la edad; después en el barrio que vive y con todo eso tengo la profesión. Una vez que tengo todo eso se cruza la contingencia". Traté mucho de cuidar el habla de los personajes y, sobre todo, los personajes que me parece que están bastante logrados, que son las mujeres.
—En esa construcción también marca una diferencia respecto de su producción.
—De ser acusado muchas veces por amigas de muy machista. A mí me parece que en la literatura argentina también es muy difícil el personaje femenino. Por ejemplo, en Rayuela, uno piensa en La Maga y para mí es una construcción de [Julio] Cortázar. Acá con Clara y con Lucero, primero son dos edades distintas, dos extracciones sociales distintas, hablan de manera distinta. Poder entrar en esos personajes distintos y por eso los dos epígrafes que para mí son dos tangos: "Tu amor está donde es fácil de conseguir y fácil de perder", de [Lewis] Elliott Chaze y el de [Friedrich] Nietzsche, que dice "El hecho no es que me hayas mentido, sino que ya no te puedo creer, eso es lo que me hace estremecer". Decime si eso no es un tango.