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El silencio de los hijos

Periodista:
Gonzalo Garcés
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Por Gonzalo Garces para Revista Ñ

 

No recuerdo quién dijo que las “historias dentro de historias” son un error, porque si la historia insertada es menos interesante que la historia principal, el lector se aburre, pero si es más interesante obliga a preguntarse por qué no publicarla por separado. En teoría, ese argumento me parece impecable, pero en la práctica acabo de verlo refutado por la nueva novela de Alejandro Zambra, Formas de volver a casa.

 

 

Para empezar, en ese caso sería difícil decir cuál es la novela principal y cuál la secundaria. El libro se abre con la historia melancólica de un joven chileno que en pleno pinochetismo, y en las postrimerías del terremoto de 1985, se encuentra realizando tareas de espía aficionado para agradar a Claudia, una chica de la que está enamorado. Antes de que esa historia se resuelva, sin embargo, aparece el diario del autor, por el cual nos enteramos de que el personaje de Claudia está inspirado en Eme, su ex mujer. El autor, que no tiene nombre, habla de sus dificultades para escribir la novela; Eme lo visita y él, que no se ha repuesto de la separación, intenta convencerla de que lea lo que lleva escrito, como solía hacer cuando vivían juntos. “Recuerdo su cara de sueño”, anota, “cuando me acercaba muy tarde para leerle apenas un párrafo o una frase”. Pero ahora Eme se niega a ese intercambio. Sólo en la casa que compartió con ella, el autor se dice que un día de éstos ya no va a recibirlo.


Formas de volver a casa explora los efectos de la pérdida, en general, de las estructuras que sirven como abrigo. Hay casas que se vienen abajo con un terremoto, hay casas paternas que ya no resultan cómodas, hay casas que ya no nos reciben porque la persona con quien habitamos en ella no está más. También es una casa un relato personal. Y un relato político. Y ciertas estructuras narrativas. Cuando uno de estos refugios se derrumba, por contagio otros pueden venirse abajo también. No es que en Formas de volver a casa la crisis personal sea un reflejo de la crisis de ciertos relatos políticos, sino que uno es el sustrato del otro.

 

Resulta sugestivo pensar, a partir de este libro, en la conexión íntima entre el duelo y la puesta en cuestión de ciertas convenciones formales. O más precisamente, la intoleracia a veces virulenta ante ciertas convenciones que puede engendrar el duelo. Hamlet está conmocionado por la muerte de su padre y por eso, quizá por vez primera, ve lo que está podrido en el reino de Dinamarca. Tampoco es casual que Hamlet se improvise como crítico teatral. Es el único momento en toda la obra en el que el príncipe no se hace el loco, ni es irónico, ni está furioso o aterrado: Hamlet, en su duelo, encuentra su tono de voz natural en la crítica. Lo mismo sucede en la más reciente encarnación de Hamlet: el narrador de la “novela-verdad” Tiempo de vida, del español Marcos Giralt Torrente. Este libro, que tiene ciertas similitudes de tono con el de Zambra, y una pareja desconfianza hacia la ficción, cuenta menos la historia del padre de Giralt Torrente que las interminables dudas, resentimientos, añoranzas y reflexiones que le ha inspirado su muerte. Se ha hablado mucho, a partir de este libro, de crisis de la ficción y auge de los “relatos reales”, pero quizá no se hace suficiente hincapié en las condiciones psicológicas que propician ese vuelco hacia la reflexión sobre lo real en detrimento de la ficción.

 

Sirve otro ejemplo: Annie Hall , de Woody Allen. Comienzo famoso: Allen nos interpela, mirando directamente a cámara: “Annie y yo nos hemos separado, y todavía no puedo metérmelo en la cabeza... Sigo repasando los pedazos de la relación y examinando mi vida, a ver si descubro dónde se jodió todo”. Y no por casualidad la película rompe con algunas convenciones narrativas: cronología, verosimilitud, prohibición de dirigirse al espectador, de criticar y razonar acerca de la forma misma. Una relación amorosa, como la relación con un padre, es un relato: un orden necesario, una necesaria trama y una serie de convenciones formales que crean una ilusión de dirección, de sentido; cuando se rompe, por un tiempo todos los relatos y todas las convenciones formales resultan sospechosos; es el aspecto de trampa, de falso refugio, de techo que no puede sino venirse abajo, lo que salta a la vista. Ese proceso íntimo está en la base de algunas de las obras más subversivas de la literatura. Si la identidad personal se apoya en la coherencia del relato de la propia vida, y si la historia de una pareja es una identidad forjada de a dos, ¿qué ocurre cuando el relato amoroso se rompe? ¿Cómo sobrevive la identidad? Zambra escribe en Formas de volver a casa: “Es impresionante que el rostro de una persona amada, el rostro de alguien con quien hemos vivido, a quien creemos conocer, tal vez el único rostro que seríamos capaces de describir, que hemos mirado durante años, desde una distancia mínima –es bello y en cierto modo terrible saber que incluso ese rostro puede liberar de pronto, imprevistamente, gestos nuevos”. Ese “bello” es generoso, pero la pregunta queda vigente: si el relato compartido ya no existe, ¿en qué fundar un nuevo relato, capaz de incluir al que alguna vez se pensó como eterno, como contenedor de toda la experiencia, y que acaba de revelarse como perecible? ¿Cómo forjar una identidad más amplia, capaz de integrar a la identidad ahora caduca? La respuesta la aporta Hamlet: sobre la cruda lucidez, sobre la crítica de las convenciones mismas del relato. La crítica constituye un relato en sí mismo: quizá menos perecible, quizá de una fibra más resistente. Pero ¿es posible habitarlo?

Lo cual me lleva de vuelta a la novela de Zambra. El “diario” que aparece en el libro lleva a cuestionar la forma de la novela. También, por contigüidad, el relato político que hace de toda una generación, la de Zambra, personajes secundarios en una historia, la del pinochetismo, que tuvo como protagonistas a los padres. Pero en cierto momento, derrumbadas todas las casas por los terremotos personales y literales, el narrador necesita de todos modos detenerse, aunque sea sin entrar, frente a la casa de su ex mujer, para escuchar su voz y saber que está bien. En esa persistencia del afecto, que misteriosamente sobrevive al fin de los relatos, hay otra historia: más inexplicable, más difícil de articular, pero que también debe ser contada.