Bolaño y Póstumo
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- José Antonio Expósito
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EL SÉPTIMO SELLO
Desde que murió tempranamente a los 50 años, en junio de 2003, la obra y la figura de Roberto Bolaño terminaron de cobrar la dimensión mítica y renovadora de la literatura latinoamericana que se insinuaba en sus últimos años de vida. No fue ajeno a eso la publicación póstuma de la monumental novela 2666, sobre los crímenes de Ciudad Juárez, que superó incluso el prestigio que le había otorgado Los detectives salvajes. Pero el baúl no quedaba vacío, y desde entonces se han publicado seis libros póstumos que reunían poesía, cuentos, novelas enteras, fragmentos diversos y artículos. Ahora sale Los sinsabores del verdadero policía (Anagrama), un policial dejado de lado a medida que se internaba más y más en el infierno de Ciudad Juárez. Ignacio Echevarría, editor de algunos de los más importantes inéditos, repasa esta extraña relación de Bolaño con la posteridad, de la que él mismo ya hablaba en vida.
Por Ignacio Echevarria
Es ya célebre la respuesta que dio Roberto Bolaño a Mónica Maristain cuando ésta, en la que pasa por ser la última entrevista concedida por Bolaño, le preguntó:
–¿Qué le despierta la palabra póstumo?
–Suena a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto. O al menos eso quiere ser el pobre Póstumo para darse valor.
El pitorreo evidente de la respuesta no debe llamar a engaño. Ese “pobre Póstumo” al que Bolaño alude es una plausible representación de sí mismo. O es al menos una plausible encarnación de la idea que Bolaño se hacía del escritor.
BOLAÑO Y POSTUMO
A una entrevista muy anterior, de 1999, corresponden las siguientes palabras, que cabe poner en relación con las citadas: “La literatura se parece mucho a las peleas de los samuráis; pero un samurái no pelea contra otro samurái: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”.
Habría mucho que decir sobre la naturaleza de ese monstruo. Pero sería un error identificarlo con la muerte simplemente, por mucho que también frente a ella esté condenado el escritor a ser derrotado.
A Bolaño parecía irritarlo –pero, ¿por qué tanto?– toda creencia en la inmortalidad de las obras literarias. Rodrigo Fresán cita un correo de Bolaño en el que éste le decía: “Yo no sé cómo hay escritores que aún creen en la inmortalidad literaria. Entiendo que haya quienes creen en la inmortalidad del alma, incluso puedo entender a los que creen en el Paraíso y el Infierno, y en esa estación intermedia y sobrecogedora que es el Purgatorio, pero cuando escucho a un escritor hablar de la inmortalidad de determinadas obras literarias me dan ganas de abofetearlo. No estoy hablando de pegarle sino de darle una sola bofetada y después, probablemente, abrazarlo y confortarlo”.
Ahora bien, la inmortalidad no equivale exactamente a la posteridad. Esta viene a ser una categoría mucho más relativa, más evaluable al fin y al cabo. ¿Y qué opinión le merecía la posteridad a Bolaño?
En 2666, en la parte de Archimboldi, se cuenta cómo el editor Bubis y sus colaboradores se burlan de los escritores que se revelan “dispuestos a usurpar cualquier reputación, con la certeza de que esto les proporcionaría una posteridad, cualquier posteridad”. La sola idea provoca “la risa de las correctoras y de los demás empleados de la editorial e incluso la sonrisa resignada de Bubis, pues nadie mejor que ellos sabía que la posteridad era un chiste de vodevil que sólo escuchaban los que estaban sentados en primera fila”.
¿Pensaría Bolaño que era él uno de los que estaban sentados en primera fila? Razones no le faltaban. Como sea, en otra de las entrevistas que concedió asegura que “aspirar a la posteridad es el mayor absurdo imaginable, son trabajos de amor perdidos, como diría Shakespeare”. Para añadir a continuación: “Pero precisamente por esto tiene también su lado hermoso...”.
