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Una comedia latinoamericana

Periodista:
José María Brindisi
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Los escritores también son personas; por ende, también se dejan tentar con facilidad. La tentación por antonomasia de los escritores es pasarse de irónicos o, simplemente, de graciosos. En Tres ataúdes blancos , la novela con la que el colombiano Antonio Ungar (Bogotá, 1974) ganó el prestigioso Premio Herralde, puede leerse, por ejemplo: "Inhalé. Exhalé. Puse mucho cuidado en las haches intermedias". Luego, en los titulares de un telediario: "Pasando a otras noticias, esta tarde el Presidente de la República inauguró un acueducto en Culimundí". La última, para no espantar a posibles lectores: "Jorge Parra, se llamaba. Jorgito, para los amigos".


¿Pero no quedamos en que los escritores también eran personas? ¿Y no tendrían entonces derecho a equivocarse? Porque ése sería el modo más justo de tomar una novela que al principio patina un poco -acaso porque a su autor todavía le falta algo de ruedo- y que pronto, sin embargo, sorprende al lector , que se ríe a carcajadas, que lee entre líneas y desea que al personaje le pase esto o lo otro. Pese a los deslices iniciales, Ungar se repone y a las pocas páginas es capaz de crear expectativas desmesuradas. El núcleo de la historia es reconocible y, a la vez, una apuesta fuerte: en un país latinoamericano llamado Miranda -que a cada momento se parece más y más a Colombia-, acaban de asesinar al candidato del pueblo, aquel que podía acabar de una vez por todas con la virtual dictadura del presidente Del Pito (¡ay, los chistes!). Quiso la providencia que el narrador posea rasgos casi idénticos a los del finado Pedro Akira, cuya muerte es aún un secreto. De ahí en más, es decir, desde que le proponen que lo suplante hasta ganar las elecciones, lo que sucede es, dislate más o menos, imaginable.

 

Nada previsible resulta, en cambio, que al tiempo que la comedia toma su cauce el falso Akira logre interesarnos progresivamente por sus sentimientos, sus intereses, el modo en que una casualidad risible se vuelve la oportunidad más grande. El otro logro de la novela, quizá el más notable, es que, a pesar del delirio a veces circense de las aventuras que vive el protagonista, la narración no pierda del todo su raíz política (las referencias a las FARC son, por ejemplo, múltiples, y a lo sumo se dejan acompañar con una sonrisa). Ese cóctel de elementos a la distancia irreconciliables es, por cierto, una marca de determinada literatura contemporánea dentro del continente, que no casualmente excluye, con un par de excepciones (Marcelo Cohen, tal vez Fogwill), a la Argentina. Aquí, política es igual a solemnidad, se vuelve necesario sobreactuar para ser creíbles.

Aunque no alcance ni por asomo la amarga perspicacia poética de Roberto Bolaño, ni la melancolía lacerante del último Junot Díaz, Ungar es un digno heredero de ambos. Como ellos, sabe que en una novela todo es posible y que para llegar a alguna parte siempre es preciso arriesgar el pescuezo.

José María Brindisi

(Ver reseña en ADN Cultura, Diario La Nación)