Y es que Bolaño –y por aquí regresa el recuerdo del pobre Póstumo– sentía fascinación por el valor que manifiesta todo luchador dispuesto a enfrentarse con una fuerza que lo supera: “Yo soy de los que creen que el ser humano está condenado de antemano a la derrota, a la derrota sin apelaciones –declaraba en una entrevista del año 2003–, pero que hay que salir y dar la pelea; y darla, además, de la mejor forma posible, de cara y limpiamente, sin pedir cuartel (porque además no te lo darán) e intentar caer como un valiente, y que eso sea nuestra victoria”.
La idea del combate desigual, ya sea contra el tiempo, contra la muerte, contra el mal o contra cualquier otro monstruo invencible, obsesionaba a Bolaño, por lo que se ve. Lo cual invita a sospechar que su propio proyecto como escritor no podía permanecer indiferente a esta situación trágica.
La sospecha cobra entidad conforme se constata la importancia que en la obra de Bolaño tienen dos aspectos de orden muy distinto que a lo largo de toda ella se repiten con insistencia.
Por un lado, se halla la recurrencia del mito del escritor fugitivo, del escritor oculto, del escritor perdido cuyo rastro persiguen lectores, críticos, admiradores; un mito complementario del mito de los escritores olvidados que a Bolaño tanto le gusta inventariar.
Por el otro, esa poética de la inconclusión que permite dar por válidas piezas cuyo desarrollo permanece suspendido en la nada o en la pura inminencia de lo desconocido, y de las que resulta difícil, en consecuencia, no sólo decidir si el autor las daba por terminadas sino especular siquiera acerca de cuál es el género al que se adscriben.
Estas dos constantes –temática la una, estructural la otra– convienen muy bien a la posteridad de un escritor como Bolaño, fallecido tempranamente y que ha dejado un vasto legado inédito, constituido en buena parte por piezas y fragmentos que dejan un amplio margen para las dudas acerca de su acabamiento.
Da igual que sea deliberadamente o no (pues hay resortes que pueden haber intervenido inconscientemente en los designios de un escritor que escribió buena parte de su obra bajo la amenaza de no llegar a ser conocido, y el resto bajo la amenaza de no llegarla a concluir), lo cierto es que la posteridad de Bolaño se ofrece escudada por estas dos constantes, que intervienen de forma muy determinante en su fortuna.
La posteridad de Bolaño se alimenta, en efecto, del mito que él mismo segregó alrededor de sí mismo, tanto en su obra como en sus actitudes y declaraciones: mito del escritor salvaje, cabecilla de una banda de poetas insumisos, con aspiraciones de absoluto; mito del escritor furtivo, pero muy consciente de su valía, que perseveró en su vocación a pesar de todas las inclemencias, en lucha denodada contra la miseria, primero, luego contra la enfermedad y finalmente en dramática competencia con la muerte, que le mordía los talones.
Se alimenta además, la posteridad de Bolaño, de la naturaleza laberíntica de un legado monumental, producto de tres décadas empleadas fundamentalmente en escribir, y en hacerlo, a partir de un momento dado, siguiendo un plan diseñado con bastante nitidez, que se desarrolló conforme el principio de fractalidad. Este consiste, como es sabido, en la reiteración a diferente escala de configuraciones similares que se expanden con dinámica arborescente, sin que resulte evidente, a veces –y por lo demás qué importa–, el grado de dependencia de la parte con relación al todo.
Así que Póstumo, el gladiador, sale a la arena con el rostro cubierto por el casco (¿o es una máscara de luchador mexicano?), un tridente en el brazo derecho y en el izquierdo una red en la que se enmaraña su rival (un monstruo terrible, frente al que el pobre Póstumo no tiene ninguna oportunidad de salir victorioso). Durante el tiempo que el monstruo se entretiene en desenredarse, se prolonga la sensación de que Póstumo es, en efecto, un gladiador invicto, como no deja de repetirse a sí mismo para insuflarse valor.
El público, extasiado, aplaude y aguarda impaciente el desenlace de la pelea, que quizá no todos lleguen a presenciar, pues parece que va para largo.
BOLAÑO POSTUMO
Desde su muerte en junio de 2003, se llevan publicados siete nuevos libros de Roberto Bolaño. De uno a otro, constituyen todo un muestrario de modalidades de publicación póstuma. Tiene interés inventariarlos, para calibrar de qué modo la posteridad de Bolaño viene nutriéndose de un legado tan rico como complejo, compuesto de diferentes estratos a los que acudir en busca de materiales aún inéditos. La calidad de estos materiales, aunque variable, justifica de sobras, al menos hasta el momento, una expectativa que no parece menguar.
El gaucho insufrible, aparecido pocos meses después de la muerte de Bolaño, el mismo año 2003, es un libro armado enteramente por su autor y entregado por él mismo al editor, como cualquiera de los anteriores. Su condición póstuma es, en cierto sentido, accidental: si Bolaño hubiese vivido un poco más de tiempo, el libro hubiera aparecido tal como es.
Entre paréntesis. Ensayos, artículos y discursos (1998-2003), publicado en 2004, apenas un año después de la desaparición de Bolaño, es un libro armado por mí mismo con toda conciencia de su necesidad e incluso de su urgencia. Se trataba de establecer, a partir de sus intervenciones públicas y colaboraciones en prensa, una cartografía lo más minuciosa posible de sus gustos, de sus afectos, de sus beligerancias, de sus posiciones; cartografía tanto más conveniente en cuanto la figura de Bolaño ya catalizaba, en vida del autor, la atención, el interés, la admiración de las nuevas generaciones de escritores latinoamericanos, para las cuales los materiales reunidos en este libro constituían un semillero de pistas y de consignas a seguir. El libro, por otro lado, procuraba un buen marco de recepción de la obra de Bolaño, en torno de la cual estaba redefiniéndose el mapa de la nueva literatura latinoamericana. No cabe dudar, como queda dicho en la presentación del libro, que tarde o temprano Bolaño hubiera reunido él mismo buena parte –no todos– de los materiales incluidos en Entre paréntesis, pero la decisión de priorizar este libro y de armarlo con toda la exhaustividad posible en aquel momento fue una decisión de editores comprometidos con la adecuada recepción de una obra a la que pronosticábamos la sólida posteridad de la que disfruta.
Poco se puede decir que no se haya dicho ya con relación a 2666, novela publicada también en 2004. Sobre ella se acumulaba la expectativa que iba a decidir, en mayor grado que ninguna otra, la posteridad de Bolaño, que por virtud de esta novela varió su signo: la obra maestra de su autor, la que iba a procurarle más reconocimiento y más adeptos, pertenecía de lleno a su posteridad, que, después de haber alumbrado este prodigio, se revelaba preñada de promesas. Ya no se trataba de la rutinaria administración de la memoria, y del legado más o menos accesorio que todo autor suele dejar a su muerte, sino de una obra mayor, a la que se aupaba toda la obra anterior de Bolaño, reordenándola bajo una nueva perspectiva, la que lo señalaba como uno de los autores centrales de la literatura contemporánea.
2666 es la obra póstuma que todo lector anhela del escritor al que admira. Su autor la dejó prácticamente acabada, si bien es lógico presumir que hubiera seguido trabajando aún en ella de haber vivido más. No hay que pensar que el resultado hubiese variado sustancialmente, ni mucho menos. Lo hubiera hecho, eso sí, de haberse seguido las instrucciones de Bolaño, que a última hora optó por publicar sus cinco partes independientemente. Nadie duda hoy de que la decisión de los editores de contravenir la voluntad del autor –decisión justificada por mí en la “Nota a la primera edición”– fue una medida adecuada. Reconocerlo contribuye a relativizar el rigor con que algunos se empeñan en respetar una voluntad sujeta a veces, como en este caso, a consideraciones extraliterarias, y que en otras muchas ocasiones ni siquiera ha quedado expresa de modo alguno, lo cual invita a someter toda especulación acerca de esa hipotética voluntad a la lógica interna de la obra, a menudo implacable.
El secreto del mal, aparecido en 2007, reúne piezas y esbozos narrativos espigados de los archivos de ordenador de Bolaño. Se trata de materiales en muy diferente estado de acabamiento, seleccionados entre otros muchos por virtud de su calidad –a menudo indiscutible– y de su aliciente. Algunos de los relatos de este libro sin duda hubieran integrado, a la larga, cualquiera de las múltiples colecciones que Bolaño se entretenía en tejer y destejer con los múltiples materiales que iba a acumulando. Pero el libro, en su totalidad, es un libro armado por su editor –yo mismo– conforme a un criterio personal, más o menos aventurado, en cualquier caso suficientemente explícito en la nota preliminar del volumen. El legado póstumo de un narrador, tanto más si es abundante, suele dar lugar a libros de este tipo, que asumen abiertamente su naturaleza residual, sometidos al único imperativo de mostrar boca arriba las cartas empleadas.
(Del mismo año 2007 es un libro excelente que por desgracia no ha alcanzado la difusión que le corresponde, pese a que en él se encuentra –con más inmediatez y sinceridad que en Entre paréntesis– la voz de Bolaño y su talante. Se trata de Bolaño por sí mismo, un volumen de entrevistas admirablemente seleccionadas y armadas por Andrés Braithwaite, hasta el extremo de que cabe considerarlo un libro más de Bolaño (de quien Andrés Braithwaite fue amigo y cómplice), imprescindible para un acercamiento cabal a su personalidad y a su ideario como escritor. El libro fue publicado por Ediciones Universidad Diego Portales, de Santiago de Chile, y lleva un estupendo prólogo de Juan Villoro. Por razones en las que resultaría penoso escarbar, la viuda de Bolaño puso un veto a su distribución, pese a que es dudoso que los derechos le pertenezcan. El temor a quedar vetados en las subastas que periódicamente se hacen de los nuevos inéditos de Bolaño ha disuadido a sus editores más acreditados a publicar este libro, que de momento sólo en Chile se tiene la oportunidad de conseguir.)
Con la publicación de La Universidad Desconocida, también en 2007, la edición de los materiales póstumos de Bolaño ingresa en el territorio de los libros aparcados por el autor, superados por el desarrollo de su propia obra. Conviene dejar bien claro que no caben dudas acerca de la legitimidad de publicar este tipo de materiales, tanto más cuando cunde un interés y una expectativa crecientes sobre el legado de un autor. El caso de Kafka resulta en este punto paradigmático. Todo lo que un escritor deja a su muerte sin preservar o sin destruir –tanto más si, como Bolaño, cuenta con la posibilidad de una muerte prematura– es susceptible de ser publicado, conforme a criterios que es inútil pretender que coincidan con los del autor. La muerte transfigura radicalmente las condiciones en que una obra es leída, y ello deja fuera de lugar muchos de los cálculos y las consideraciones que su autor pudiera haber hecho cuando estaba él con vida y su obra todavía en marcha. Lo único exigible, una vez más, es que los editores contextualicen debidamente los materiales, asunto a veces más difícil de lo que parece. Como sea, es más que improbable que Bolaño hubiera publicado La Universidad Desconocida tal y como se conoce en la actualidad: él mismo había procedido a fraccionar el libro y publicar algunas de sus partes, ya como libros de poesía (Tres, Los perros románticos, ambos en el año 2000), ya como narrativa (Amberes, 2002), sin que el camino así emprendido fuera para él reversible. La publicación de este libro, esencial en muchos aspectos, y que su autor dejó listo en 1993 sin resolverse a editarlo en los diez años siguientes, posee un interés indudable, pero es un interés en cierta medida arqueológico, en cuanto permite poner al descubierto las capas y cimientos enterrados bajo la obra que él sí publicó y quiso dar a la luz.
Caso parecido, pero no idéntico, es el de El Tercer Reich, novela primeriza que Bolaño acabó en su momento, pero a la que dio carpetazo, insatisfecho sin duda con el resultado. Sobre El Tercer Reich cabría sostener que, aun cuando Bolaño la concluyó, en el momento decisivo no acertó con la contraseña que le había de permitir el ingreso a la estructura diseñada tan precoz y clarividentemente por él, según se desprende de sus propias palabras: “La estructura de mi narrativa –declaraba Roberto en 2003– está trazada desde hace más de veinte años y allí no entra nada que no se sepa la contraseña”. El Tercer Reich no entró, al menos mientras Bolaño tuvo el poder de decidirlo. Lo cual no obsta para publicarla, así se sitúe, como tantas obras póstumas, en los aledaños de la obra en la que tardíamente ingresa. La edición de El Tercer Reich, sin embargo, incumplió el requisito de procurar al lector las informaciones necesarias para contextualizarla con relación al conjunto de una obra en la que ocupa una posición de segundo plano.
Finalmente, Los sinsabores del verdadero policía, cuya publicación hace sólo unas semanas en España y por estos días en la Argentina ha estado rodeada de una extraordinaria expectativa, sin duda satisfecha por la calidad realmente excepcional de buena parte de los materiales que contiene, no es tanto un libro “aparcado” –como La Universidad Desconocida y El Tercer Reich– como un proyecto abandonado. Pese a lo que dicen los textos que envuelven el libro, no se trata de una novela. No lo es al menos en el sentido cabal, por extenso que sea, que se suele conceder a este término. Los materiales reunidos bajo este título (del que me he ocupado ya en un artículo que aquí resumo) apuntan líneas narrativas que condujeron hacia 2666, mientras otras quedaron en suspenso, inservibles o pendientes de ser retomadas por el autor, de haber tenido ocasión y ganas de hacerlo. En este caso, lo hubiera hecho ya no para prolongarlas tal y como se ofrecen ahora sino para reelaborarlas en un marco nuevo, inevitablemente transfigurado por la hazaña que supuso la escritura de 2666.
El germen de Los sinsabores del verdadero policía es con toda seguridad anterior a la redacción de Los detectives salvajes. Quizá Bolaño retomara estos materiales al concluir esta novela, pero a partir de cierto momento (y me atrevería a especular sobre cuál es ese momento, muy ligado al abismo que se fue abriendo a los pies mismos de Roberto conforme se metió de lleno en el filón de los crímenes de Ciudad Juárez) se desvió por los derroteros que, sin apartarse del todo de personajes y motivos ya apuntados, lo conducirían finalmente a 2666.
El extravagante título de Los sinsabores del verdadero policía lo acarició Bolaño durante años. Estuvo siempre asociado al proyecto de una novela sobre un joven policía que en estas páginas sólo asoma lateralmente. Lo que ahora nos cabe leer tiene que ver sobre todo con Amalfitano, un Amalfitano bastante distinto al que da nombre a una de las partes –la más enigmática, ahora intuimos por qué– de 2666. Bastante menos con un embrionario J.M.G. Arcimboldi que para nada coincide con el Beno von Archimboldi (con ch) que protagoniza esa novela.
En el camino que lleva de Los detectives salvajes a 2666, Los sinsabores del verdadero policía viene a ser una vía muerta. Sólo parcialmente hubiera podido reintegrarse en la cadena de la que se desprendió. Tal y como se ofrece es un eslabón partido, que no por eso deja de arrojar destellos deslumbrantes, verdaderamente deslumbrantes por su audacia, por su comicidad, por su misterio, por su lirismo. La publicación de un libro así está justificada sin lugar a dudas, por numerosos que sean los equívocos que suscita la tendenciosa presentación del texto. No sólo documenta la forma en que nació 2666: testimonia además la altura vertiginosa a la que, en los últimos años de su vida, escribía Bolaño, dueño de unos recursos variadísimos que aquí se lo ve emplear con estremecedora libertad.
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